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Arte, capitalismo y especulación

En los anteriores artículos, dedicados a entrever el camino hacia la locura de Vincent van Gogh, hablaba de que a lo largo de su vida no había vendido ninguno de los numerosos lienzos que había pintado. Bien es cierto que, en 1890, unos meses antes de suicidarse, recibió una carta de su hermano Theo, galerista y marchante de arte, en la que le comunica que Anne Boch, residente en Bruselas, había adquirido su obra El viñedo rojo por 400 francos.

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No se tiene seguridad de que esto fuera cierto, puesto que, como indiqué, una de las crisis sufridas por Vincent aconteció cuando fue a París a conocer a su sobrino, el niño nacido del matrimonio de su hermano y comprobar que este almacenaba todos los cuadros que le había ido enviando y que se encontraban allí almacenados.

Theo, que era más pequeño que él, se había comportado como si fuera su hermano mayor o como un padre protector que cuida de su hijo. Así, y de manera regular, le enviaba a Vincent ciertas cantidades haciéndole creer que eran producto de la venta de algunos de los lienzos que había pintado.

No obstante, la realidad es que Van Gogh pasó toda su existencia en la mayor de las precariedades que nos podemos imaginar, y, de forma paralela a su pobreza, en casi un anonimato total, pues como indiqué a una de las lectoras, los críticos academicistas despreciaban las obras de los que llamaban con desdén “impresionistas”, y que, de manera paradójica, los pintores adscritos a esta corriente aceptaron el reto y tomaron este término para sí mismos.

Y eran impresionistas, entre otras cosas, porque se habían propuesto salir de las cuatro paredes de los estudios y presentarse ante la naturaleza con todos los instrumentos de pintura para registrarla directamente, ya que deseaban captar la luz que se desparramaba ante sus ojos y atrapar la fugacidad del mundo real en sus lienzos.

Pero parece que la muerte, y más aún el suicidio, de la gente del mundo del arte atrae mórbida y poderosamente al público. Esto lo hemos visto recientemente con Michael Jackson o Amy Winehouse a los que casi se les ha sacralizado, una vez que se han despedido de este mundo de una manera trágica.

Pues bien, en 1891, un año después de que Vincent se quitara la vida, se le dedica una retrospectiva en el Salón de los Independientes de París, y, ahora sí, despierta el entusiasmo unánime de los críticos. Esta vez, todos están dispuestos a reconocer la gran valía de un pintor que fue duramente menospreciado en vida. Sus cuadros comienzan a venderse rápidamente y a cotizarse a altos precios.

Y aunque sea un ejercicio de especulación mental que hacemos al cabo de muchos años de la existencia del autor, cabría preguntarse: ¿A cuánto ascendería en la actualidad el conjunto de todo lo que había creado este genial pintor?

Creo que es casi imposible saberlo, aunque la cifra sería verdaderamente astronómica, tanto que, estoy seguro, podría resolver definitivamente la miseria de países como Haití o Somalia.

De todos modos, estas son meras conjeturas que algunos de los que vivimos de nuestro trabajo nos hacemos en alguna ocasión, puesto que asistimos horrorizados al espectáculo de un mundo dividido entre la acumulación de inmensas fortunas en manos de unos pocos y la pobreza que se extiende de manera alarmante en los países del llamado Tercer Mundo.

Pero claro, los magnates que invierten en arte en lo último que piensan es en la pobreza en la que pueden encontrarse algunos de sus conciudadanos y, menos aún, en la de la gente de países extremadamente pobres, ya que para ellos esas vidas ni existen o no tienen el más mínimo valor.

Los precios desorbitados de algunas obras de arte puestas en venta es un controvertido tema que, cuando se toca en clase o en alguna conferencia, inevitablemente nos remite a la estructura de la sociedad capitalista en la que estamos insertos, puesto que de otro modo no puede entenderse el que los cuadros de pintores renombrados sean adquiridos a precios astronómicos por gente que no tiene apenas conocimientos ni sensibilidad ante las obras artísticas.

Esto viene a cuento porque recientemente se ha roto ese techo de venta que marcaban los cuadros más cotizados, y que son: No. 5, 1948, del pintor estadounidense Jackson Pollock, que alcanzó la cifra de 107 millones de euros; seguido de Retrato de Adele Bloch-Bauer I, del austriaco Gustav Klimt que se había vendido en 103 millones; y la obra de Pablo Picasso, Desnudo, hojas verdes y busto, con casi 82 millones de euros, cerraba el trío de los lienzos más cotizados en el mercado del arte.

Pues bien, las cifras anteriores han sido ampliamente superadas, ya que recientemente Los jugadores de cartas, uno de los cuadros de Paul Cézanne, pintor francés coetáneo de Van Gogh, ha alcanzado la cifra de 191,7 millones de euros (lo que traducido a las antiguas pesetas da la mareante cifra de casi 32 mil millones).


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Este cuadro forma parte de una serie de cinco que pintó con esta denominación y que, curiosamente, comenzó en 1890, el mismo año en el que Van Gogh decide quitarse la vida. Aquí podemos ver el que se encuentra en el Museo del Louvre en París.

Cierto que se puede argumentar para comprender esa cifra que Paul Cézanne es uno de los grandes artistas del posimpresionismo del siglo XIX, e imprescindible para entender la evolución de la pintura hacia el cubismo del siglo posterior.

Tal como informa la mayoría de los medios de comunicación, ha sido la familia real de Qatar la que compró el cuadro al magnate griego Yorgos Embiricos, con el intento de hacer de Doha, la capital de ese pequeño Estado lleno de petróleo, “la capital mundial del arte”, según repiten esos medios, a modo de eco de la publicidad que se marca este país.

Personalmente, considero que a todo este espectáculo indecente de comercio y especulación de las obras de arte se le añade un desconocimiento absoluto de lo que significan por parte de unos especuladores que encuentran en las mismas una manera segura de invertir sus cuantiosas fortunas, sabiendo que en el futuro esos precios quedarán obsoletos si de nuevo salen a subasta.

Y es que acumular obras de pintores de distintos países, de diferentes épocas y de distintas corrientes pictóricas para ser exhibidas en un país que no tiene absolutamente nada que ver con ellos no deja de ser la postura del nuevo rico que decora su mansión con el deseo de ser admirado por aquellos que acuden a visitarla.

Así, es una gran ignorancia unir obras de pintores del siglo veinte como son los estadounidenses Andy Warhol o Mark Rothko (este último de origen ruso), o actuales de escultores como Richard Serra, junto a impresionistas o posimpresionistas como Cézanne, ya que no deja de ser una acumulación sin ningún tipo de sentido, y que de ningún modo se logra una verdadera pinacoteca invirtiendo y especulando con obras que son referencias del mundo artístico.

Pero, en fin, a esta gente que vive en países con regímenes semifeudales habría que darles algunos cursos acelerados de estética, historia del arte y dignidad humana.

De lo primero, habría que aclararles que la mayor y más importante pinacoteca del mundo se encuentra en nuestro país y se llama Museo del Prado, edificio proyectado por el arquitecto Juan de Villanueva, inicialmente como museo de las ciencias naturales, pero que a partir de 1819, se destina a ser la gran pinacoteca que es hoy en día. Ha necesitado, pues, un par de siglos para finalmente convertirse en uno de los mayores tesoros que poseemos los españoles.

Con respecto a lo de la dignidad humana, lo veo más difícil aún. Tanto este país como Dubai, uno de los Emiratos Árabes Unidos del golfo Pérsico, compiten entre sí para ver quién logra lo “más grande”, sea a nivel de edificio o de colección de arte. Todo ello como propaganda de esa “sociedad del espectáculo” en la que estamos inmersos y que ya nos anunció premonitoriamente el francés Guy Debord.

Espectáculo trufado con grandes niveles de explotación laboral, pues en esos países de la península arábiga la mano de obra asiática, especialmente filipina, vive en régimen de semiesclavitud feudal, para que finalmente estos magnates del petróleo sean admirados y recibidos con todos los honores cuando nos visitan.

En el fondo no deja de ser la cara descarnada del capitalismo. Aquí, en Europa, conocemos los resultados del capitalismo especulativo y a lo que conduce, pues nos encontramos en plena euforia de los mercados que acosan de modo inmisericorde a todos los países que pueden; pero, allí, se muestra con toda crudeza el rostro de un sistema que especula con dinero, con arte y con las necesidades básicas de los seres humanos.

Me imagino, finalmente, que si Vincent van Gogh, Paul Cézanne o Paul Gauguin, este último amigo del primero y del que hablaré en los siguientes artículos, vinieran a nuestros días y comprobaran que sus obras se convierten en pura mercancía se horrorizarían al comprobar que el arte que a ellos tanto les apasionaba sirve de refugio de un capitalismo especulativo que en el siglo en el que ellos vivieron aún no existía.

AURELIANO SÁINZ
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