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El lado oscuro de la mente: Salvador Dalí (1)

A la hora de iniciar la presentación de uno de los grandes artistas españoles como es Salvador Dalí, casi de forma inmediata, me viene a la mente un hecho que curiosamente no lo he visto comentado en otros autores: se trata del paralelismo que tiene el inicio de su vida con el de Vincent van Gogh.

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Recordemos que Van Gogh era hijo de un pastor protestante, cargo que ejercía en un pueblecito en el sur de los Países Bajos, que es la otra denominación de Holanda. Nació a mediados del siglo diecinueve: el 30 de marzo de 1853.

Sobre su infancia hay un hecho significativo: vino al mundo exactamente un año después que el primogénito de la familia, al que sus padres le habían puesto también el nombre de Vincent, y dado que que nació muerto, fue enterrado en el pequeño cementerio protestante que rodeaba a la capilla, el mismo lugar en el que estuvo Van Gogh jugando durante su primera infancia. Esta circunstancia dio lugar a que, según muchos de sus biógrafos, fuera el origen del desequilibrio mental que le acompañó a lo largo de su vida, hasta que puso fin a ella el 27 de julio de 1890.

Pasemos ahora al pintor español. Salvador Dalí nació en Figueras, el 11 de mayo de 1904. Su padre, Salvador Dalí i Cusí, abogado y notario de la localidad, estaba casado con Felipa Domènech i Ferrés. Ambos tuvieron un hijo al que bautizaron como Salvador, ya que era tradicional hacerlo por entonces con el nombre paterno. Este niño falleció pronto de un catarro infeccioso.

Pues bien, esta pareja, al igual que la formada por los padres de Vincent van Gogh, tuvieron la “genial” idea de que el hijo que nacería tras la muerte del primogénito volverle a poner el nombre del fallecido. Inevitablemente, este hecho marcaría la existencia de Dalí, ya que cuando cumplió cinco años, los padres lo llevaron a ver la tumba del hermano muerto y que tenía su mismo nombre escrito en la lápida. Para remate, su padre le indicó que “era la reencarnación de su hermano”, algo que, como es lógico para un niño pequeño, creyó a pies juntillas.

Pero la obsesión por la muerte que le acompañó a lo largo de su vida no la encauzó como Van Gogh a través del sentido de la culpa y del deseo de erradicar la pobreza del mundo; Dalí quiso ser famoso y también rico a toda costa. Ambas cosas, como sabemos, las logró.

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No sé si la fama y el dinero le hicieron muy feliz; lo cierto es que el peso de la lúgubre idea de la muerte le acompañó a lo largo de su vida. Como ejemplo de ello, podemos ver su obra El caballero de la muerte, óleo pintado en 1935, en el que, con un fondo cerrado de cipreses, la muerte cabalga sobre el esqueleto de un caballo. Y como sería habitual en sus obras, los largos y lejanos horizontes aparecen como trasfondo de los sueños que no se dejan apresar.

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Saber desde muy pequeños que caminamos irremisiblemente hacia la muerte, da lugar a que la realidad se contemple como frágil y volátil, sin la solidez que pudiéramos percibir de la materia rocosa en la que asentamos los pies. Pero es que el paso del tiempo se vivencia como una ingrata compañía que no deja avanzar con tranquilidad.

Esa insustancialidad, ese tiempo que constantemente se va de las manos, esa memoria que se deshace, parece ser que se manifiesta en uno de sus cuadros más conocidos: La persistencia de la memoria, lienzo pintado al óleo en 1931, y que, en la actualidad, cuelga de las paredes del MoMA, es decir, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.

Regresemos otra vez a la infancia. Como suele suceder en los grandes pintores, desde muy temprano comienzan a manifestar dotes de precocidad. Es lo que sucede con Salvador Dalí que con solo trece años se detectan sus grandes cualidades en el cuadro La abuela Ana cosiendo.

Cinco años después, instalado en la Residencia de Estudiantes de Madrid, ciudad a la que acudiría para estudiar Bellas Artes, traba amistad con Federico García Lorca y Luis Buñuel. Por aquellos años alternaría la pintura con la literatura. En algunos de estos escritos se empiezan a ver los rasgos surrealistas del famoso método “paranoico-crítico” que él predicaría.

Para entender el surrealismo hay que remitirse a la obra de Sigmund Freud, padre el psicoanálisis, teoría que defiende que por debajo de la parte consciente y racional del individuo se encuentran presentes los deseos e impulsos no satisfechos más íntimos y que la forma de llegar a ellos es a través de un análisis introspectivo. Lo de “paranoico-crítico” es un término de la propia cosecha de Dalí, que podríamos decir que le pegaba bien tanto a su obra como a él mismo.

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Así, esta tercera obra que muestro puede ser un ejemplo de lo indicado anteriormente. Con el título de El hombre invisible, realizada entre 1929 y 1933, se aproxima a los descubrimientos de la pintura de Arcimbolo, pintor manierista del siglo XVI, que componía figuras con objetos diversos.

Aquí aborda por primera vez el tema de la imagen doble o invisible. Lo cierto es que, de algún modo, fue una obra un tanto frustrada, puesto que la abandonó y no la llegó a acabar en el año indicado. Es un ejemplo de ese mundo “paranoico-crítico” daliniano generado a partir de material procedente de los sueños.

A su llegada a París en 1929, contacta con los surrealistas franceses que se encuentran capitaneados por el escritor y crítico André Bretón. En ese mismo año se estrena Un perro andaluz, película dirigida por Luis Buñuel, con el guión que realizaría el año anterior con Dalí durante el verano que pasaron juntos en Cadaqués.

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También, en el año 1929, pintaría un lienzo que en la actualidad se encuentra en el Museo Reina Sofía de Madrid. Se trata de El gran masturbador. En esta obra se reflejan las obsesiones del autor por el tema del sexo, inscrito dentro del surrealismo más puro.

Como no podía ser de otro modo, es una expresión de los deseos ocultos del propio autor, que, por otro lado, también estaba obsesionado con la idea de la locura. Sexo, locura y muerte: un cóctel explosivo que configuró su carácter histriónico y que el propio Dalí se encargó de cultivar.

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Seis meses antes de que estallara la Guerra Civil española, acabó un cuadro que inicialmente llevaba por título Premonición de la Guerra Civil. Posteriormente, le antepuso la denominación de Construcción blanda con judías hervidas.

La obra recuerda, en cierto modo, a otra de Goya titulada Saturno devorando a sus hijos. En este caso, nos encontramos con dos seres deformes. Del superior, con rostro angustiado, destaca una enorme pierna y una forma que recuerda a un pecho o a un pene que es estrangulado por una especie de monstruo amorfo que se encuentra debajo del primero.

Cierto que la obra es angustiosa; pero lejos del compromiso que tuvieron sus amigos Lorca y Buñuel durante el levantamiento contra la Segunda República por parte de las fuerzas conducidas por Franco. Mientras Salvador Dalí defendía la causa franquista, Federico García Lorca moriría vilmente asesinado y el segundo defendería activamente la legalidad de la República, hasta que derrotada se exilió en Méjico, donde continuaría su genial obra cinematográfica.

No es de extrañar que, tras la terminación de la contienda, Salvador Dalí estuviera tranquilamente instalado en Cataluña e, incluso, pintara un cuadro por encargo del dictador con la temática de su nieta Carmencita montada en un caballo. No debemos olvidar que para Salvador Dalí el dinero era una de sus grandes pasiones, y, lógicamente, hay que saber arrimarse a quien tiene tanto el poder como el dinero, para lograr la ansiada fama.

Pero la vida de Salvador Dalí fue muy larga, ya que alcanzó hasta 1989, por lo que nos queda todavía bastante que conocer tanto de ella como de su extensa obra.

AURELIANO SÁINZ
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