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La corrupción (y III)

Hemos comentado, en los dos artículos precedentes, que la corrupción está afectando de modo gravísimo a la esfera política (tanto a los partidos como a la gestión pública) y la hemos intentado encuadrar en un contexto social que explica no sólo su tolerancia y justificación, sino también su propagación a partir de determinados hábitos arraigados en el comportamiento de una parte significativa de la sociedad española.

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Parece que la coexistencia de múltiples formas de chanchullos e irregularidades en lo cotidiano, de cualquier graduación, abona o facilita también la corrupción entre los estamentos más elevados y cualificados de la sociedad, dando lugar a esos escándalos por saqueo de las arcas públicas mediante la expoliación de las instituciones que protagoniza la casi totalidad de las formaciones políticas que integran el arco parlamentario de este país, arco que en realidad se reduce a cuatro o cinco partidos con posibilidad de gobernar alguna instancia de la Administración (local, comunitaria o central).

Y concluíamos esos comentarios apelando a la implicación de todos los ciudadanos a la hora de combatir tan nefasto mal de nuestro modo de convivencia, ya que sin la participación de todos los componentes del cuerpo social sería imposible la erradicación de la corrupción de forma absoluta.

Además de la transparencia en la gestión pública (publicidad sin restricción de todos los procedimientos) y del control riguroso de cuantas cuentas administren fondos procedentes del dinero de los contribuyentes (constantes auditorías internas y externas y conocimiento público de ingresos y gastos reales), quedaba claro que sin una profunda regeneración cívica el problema no quedaría resuelto completamente.

Era imprescindible –insistíamos- una “tolerancia cero” frente a cualquier forma de corrupción, independientemente su tamaño, si la voluntad es la de extirpar definitivamente ese mal de nuestra sociedad.

Sorprenderse y alarmarse por la “alta” corrupción y consentir y silenciar la de “baja” intensidad (pecata minuta) como si fuera, por su insignificancia, algo inevitable y normal, es “engordar” un fenómeno que crece en descaro y avaricia, precisamente por esa “complicidad” con que es tolerada en nuestro entorno más cercano. Cortar de raíz lo que alimenta desde su nacimiento la corrupción en el tejido social es cercenar las posibilidades de que esta hidra crezca insaciable hasta alcanzar el tamaño de esos casos de corrupción que hoy tanto nos preocupan y alarman.

Debemos asumir individualmente nuestra responsabilidad ante el fenómeno de la corrupción. Su envergadura y extensión ya no permiten la indiferencia de nadie, y menos de los honestos y honrados ciudadanos que cumplen con sus obligaciones y son respetuosos con las leyes, a los que la corrupción o bien les detrae recursos o bien les suprime servicios por el saqueo que comete en las instituciones que deberían prestarlos.

Justo en estos tiempos en los que la austeridad es una necesidad vital para la prestación de los servicios públicos a que estábamos acostumbrados, debemos extremar la vigilancia ante las sospechas de corrupción y exigir la transparencia y el control que venimos reclamando.

Pero queda un paso más. Resta nuestra responsabilidad en la elección de nuestros representantes en la política. No podemos ni debemos confiar ciegamente en personas que ni siquiera ocultan su intención de aprovecharse de las instituciones cuando las conquisten en virtud de su trayectoria histórica y personal.

Entre tanto no se permitan las listas abiertas de candidatos, deberemos ser exigentes y escrupulosos a la hora de votar en unas elecciones, sean generales o parciales. Si ningún candidato merece nuestro respaldo, el voto en blanco –no la abstención- sería la opción apropiada para expresar nuestro rechazo y nuestra desconfianza por la oferta electoral. Una mayoría de votos en blanco obligaría a repetir las elecciones y sustituir a los candidatos.

El amparo de unas siglas no garantiza la idoneidad de ningún candidato, aunque parezca responder a la opción política que preferimos. Votar requiere conocer, aunque sea someramente, a las personas que se prestan a representarnos, y asegurarnos de que, de antemano, no albergan más intención que la de ejercer de servidores públicos para satisfacer las necesidades de los ciudadanos. Su biografía y la trayectoria profesional nos brindan esa oportunidad de conocimiento mínimo necesario de quienes nos piden el voto y solicitan nuestra confianza.

Siendo tan trascendente el “contrato” que rubricamos cuando votamos, no se entiende que entreguemos las “llaves” de los dineros públicos y el “poder” para manejar las instituciones a su antojo a personas como Jesús Gil, José María Ruiz Mateos o –por poner un ejemplo reciente, aunque fallido- Mario Conde en sus aventuras políticas, refrendadas por los ciudadanos que los auspiciaron.

O esos otros que, a pesar de estar imputados por la justicia, siguen mereciendo nuestra credibilidad. Ninguno de ellos provenía con un historial que careciera de “avisos” de lo que iban a hacer cuando administraran nuestros recursos: esquilmarlos en su sólo beneficio.

De ahí que, en conclusión, debamos exigir mayor control y absoluta transparencia en la esfera de la política y la gestión pública, regeneración cívica en la manera en que nos comportamos colectivamente y responsabilidad individual en la elección de las personas en quienes depositamos nuestra confianza en las urnas.

Del compromiso que asumamos en cada uno de estos niveles de responsabilidad, dependerá la permanencia o erradicación de la corrupción de nuestra sociedad. Es un asunto complejo y difícil que demanda nuestra atención. No miremos hacia otro lado y luego nos sorprendamos con la aparición de un nuevo caso. Usted será tan responsable como el que vacía sus bolsillos.

DANIEL GUERRERO
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