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El emperador que se hizo llamar Dios

Una de las señas de identidad más fuertes que tenemos las personas es el nombre que portamos desde que nuestros padres decidieron, antes de que naciéramos, que íbamos a llevarlo a lo largo de nuestra vida.

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Ya desde muy pequeños respondemos a ese apelativo cuando lo escuchamos, de modo que mucho antes de que nos formáramos eso que los psicólogos llaman autoconcepto, o imagen de uno mismo, teníamos una fuerte identificación con esa palabra que nos diferenciaba de los demás y que la sentíamos tan pegada a nosotros que pareciera que era como una segunda piel invisible que nos envolvía.

Sobre los nombres se podría escribir mucho, ya que dado que la mayoría proceden del santoral cristiano los hay para todos los gustos, pues si no me equivoco hay así como diez mil. Evidentemente los hay rarísimos, de esos que uno ni se imagina que pudieran existir.

Con respecto al mío, dado que lo he escuchado desde que apenas levantaba un palmo del suelo y, más o menos, entendía las palabras, me parecía el más normal del mundo. Con unos años más, empecé a darme cuenta que era bastante raro, puesto que no lograba conocer a algún otro muchacho que lo llevara.

Cuando le pregunté a mi madre por qué tenía este nombre tan extraño, ella me contestó que era el de su padre, es decir, mi abuelo materno al que no llegué a conocer, y por el que ella sentía verdadera devoción. Bien es cierto que en una familia tan numerosa como la mía a alguno le tenía que tocar llevarlo y, dado que era el quinto de la lista, recayó sobre mí.

Una vez crecido, en más de una ocasión si tenían que tomarme nota para un documento o sencillamente pedirme los datos personales, observé la cara de extrañeza de quien me los pedía, por lo que no me cabía otra opción que decírselo muy despacio

Pasado el tiempo, cuando ya tenía alrededor de veinte años, la genial novela Cien años de soledad de Gabriel García Márquez vino en ayuda mía, pues acudía a la misma cuando comenzaba a impartir clases en la Universidad.

“No. Aureliano no es lo mismo que Aurelio. Son dos nombres de origen romano y aunque originalmente tengan relación lo cierto es que son distintos… Bueno, vamos a ver, ¿alguien ha leído 'Cien años de soledad' de García Márquez?”, solía aclarar al tiempo que, a continuación, interrogaba en los inicios del nuevo curso cuando me presentaba a los alumnos.

Eran tiempos en los que la lectura formaba parte de los hábitos de muchos estudiantes, por lo que algunos levantaban la mano, dando pie a establecer una pequeña charla acerca de la saga de Aureliano Buendía, protagonista de este espléndido relato, considerado como el punto álgido del realismo mágico en la literatura latinoamericana.

Bien es cierto que ha habido algunos personajes reales y conocidos que han portado este nombre, como el pintor impresionista Aureliano de Beruete, con una sala dedicada a su nombre en el Museo del Prado, o el tenor italiano Aureliano Pertile; pero lo que yo siempre deseaba era conocer la biografía del emperador romano que llevó ese nombre, dado que lo que obtenía se reducía a unos párrafos en los grandes diccionarios como el de Espasa-Calpe.

Por fin ha llegado a mis manos un libro titulado Aureliano. El emperador que se hizo llamar Dios del historiador y escritor Jesús Pardo, fundador y director de la revista Historia 16, y que, de algún modo, satisface la curiosidad que he sentido a lo largo del tiempo.

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La obra de Jesús Pardo se enmarca dentro de lo que se denomina narrativa histórica, aunque el primer capítulo está destinado a presentar al que fuera uno de los emperadores del Imperio romano. De su vida extraeré algunos párrafos para que podamos conocerlo.

Lucio Domicio Aureliano nació el 9 de septiembre de 214 en Sirmio, enclave que actualmente corresponde con Sremska Mitrovica dentro de Serbia.

Su lugar de nacimiento no nos debe llamar la atención, puesto que emperadores de la antigua Roma nacieron lejos de esa ciudad, basta recordar los nombres de Trajano, Adriano y Teodosio que nacieron en tierras hispanas.

Sus padres eran modestos arrendatarios de un senador llamado Aurelio, nombre que como puede suponerse fue el origen de los apelativos de algunos de sus hijos.

Aureliano se distinguió como militar, por lo que sus éxitos como comandante de infantería le acercaron al entorno del emperador Galieno. Posteriormente, se le nombró y sirvió como general en varias guerras, saliendo triunfante en ellas.

Por entonces, en el siglo III, el Imperio romano se estaba desmembrando, dando origen a estados separados: el Imperio de Palmira en Oriente y el Imperio Galo en Occidente. A ello había que sumar que las fronteras eran inestables por los ataques continuos que sufrían de los distintos pueblos y tribus, entre los que se encontraban los separados por las aguas del río Danubio.

En el año 268 muere el emperador Galieno, posiblemente por asesinato. Le sucede Claudio II, apodado ‘el Gótico’. No obstante, y como apunta Jesús Pardo, “la situación interna de lo que quedaba del Imperio no era mejor: Claudio, muy ocupado con restablecer la frontera, no había tenido tiempo para atender otras cosas cuando, dos años después, murió de peste en Sirmio”.

La proclamación inmediata de Aureliano como emperador remedió casi milagrosamente una seguridad tan frágil que cualquier error habría bastado para llevar al Imperio romano a la situación de desastre final.

“Con tanta catástrofe seguida, lo que quedaba de Imperio estaba desorganizado y abandonado. El recelo y el terror reinaban entre la clase dirigente, tanto en Roma como en las provincias. La moneda se encontraba devaluada por los abusos de quienes la acuñaban, que la envilecían para apropiarse del metal precioso. Nadie se sentía seguro en un ambiente de corrupción y terror generalizados, creciente pobreza e inseguridad viaria y marítima”, de este modo continúa Pardo la descripción de la biografía.

Sobre la forma de ser del emperador Aureliano nos dice que era una persona dura, cruel, irascible y violenta. Sus soldados le llamaban Manus ad Ferrum, “Mano a la Espada”, por su tendencia a dirimir las cuestiones desenvainando. Sin embargo, su excepcional y variado talento como emperador, y lo providencial de su llegada en el momento de mayor peligro para el Imperio, son aspectos aceptados por los especialistas que lo han estudiado.

Aureliano murió asesinado en septiembre de 275, cuando tenía sesenta y un años. Como sucedía en la antigua Roma, por gente de su entorno que buscaron deshacerse de él. No obstante, y a pesar de la brevedad de sus cinco años de reinado, recuperó las tierras perdidas, habiendo recibido antes de fallecer el título de Restitur Orbis (“Restaurador del Mundo”) por haber sido capaz de reunificar el Imperio.

De su paso como emperador, nos quedan como recuerdo los fragmentos aún vigentes de las murallas que rodeaban a la ciudad de Roma, ya que la cercó con elevados muros como forma de protegerla ante los inminentes ataques que se cernían sobre la misma.

Tras su muerte, el Senado lo deificó como Divus Aurelianus. Pero esto, a fin de cuentas, para quien conoce la historia de Roma, no era un hecho excepcional, puesto que los dioses no solo eran quienes habitaban los cielos, sino también aquellos emperadores que alcanzaron gran notoriedad y reconocimiento.

Así, Claudio Domicio Aureliano, el hijo de unos humildes colonos de tierras alejadas de la capital del Imperio, alcanzó a ser deificado con solo cinco años como emperador; cosa que no está nada mal.

AURELIANO SÁINZ

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