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El candelabro italiano

La primera vez que la ví, siguiendo el rumbo de la mermelada, con mis párpados renqueando en su propia buhardilla, sentí una sensación refrigerante, un frescor en mi ánimo, la respiración espumante del leñador bañándose en el tóner de la vida. El hechicero había vencido a las fiebres luchando con el espíritu del puma.

Una cucharada de sueño tranquilo, los árboles del Amazonas buscando la luz. Recordé un tiro bien colocado, un árbol tambaleante, el relámpago de un obús, gritos vagabundos encerrados conmigo en el cajón del toro.

Un viego goterón del Cantábrico se vaciaba, peldaño a peldaño sobre mi rostro, en un murmullo discreto.

Había llovido copiosamente desde que por primera vez el cielo colisionó con las arrancadas de las tropas, mi caballo reculando, los bisontes de Altamira de la IV División arrollando y embistiendo, las bengalas de señalización en la noche, el olor excitante de la gasolina con plomo, el tango en la milonga de los hombres calando bayoneta, la megafonía de los rascacielos cayendo en aplausos. Bombas inteligentes y muertos con impericia. ¿Qué demonios resulta tan atractivo de la guerra?

Allí estaba ella, un cachito de mundo desamorado, polizonte en un planeta muy flaco, voltios goteando miel.

Su voz, la vibración de un maravilloso cuento, con leche y queso en la alegría de los pastores. Tras la puertecita de una vieja lámpara de pesca asomaba su sonrisa.

Voz melodiosa cuando el cirujano comenzó la tienta en mis heridas. Esperaba ver en la muerte a un tipo con bombín y la estrella de sheriff cosida al pecho. Pistoleras muy caídas sobre la cadera. Un rifle gritón.

Entreabrí los ojos. Ví la trufa negra de un perro, escuché un ladrido ronco y grave; ví la sonrisa de un tucán en los labios de una vieja menuda. Los volví a cerrar. La constelación de Pegaso relatía en una lámpara de neón. Deduje que vendría a por mí el malogrado Richey Edwards con un tranvía bajo el brazo.

El mundo se abría en peculiares coloraciones. Rasgué la tierra con las uñas. En momentos así, cuando desconoces si estás muerto, aunque las pirañas bastardean tu cuerpo y te sientes como un gato seco, como una bruja enterrada con clavos en la boca y en la ropa, tratas de dar regimiento a tus preguntas, tratas de romper las lianas que te envuelven, pero tu cuerpo fragua como el cemento y no puedes moverte. Deseas barbotear, tratas de sacar la locomotora que hiberna en tu interior. Es estéril. Recuerdas Iwo Jima, el Gurugú, las cargas de caballería de los cojonudos sioux.

¡Dadle maíz a la pantera!

Sí, estás vivo, en una única verdad, transplantado en un lugar salino y plástico, en un paisaje marciano, rodeado de uniformes verdegrises, de cadáveres cristalizados y arborizados. Abres los ojos y te topas con la fantasmática imagen de los rostros mórbidamente modelados flotando en los bancos de niebla.

Desconozco cuánto tiempo permanecí en aquel campo de batalla, dado por muerto, rodeado de pantanos y rapaces.

En algún lugar cercano, escuchaba a una cajita de bombones parlotear, magia de Marcolini, niños correteando entre los cráteres y las trincheras, teatralizando como bosquimanos entre las sendas de cadáveres, de romanos en su propio circo de amapolas.

Uno de ellos vocalizaba despacito, en un grajeo lastimero, le hablaba a los colores mulatos de su amigo invisible, allá entre una inapreciable madeja de hombres sucios matados por un discurso. Esas risas morenas y con frutas, rebelonas, que tanta nostalgia me provocaban.

Cuando yo era un pastel que se desmenuzaba en el regazo de mi madre. Y miraba hacia el cielo, con el poder limpio de los dibujos infantiles, con el tren especial de la inocencia. Y fabricaba la vida sin arreglos de mala muerte, sin aspirinas ni atajos. Yo era un estratega subido a una tapia, Rey de Esparta, tropa babilónica, enamorado hasta las tranacas de la bellísima Ana Colchero, deseoso de descortezar alguna fortaleza para liberar a mi Princesa de Éboli.

En la guerra, los dientes mueven el reloj. Volverán los gigantes de sus túmulos de piedra, vociferaba el comandante con una mirada postiza fija en una horca, cuando el campamento ya rechinaba como un nido de ratas. Mi humanidad, mi capacidad para amar, ya era por entonces una Belchite de quita y pon cuando en la noche, palpaba a mi propio fantasma, cabalgaba con patas de antorcha, disparaba contra las colinas negras.

Aquella chica embarazada, a la que al principio oteaba como un sarta de cicatrices blancas bailando sobre una cornisa, se derramaba en copitos de avena sobre mí desde las cuerdas mudas de su violín, limpiaba mi rostro con esmero ortográfico, me protegía del viento, de las emisoras con mediums. Olía a hierba, limón, albahaca, pimienta, soja y menta. Era una bienvenida vietnamita.

Hermoseaba de continuo sus palabras con la platería que envuelve al recién nacido. Pinchó las nubes para que yo bebiera, logró subirme a la grupa de un caballo de retuerta, feucho y tosco, desmaquillado, al que le colgaban unas goteras de colores sobre la frente.

Atravesamos el campo, que se mantuvo en un silencio de gusanos y hormigas traspapeladas, colocados así los cadáveres del mundo en una mesa de estrellas. Teatro de muecas, temblor de sables, adioses como carámbanos.

Pasamos bajo las pompas de los árboles, junto a los muertos haciendo tumbos en grandes fosas comunes. Las moscas destruían los ojos.

Era la tercera cava en una sola jornada. Cardenillo en la mirada de los aldeanos. Cristales rotos en cada cadáver arremangado. Pequeñas maquetas de seres que un día fueron arropados y acunados, besados y amasados.

Ella me acarició a lomos de aquel dragón mítico, me tranquilizaban sus siseos, su forma de ahuyentar a Herodes de mi pesebre. Mi mirada estaba en ella, en el tobogán por el que descendía el dulce aroma de sus pechos hasta mi garganta.

El caballo paseaba sobre la Luna, saltaba a la comba, se desgañitaba en las laderas. Las ropas de Marte desaparecieron de mis mapas. Era ella, ella y yo, éramos los dos únicos supervivientes de la destruccción de Troya.

Mi última imagen antes de caer herido: llevaba el sol en los hombros, el cielo aún no se había derretido, el hueso de la fruta seguía en mi pecho; nadie había volteado aún la tierra. ¡Antes de mirmidones fueron hormigas!: la voz de la fría ingeniería de mis superiores.

Notaba en mi paladar la sustancia secreta del león, el gran empellón del galeón cabeceando en la tempestad, las curvas de la sangre, los hombres abiertos como las tripas de un cigarro puro. Me vinieron a la mente el olor rojizo de los cipreses, los grandes hórreos de madera del caserío, aquel petón estruendoso enfrentándose a los cuervos antes de que se desayunaran el maíz.

Mi madre adecentando el uniforme negro. Mi abuelo, refunfuñando, en un mascullo de desaprobación, con la gumía en la garganta: su padre, sus tíos, habían nacido en un cerro cuando la persecución franquista: La sotana no adelgaza al demonio-me dijo.

El comandante Salazar nos aleccionaba continuamente: los pobres se acostumbran a la cadena perpetua; el soldado español, a beber espinos.

Y yo, orgulloso de obedecer el código del emperador, de luchar contra los escipiones, de la vida descapotable del soldado, comencé a cabalgar con la sombra torda del diablo por arrecifes de osos negros y menta.

"Y el gran Dragon, que tiene por nombre diablo y satanás y anda seduciendo a todo el mundo, fue arrojado a la tierra"

La guerra sobrevino cuando la poesía se convirtió en resonancia jíbara. Y volvieron las esvásticas nazis al carmín de los labios. La poesía, la literatura, las letras, las proclamas enselvadas, sustituyeron al arrendajo en sus mentiras. Cuando los niños, aterrados, pinataron puertas en las bocas de los monstruos. Y ojos en las ventanas. Cuando las flores se transformaron en electrodos.

Cardenillo en la mirada de todos. El tutsi es mas alto y mas claro que el hutu. Un millón de muertos en Ruanda.

Unos son rojos, los otros, azules. Un millón de muertos en España. Capulescos contra Montescos.

Enemigos de la libertad, repiten. Dios maldiga a Jefferson.

¿Dónde están los niños, crujientes como patos?

La guerra atrinchera las miradas, las finge enfermas, no existe munición en un amanecer, no puedes palpar las escamas de una noche, no alcanzas el confín de un abrazo seguro.

El tiempo cogió una carta de aquel montón de naipes y ví al reloj con la cabeza gacha. El calendario era una carcajada infame de Pol Pot. El humo de las pesquisas dio forma a los anillos del jaguar.

Aquella chica embarazada desapareció. Me enlazó con sus brazos, con su corazón de doce puntas. Se despidió de mí acomodando puntos suspensivos en el bronce antiguo de sus ojos. Nos volveremos a ver, ángel caído.

La guerra alcanzaba su final llevando por delante su macabra ecuación de armas, pieles y esclavos.

Cuando matas al anemigo, acuñas moneda.

El candelabro italiano

El sol cae azotado como las manzanas de un esclavo ante la fusta de su dómina.

La ciudad es una simiestra religión de ausencias, un desierto líbico donde tan sólo pueden apreciarse las lucecitas de los palacios y los asteriscos de la remota civilización.

El cementerio viste de esmoquin para la ocasión. La guerra espera a la luna llena para matar al oso.

Paso a galope ante un misil preparado en los rieles de lanzamiento. Resuenan los hierros como cacerolas nerviosas. Un ceñudo oficial instruye acremente a unos cuantos reclutas con los rostros atigrados y el alma jorobada. Los pellejos bajo el caquis del uniforme tiemblan con cada portazo de la artillería.

Algunos muchachos se aferran a sus fusiles para despachar el frío. Otros, bucean en el abretesésamo de los cañones dormidos, buscando el fondo, las píldoras, el ketchup que le falta al gas mostaza para completar la burger.

-Para este misil, la precision no es lo más importante. Si os quema, sopláis. Pensad que le mandáis al enemigo un poco de pan y unas cuantas fresas.

Cierro los ojos y contemplo el célebre botón rojo, imagino a algún chiquillo de estos, asmáticos y cagados, volando con aquellos obuses que dejan una larga cola de novia en los cielos. Estos petrimetres morirán con las primeras luces, me resigno, y descubro a dos adolescentes con pasamontañas tras el plan grueso de un tanque masturbándose el uno al otro con fruición y denuedo.

Los días escancian la sangre, el suero se cuaja, corre el vino y huyen las carretas. Las risas sinceras están desleídas en cada violencia, los muertos fondean en cualquier cordillera, los besos los sirve un barman en las despedidas.

La cárcel es un ahogadero de gentes.

Hay fusilamientos todos los atardeceres, matar se convierte en una orgullosa tradición familiar. Truenan los cerrajones en el campo, por delante el capellán despidiente y el mapa del censo nacional de lobos; las tres guerras con Cartago se resuelven en cuestión de minutos.

Llegan al cementerio hacinados y afollados en camiones que cascabelean y abroncan. Bajan con los renglones tachados en la lengua, en silencio, muertos como mofetas vivas. Después caminan amarrados unos metros con la cadencia del paseante espacial, tornándose los minutos en cuestas interminables, viendo la piel gruesa de los fantasmas agitando el capote. Contra el muro.

Se cogen todos de la mano. Dénse la vuelta. Los fusiles se preparan en línea para apitonar. Las botas escobean antes de fijarse al suelo. Asesinos encurtidos en el mal se echan la picadura a la cara.

Alguien siempre llama a Dios entre alaridos antes de escuchar la vomitona. La palabra "caridad" trata de escapar del cordón de militares que rodean la explanada.

Se deja oir un barboteo, algún gemido. Después, los latidos rezados. Las catedrales caen bajo el timbre de las nubes. Chispas comestibles saltan a la noche tímida. Zambombazo. Otra echadura de muertos.

Los matarifes intrusan los bolsillos de los fusilados: Esto es lo que entienden, la cirugía de las armas.

Ya nadie puede arreglárselas con los abogados.

Una noria de carcajadas indignas.

Una estampería de milicianos, arropados con la luz superviviente de unas mazas impreganadas en gasolina, resinan una excitación eléctrica en el viejo adarve de la antigua fortaleza. Beben anís para poder respirar. Son bisexuales y biscotes, boyeros y machos cabríos. Juegan a la guerra con barajas francesas, disfrazados de reptiles, con la mirada carnívora aprendida.

En la explanada, bajo un viejo templete de música, el comandante Salazar, rodeado de las orejotas inquietas de sus perros grifones, sigue el curso de las operaciones militares, arremolinados junto a él hombres chirriantes y tatuajes azules. Salazar viste de civil, como un amish norteamericano, tirantes, sombrero penante, telas oscuras. Ha mandado colocar, como cada atardecer, un equipo de megafonía. Quiere compartir la belleza de la música con el enemigo.

Cierra los ojos y comienza a gesticular moduloso.

Los soldados murmuran en sus filas. Salazar cabecea e inicia un curso de rastreo incómodo. Todos callan.

Comienza a sonar uno de los romantics classics de Julio Iglesias: I want to know what love is.

Salazar advierte mi presencia, vamos a cumplir con el ritual del té, susurra en femenino, así me requiere con un movimiento de mano mientras gesticula y se retuerce con la melodía. Entra en éxtasis.

El fuego de artillería conquista las colinas, hace escarabajos en la vegetación, sin pedir ni dar tregua, como aquellos gallos jerezanos que tan sólo buscan vencer a navaja. Las colinas y montañas están batidas y rotas, como el mar embravecido, con las olas espumosas y frías de las bombas. Un baile expresivo, la ballena se desangra mientras las tropas tiran de la estacha. Lloran las retinas de los ríos, las montañas honestas en amasijo de harina.

El enemigo responde desde el tanteo, con pareados de plomo, oculto en cualquier costilla, desde falsos jardines.

Finaliza el tema. Los morteros continúan vomitando fuego.

Salazar vuelve en sí. De repente, vocifera desde su reino bárbaro: ¡En las montañas no hay camas ni pasteles, hijos de puta! ¡La única salida que os queda es entregar las armas!

Chasquea los dedos. Dos soldados conducen a una joven prostituta hasta él.

Él no la mira.

—Sí, ya lo sé, Cortés, nos retiramos, lo sé. Esto es un bostezo de ejército, y esos cabrones que son percebes, sin ojos ni corazón, nos ganan la guerra.

Perdemos esta mierda de guerra, Cortés, lo huelo. Huelo a amoníaco constantemente. Huelo el cáncer. Sí, no se sorprenda usted, Ave Fénix, el cáncer huele a amoníaco, y yo lo huelo con la boca.

Acaricia los pomos de sus pistolas.

Asentí.

Ahora sí, mira y remira a la chica. La observa con gesto inapelable. Entonces, cachea las tetas lloricas de modelo hambrienta y le coloca un pitillo en sus labios de barbacoa.

—Ahí donde la ves, Cortés, ésta tiene pulmones de lobo.

Y cabotea por el cuerpo de la prostituta, que se mantiene firme y temblorosa.

Hace una acometida parvularia y le rompe la blusa de un mordisco.

—¿Esto que és? –grita a sus hombres señalando las nalgas de la joven.

—Un culo masticao, apaleao. Ni mis pirañas lo quieren.

El paréntesis se hace incómodo.

-Pegadle dos tiros. Cortés, amigo mío, tengo un encargo para usted.

Se llevan a la puta y la veo alejarse conducida a rastras entre gritos y sollozos.

—Usted dirá, mi comandante.

Pasa su mano por mi hombro.

-Mañana comenzamos el repliegue, abandonamos esta posición. El Marqués de Ayuso me ha transmitido su deseo de hacerse con un candelabro italiano y he pensado en usted para hacerse cargo del asunto. Estamos hablando de mucho dinero.

—¿Candelabro italiano? No entiendo, mi comandante.

En ese instante, ella caminaba por la inmediata calleja. Mi corazón dio un vuelco. Me olvidé del comandante, de la guerra, de aquel olor a entrañas de bacalao.

—Precisamente, Cortés. He ahí que la Divina Providencia se ha aliado con usted. Embarazada....es perfecto....

Me dirijo hacia ella, nos miramos, nos besamos con los ojos, las sonrisas matan la atrocidad, forman un artefacto de arte mágico.

Saco mi pistola, le muestro reverencia y comenzamos un improvisado baile medieval de las antorchas. Describimos círculos, nos agitamos, acaricio su tripa, dialogos bestiales sin hablarnos, le paso la pistola, ella campanea sus caderas, el viento bota en nuestras caras, las sonrisas ya son risas y violan las leyes, y hablan el bubi y hablan como el fuego volviéndose avispa.

Salazar se abre paso como un relámpago y vocifera con sorna.

—Cortés, prenda a esa fulana y tráigala aquí. El señor marqués ya tiene candelabro italiano.

Me vuelvo hacia él y armo los dedos como si aún estuviera empuñando el arma.

—Que nadie se acerque a ella o lo mataré. Atrás, atrás.

Salazar palidece y entra en cólera. No acierto a descifrar lo que me grita.

Veo en mi mano desarmada las fauces del lobo acometiendo desde la madriguera.

Mis músculos se tensan, los fusiles se erizan y me amenazan.

Una detonación tras de mí me rempuja hacia el suelo y caigo arrodillado.

Lloro cuando hilos de sangre se entrometen en los arcos de mis pierna, entre los dedos de mis manos.

Me prenden enseguida y me apalizan.

Cuando despierto, las tropas se han marchado. Acaba de amanecer.

Ella está atada de espaldas a una ventana. Está muerta porque por fin le grito, le suplico. Y no se mueve.

Le han clavado un papel en el vientre, que reza así: "Si quieres saber lo que es un candelabro italiano, Google".

A Virginia Muriel, a su espada, en su lucha con los demonios.

J. DELGADO-CHUMILLA

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