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Los muertos no amarillean la salsa

Mi Guerra Civil terminó hace algunos años ya. Conducía mi vehículo y me detuve ante un semáforo en rojo, rojo bofetón, rojo canica, como el que se encuentra una brecha en los calzoncillos. Imagínense. Tórrido verano cordobés, brutal y artesonado. Vi a un deportado, a un africano de viento, acostumbrado a las heridas. De estas criaturas que se nos antojan muebles de una cueva repleta de vapor. No parecía vacío, no debía sentirse ni chicharrón ni granizo. Era azul, sonrisa de ginebra cálida, parecía el carpintero de los Tiempos.

Vendía pañuelos de papel vestido de mantilla y con camisa de frutas. Ahí lo decidí. El semáforo ahorcaba los segundos y mi arcilla se derretía tras las venas. Observé a aquel hermano que llevaba el alma escotada, lo vi alejarse, ordeñando su propio museo de sonrisas.

Tomé uno de esos pañuelos de papel y me arrebaté del rostro la Guerra Civil. Me quité la chaqueta de pana del semblante y la bocina de los payasos. Prefiero dar de comer a las gallinas o excavar piscinas, como hiciera Clint Eastwood. Me voy a la sombra, a otra región donde eructar el pepino y las navajas. Desde entonces, no bebo nada que sea grosero. Bebo para otros signos y brindo por los ovarios. O por los "omuchos".

Hace varios años conocí a una niña que cambió mi vida. Era agua de lluvia poniéndose en pie; era un ser maravilloso cargado de pasajeros felices. Era mi Nonita, la niña a la que prometí que algún día llevaría a la grupa de un caballo blanco.

Se llamaba Manoli García de la Torre. Murió a la edad de once añitos, un maldito Día de San Juan. Lo hizo como solo lo hace la gente grande, como solo lo hace una orquesta que come mucho: con alegría, con fuerza, como un camión bajando un tobogán.

Ella me enseñó que los relojes no existen: son la camiseta interior de los domingos. Sus ojos eran vivaces, gobernaban las sonrisas, hacía que los pájaros fuesen de azúcar y las luciérnagas las cortinas de todo el campo.

Nació con una enfermedad asesina que la postró en una cama durante años. No hablaba, no podía moverse. Pero sonreía, sonreía chillona, encendida, sus ojos se desataban y hablaban por los codos. Su sonrisa era el piñón gigante de una bicicleta de juegos.

Luchó y luchó sin contarse, sin contar los días de su propia nación, sin ajustarse a ninguna mira telescópica. Vivió feliz siendo niña grande compuesta de blanco, casada y alegre sobre una tapia, sin guantes, contemplando el atardecer.

Y yo me dí cuenta de que se puede, se debe vivir en pendiente. Se puede prever en qué río de Venecia quieres hallarte, en qué tela quieres dejar las córneas y soñar. De ella aprendí a admirar el hierro de las paces; de ella aprendí a no ver techos en las conquistas. Y siempre te estaré agradecido por ello, por demostrarme cómo un alfiler pinta igual que si lo hiciera un pintor con la mirada.

Para mí, la Guerra Civil se acabó. La Historia de mi vida es un anticiclón, un cafelito de azulejos, porque yo la miro desde el balcón que quiero. Hablar de la Guerra Civil española es hablar de un hidrocarburo dirigiendo su finca contra el serrín de cada casa; es hablar de un sol partido por la mitad y escondiéndose en una Samsonite de plata; de la soledad de una cabaña en la alta montaña cuando el escritor amartilla la escopeta para matarse ante un almanaque.

Yo tuve mi temporada guerrera, tuve mis estrías colgadas del palo más gordo. Forré a saltos todos los termómetros que no estuvieran conformes conmigo. Mi herencia eran los pies de un criminal, el desprecio, el empacho del estómago. Heredé enemigos sin saberlo, me apropié de la escritura de otra casa, ya derruída. Quise ocuparme de la hipoteca pegando lazadas a los fantasmas, siguiendo a las liebres.

Y no fue mi guerra, yo no embestí, yo no me gradué en ella, no fui perro tieso ni comí barrancos. No hablaré a mis hijos del plomo ni de las insoportables huellas del elefante. No le mencionaré a las mulas haciendo coro con la letra muy chiquita. Les hablaré del sake japonés, de las poleas, de las yemas de Santa Clara y de la transfusión angélica del vino montillano.

Les hablaré recio de un tatarabuelo guapo que desapareció con la pomada, que probó la sopa para ver si tenía sal, que lo tumbaron como a una palmera en un reparto desordenado. Les hablaré del terreno llano y de cómo han de marcar en el teléfono.

Aquella fue una guerra de perturbados, de alambres sin ninguna proteína, sin fonemas. La guerra española fue el asador de los tontos, el diccionario de las fiebres, la barraca de los jurásicos. Fue una matanza puercamente hecha de espaldas. La somnolencia de las bestias. Pelagatos que cambiaban de pluma, que vivían de balde, amarillos burdos, estandartes repletos de abejas.

Y yo he bebido de esa lejía que otros me han inculcado, porque el mundo es meter o poner, tacaño, óxido, segundo cada segundo; las minorías hablan, las minorías catan el melón. Las minorías se adueñan de galaxias y autopistas. Has de odiar, has de repudiar, has de comerte el algodón y follarte los espacios.

No. No. No.

Mi mundo no es el rozón ni cagarme en los jardines. El peor de los daños que alguien puede hacer a una persona es rematarla con estribillos y presentarle unos hechos históricos a un solo golpe de claqueta.

La Historia de cada lomo de tierra, de cada dulce de caramelo, de cada yegua madrina, de cada empuñadura de la heroína refinada es la histeria del dado falso y del ladrón al que se le cae el chocolate de la galleta.

La Guerra Civil española es ese depósito de cadáveres donde el país entalega desde hace décadas sus frustraciones y sus odios. Hemos destruído puentes, seguimos arrinconando la decencia. Muertos no hay más que uno, y todos sus cuerpos son solteros.

Ahora más que nunca, tengo la sensación de que la Historia es ese paisaje rocoso, es esa buena sandalia, es la estatua sudorosa y cobarde que no nos atrevemos a mirar. Mis muertos volvieron ya a casa. Todos… han vuelto ya a casa.

A Manolo y Loli, del Bar García, unos padres valientes y maravillosos, de los que siempre he estado orgulloso por dar a conocer a este mundo esmirriado a un ángel de luz como Manoli.

J. DELGADO-CHUMILLA
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