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Giotto

Giotto di Bondone, nació probablemente en Colle de Vespignano, cerca de Vicchio del Mugello, un pueblo cercano a Florencia. Algunas fuentes sostienen que su verdadero nombre era Ambrogio o Angelo, de ahí "Giotto", como diminutivo de Ambrogiotto o Angelotto. Puede que naciera en 1266 o 1267, dado que según el cronista florentino Antonio Pucci, murió en 1377 a los setenta años de edad. En cualquier caso, estos datos no son sino simples entretenimientos para el fin que persigo.

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Cualquiera que haya contemplado la Cappella degli Scrovegni en Padua podrá captar rápidamente la tesis que radica en este escrito. Una pequeña capilla ornada de frescos en los que se muestran las historias de Cristo y la Virgen, y en cuya contrafachada se encuentra un excelso Juicio Final, es el escenario que con asombrosa clarividencia, Giotto pintó, bajo el encargo realizado por Enrico degli Scrovegni.

En apariencia, esta obra tuvo como interés fundamental limpiar, fijar y dar esplendor a los Scrovegni, usureros de pro, vituperados por Dante Alighieri en su Divina Comedia. Sin embargo, y por asombroso que pudiera parecer, el auténtico y oculto designio de estos revolucionarios frescos no ha sido y no será más que representar a Córdoba.



En efecto, lo revolucionario de la pintura de Giotto no fue sino sustituir las planas formas medievales por construcciones en perspectiva, es decir, el juego de las proporciones. Pero no solo es esto sino que, al igual que el establishment cordobítico, sus figuras aparecen constreñidas por atuendos graníticos, pesados, fijos, inmóviles. Los Scrovegni de nuestros pagos no son necesariamente usureros, pero su moral es miserable, ruin y mezquina. Su argentina máscara cubre una carcasa pútrida de servidumbre.

El patetismo de las expresiones que nos evoca Giotto es inconfundible en escenas mil veces repetidas y nunca agotadas. El sacrificio ritual de los mesías se sigue de un entierro de vehementes afectos, de dolor, tristeza y melancolía.



Manierismo en los sacrificios de los héroes. Multitudes siguiendo a cadáveres; Manoletes a miles seguidos de cortejos compungidos. Y, sin embargo, la ciudad se muere poco a poco y ni una sola lágrima se pierde por ella. Sólo se lamenta la muerte de cristos de estraza y filigrana, de toreros y marqueses, de folclore y campanillas.

Y yo, como buen cordobés, sigo siendo parte del problema y no de la solución. Quizás algún día llegue el Renacimiento que nos prive de las marmóreas vestiduras que nos impiden abandonar la edad oscura. Va por Islero.

ENRIQUE F. GRANADOS
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