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Dos preguntas

La cuestión catalana –como así se le conoce en los foros politólogos al licor separatista- invita a la crítica a reflexionar sobre los pros y contras que entrañan las preguntas a las estructuras democráticas planteadas por el líder de Convergència y sus aliados. La libertad de la política está limitada por las barreras del Estado de Derecho. Es precisamente el pacto social de Rousseau el que sirve a los humanos para poner obstáculos voluntarios a su libertad de movimientos.

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Sin dicho acuerdo colectivo –o, dicho en otros términos, sin el compromiso ciudadano al sometimiento voluntario de las reglas de juego democrático- los Estados se convierten en lugares inseguros, gobernados por el ordeno y mando de los tiempos absolutos. Para garantizar el orden establecido, el respeto al ordenamiento jurídico se convierte en condición necesaria para garantizar la eficacia del Estado de Derecho.

Las preguntas que Mas y los suyos han cocinado para ser servidas al "pueblo catalán" no tienen cabida en nuestro comedor normativo. Las comunidades autónomas, como ustedes saben bien, no están legitimadas para preguntar a sus ciudadanos acerca de cuestiones soberanistas. Por ello, con los mimbres que tenemos sobre los tapetes de Hispania, no tiene sentido "perder el tiempo" con tales menesteres sin contar, previamente, con los instrumentos adecuados para ello.

No tiene sentido, les decía, porque saltarse a la torera los preceptos constitucionales es lo mismo que atentar contra las reglas de juego acordadas por la mayoría, o sea, por nosotros. Sin embargo, el Estado de Derecho debe cambiar de conformidad con el devenir de los hechos mundanos.

En días como hoy, la Constitución se ha convertido en un florero más de los estercoleros políticos. Un florero más, decíamos bien, que necesita algún que otro retoque para recuperar su función en "el encaje autonómico".

Llegados a este punto, cabe que nos preguntemos: ¿se debería cambiar la Constitución para permitir la consulta separatista? ¿Nos interesa al resto de los españoles que el "pueblo catalán" manifieste en las urnas sus sentimientos separatistas? ¿Qué consecuencias tendría para nuestra "marca España" tener en su estrofa un "verso suelto", huérfano de rima?

Aplicando el sentido común, como diría mi viejo amigo Antonio, estamos edificando "la casa por el tejado". La Constitución Española, la misma que todos los diciembres celebramos, se distingue por su consenso, rigidez y ambigüedad. Es, queridos lectores y lectoras, la "ambigüedad" de algunos de sus capítulos la que sirvió de licor para que el proyecto se pariese en los paritorios adolfinos.

Hoy, treinta y tantos años después de aquella "ambigüedad" en la redacción de sus preceptos –con la intencionalidad de acercar posiciones entre las partes nacionalistas- se ha convertido en el cáncer que recorre la savia de sus huesos.

La redacción y planteamiento del capítulo referente a "El Estado de las Autonomías" adolece de la inconcreción que estamos criticando. Desde los ecos republicanos, en la Hispania de Rajoy siempre ha habido "comunidades de primera" y "comunidades de segunda".

Las alianzas parlamentarias, tanto en los periplos aznaristas y felipistas, han cocido a fuego lento la "patata caliente" que hoy nos incomoda. Estamos, en palabras del camarada, recogiendo los frutos de las diferentes semillas. Diferentes semillas que, con el paso de los tiempos, ha convertido los prados del Derecho en una mezcla anómala de palmeras y limoneros.

Llegados a este punto, es de vital necesidad abrir un proceso reconstituyente para pulir, de una vez por todas, las "ambigüedades constitucionales". Ambigüedades interesadas por todos los firmantes con el objeto de salvar a la España de entonces, de las sombras del Generalísimo.

Solamente así, limando las asperezas que se quedaron en el tintero, podremos mirar para nuestros adentros y repensar, con los ojos de la crítica, la España que queremos. Una España repensada, tanto por españoles y catalanes como por españoles o catalanes, para ser reconstruida con las voces ciudadanas.

La nueva Constitución debería distinguirse por los rasgos de "concreción" y "flexibilidad", en contraposición con los de "ambigüedad" y "rigidez", que son los que tenemos. Una nueva Carta Suprema concreta y flexible serviría para que los catalanes expresasen sus sentimientos internos y el resto, nosotros, expresemos los nuestros como compañeros "legítimos" de piso.

Ahora bien, ni a Rajoy ni a Rubalcaba –tanto monta, monta tanto- les interesa el proceso reconstituyente. No les interesa porque ello supondría más democracia y menos poder para su silla y, al mismo tiempo, supondría más miedo para sus sueños ante la pérdida inminente del último de sus feudos.

El último bastión territorial duele, tal y como nos ocurrió en los tiempos decimonónicos. Por ello, por el miedo de algunos y por intereses económicos de otros, más de uno desearía que nunca se hicieran las dos preguntas "malditas".

ABEL ROS

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