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Pañuelo

Despertó, pero seguía atrapado. Habían procurado los creadores del laberinto que fuera imposible salir de allí siendo la misma persona que cuando entraste. No podía recordar nada. Aquel miedo formaba un nudo en el pecho. La sensación de haber sido el mayor de los estúpidos. No era soledad. De la noche a la mañana, se trasformó en comodín sin darse cuenta.

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Tiene una definición sencilla. Cuando no se tiene nada mejor, ahí estaba él. El pañuelo de lágrimas para unos y otros. Le encantaba ayudar, sentirse útil. A veces se preguntaba si era muy inocente, al estar dispuesto siempre a echar una mano cuando alguien lo necesitase. Escuchar, intentar, en la medida de lo posible, que los que estaban a su alrededor vieran que siempre podían contar con él.

Pero la vida siempre ametralla con sus leyes. Salió fuera a estudiar, intentar ser alguien. Cuando volvió, ya nada era lo mismo. Siguieron con sus vidas, conocieron a otras gentes, eso es inevitable. Sentirse mal por ello era como protestar porque la gente respire. Pero él siguió siendo ese eterno desahogador.

Era como pedir el favor de mantener una amistad que tanto le aportó años atrás. Ahora le aportaba de vez en cuando. Por ello, creía que merecía la pena aún. Echaba de menos que, de vez en cuando, alguien se ofreciera a escucharlo. Variar los papeles. Cuando tuvieran un hueco en sus vidas. No creía que fuese mucho pedir.

Era muy consciente de que no verse no era sinónimo de no echarlo de menos. Pero por mucho que se intentara animar, las paredes del laberinto son muy altas. Aunque no se le escapaba que, por muy grande que fuera el problema, seguirían estando cuando de verdad los necesitase.

Por ello, eran los únicos que podían decir que le conocían de verdad. Hay que reconocer que esperar a tener un problema para que la gente se te acuerde de ti es una... Bueno, no existen adjetivos para definir eso.

Era llevadero. De vez en cuando, volvían esas charlas, esos momentos en los que los nubarrones de la cabeza desaparecían. Eso le hacía volver a casa con una sonrisa. Podría decirse que le salvaron la vida esos minutos y la literatura. Soltar todo en un pedazo de papel, por miedo a que lo tomaran por loco si aquellas líneas se trasformaban en palabras.

Todo esto invadía su cabeza cuando llegaba a esa ciudad. Era poner los pies en su estación de trenes, remodelada para estar acorde con las nuevas tendencias que suponían una patada en los huevos a la antigua fachada, y su cabeza no parar de crear imágenes de todo tipo sobre cómo encontraría a la gente.

Le quedaba bajar del tren, caminar hasta llegar a casa. Una vez allí, prepararse de cena su propio orgullo y llamar. Cuando un grupo de personas te importa de verdad, cuando has vivido tanto y compartido aún más, no hay lugar para echar las cosas a la cara, si acaso hablarlo como debe ser, con calma, para no decir cosas que no se sienten, y que pueden herir como puñales.

Cuesta un mundo, pero si algo debía morir o, al menos, dejar de ser como era, él tendría la conciencia limpia que hizo todo lo que estuvo a su alcance para impedirlo. Suena el teléfono…

CARLOS SERRANO
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