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El Llanete de la Cruz

La columna de esta semana es una somera remembranza de retazos de la niñez de un grupo anónimo de chiquillos que jugaban a ser mayores. Hace un año que comencé esta andadura, medio literaria, en Montilla Digital. Hoy, desde el alhajero sentimental ahíto de vivencias lejanas, quiero esclarecer el por qué del título de esta variopinta columna.

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Supongo que en algún lector, también anónimo, despertaré legañosos recuerdos, hace mucho tiempo arrinconados; a otros lectores, estas líneas les parecerán algo aburridas y cargadas de melancólica nostalgia; para otros… ¡no lo sé! Mis palabras sólo pretenden perfilar unas difuminadas pinceladas de un barrio de Montilla y de su gente.

Han pasado algunos años desde que, chiquillo, me movía por el Llanete de la Cruz con remiendos en los pantalones y hambre atrasada en los ojos. Ahora los zurcidos los sobrellevo en el alma. Ha llovido mucho y hemos envejecido a la sombra del efímero reloj. ¡Tempus fugit!

Las añoranzas se desvanecen en el trastero de la memoria, lleno de vaporosas telarañas y únicamente afloran al presente las emociones medio apolilladas. Dichas sensaciones son sólo el hálito desdibujado, hiriente y frío de vivencias descoloridas que ya no se pueden precisar en nítidos recuerdos.

Recordar El Llanete es hacer presentes tardes soleadas de invierno jugando a la pelota o al “gua”, con bolas de barro apepinadas que, más tarde, serían de cristal; a los “santos” (no es un juego religioso), a la “bilarda” (degeneración de billarda), a cambiar “chapas” y, también, a perseguir algodonosas nubes en los cálidos otoños de nuestra Andalucía.

La Cuesta del Mular (Muladar), en aquellos momentos llamada oficialmente "Calle del Teniente Torres del Real", sabe de alocadas carreras pendiente abajo, en una compartida BH sin frenos, hasta aterrizar en la baranda del Paseo, después de habernos dejado las medias suelas de los remendados zapatos en la frenada. ¡Aún no teníamos medias suelas en el alma! Allí jugábamos, cuando el llano era de tierra, a “piola” (pídola), al “burro”, al “sumillo” (clavo) -creo que se llamaba "sumillo", no estoy seguro-, a echar el aro…

En ocasiones, acudíamos al Paseo a robar rosas, no por romanticismo, que de ello no teníamos ni pajolera idea y sí por hacerle rabiar y correr al guarda; a ratos contábamos historias truculentas de raptos de niños. ¡El Hombre del Saco estaba muy presente y, junto a él, El Sacamantecas! A ratos volábamos con las golondrinas.

El Llanete es un cuadro, a veces lleno de luz y color, a veces gris de triste premonición de tormenta y hambre asesina, acuchillando tiernos estómagos, donde confluyen la calle de La Cruz, el Mular (Muladar), San Sebastián y Juan Colín. Próxima al vértice del llano, la cruz que da nombre al barrio.

El Llanete es la parroquia de San Sebastián donde, por la tarde, vigilados por la magra figura de la Trini, podíamos ver la novedosa tele en el salón parroquial. Era el cura del barrio, Don Fernando, el que se preocupaba por los chiquillos que por allí pululábamos. Jugar en el llano o en el patio de San Sebastián tranquilizaba a nuestras familias.

Desde El Llanete realizábamos fugaces correrías, las más frecuentes al Coto, a suavizar los remiendos de las culeras de nuestros pantalones de chiquillos traviesos y vivarachos, cuando nos deslizábamos por su empinada pendiente llena de cascotes y escombros, hasta que conseguíamos hacer senda por la que arrastrarnos. En primavera las escapadas eran algo más largas, hasta el Pico El Cigarral a robar agridulces allozas. Si los mayores descubrían el alejamiento, la bronca era sonada.

El Llanete era un barrio de obreros, de jornaleros, alguna casa más pudiente, con las fachadas encaladas de blanco esperanza. Había un par de casas de vecinos atiborradas de gente hacinada en lúgubres y pequeños cuartos, sin agua ni sanitarios. Era calentarse a la tibia “recacha” en las tardes de invierno. También era los anchos cocherones que nos servían de portería. ¡El barrio de La Cruz!

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¡El agua! Había que acarrearla con dos cántaros en el carrillo de mano o con el cántaro al hombro los chiquillos, y en la cadera las mujeres, desde la fuente de San Blas o desde el Pozo Dulce, después de salvar las sofocantes pendientes, para poder guisar y lavar. El aseo diario era un lavado de gato a la espera de que el sábado te escamondaran dentro de un lebrillo o un barreño de latón.

Por estas fechas de noviembre, disfrutábamos de las ricas gachas con arrope y trozos de pan frito. Su sabor aún permanece en mis papilas. Eran otros tiempos marcados por la necesidad, en muchos de los casos. Nos conformábamos con algo tan simple como las gachas que endulzaban nuestro anodino pasar y rellenaban sufridos estómagos. Amigos, ¿les apetece unas castañas asadas o tal vez guisadas? ¡Buen provecho!

Esta historia, deslucida por el tiempo y la debilidad de los recuerdos, viene a cuento por la sugerencia que en un artículo anterior hacía un comentarista en relación a El Llanete. Más adelante hablaremos de ello. A cada uno de nosotros, la vida nos llevó por ignotos vericuetos y salimos del viejo barrio de La Cruz a escudriñar, en el dilatado horizonte, nuevas perspectivas por estrenar y El Llanete fue quedándose dormido, enredado en las sutiles telillas del olvido.

Cuando empecé a colaborar en Montilla Digital, de inmediato rememoré sentimientos encontrados sobre Montilla, familia, amigos... y decidí llamar a esta columna Desde El Llanete de la Cruz en un intento de converger y reconciliarme con el pasado. Encontrar recuerdos de la niñez y juventud perdida; conciliar todo lo bueno y lo malo que dejé olvidado en un rincón del barrio que, de alguna manera, auspició mis pasos por el ancho mundo al que me mudé para desbrozar horizontes.

Ahora, desde mi virtual Llanete de la Cruz, con paciencia de orfebre, engarzo palabras para crear collares de pensamientos, diademas de opinión, alguna que otra metáfora para enrollar en la muñeca, filigranas de fantasía, siempre jugando con la integridad que me enseñaron mis mayores.

Mi Llanete virtual sigue estando terrizo, para poder jugar a pinchar el clavo (¿sumillo?) o para hacer un hoyo que permita que las palabras se cuelen en él; o a tirar el trompo de afilada púa para “tocar” el del contrario; o simplemente a bailarlo pasándolo de una mano a otra. El duro y gris cemento vendrá después para cortar las alas a los ágiles chiquillos del barrio. ¡Cuánta gente quedó olvidada en los bardales de la memoria!

El comentario de Androsemo en el artículo El mercadillo político me ha dado pie para, haciéndome eco de sus palabras, trasladarnos a un lejano Llanete de la Cruz y contrastar, compartir, rebatir opiniones, siempre a través de la palabra (dia-logos). Dice Androsemo: “Amigo Cantillo hacen falta bajo mi punto de vista muchas tertulias con libertad, moderación y productivas, en cualquier lugar y se puede dar comienzo en un lugar idóneo y emblemático como es el Llanete de la Cruz, por su historia…”.

El androsemo o sanalotodo, como hierba medicinal, cambia de color según la estación en la que estemos. Sus flores amarillas podrían valernos para infusiones de libertad, moderación, respeto a la opinión del otro que, como perlas, adornarán y lucirán en este espacio virtual.

El amarillo, como color brillante, alegre, bien puede simbolizar riqueza de espíritu. Se asocia con la parte intelectual de la mente y la expresión de nuestros pensamientos. Por lo tanto, representa el poder discernir y comprender los diferentes enfoques que muestra el arco iris de las opiniones. Ayuda a asimilar ideas innovadoras y capacita para ver y comprender los diversos puntos de vista para poder convivir. Así que, desde El Llanete de la Cruz, ¡gracias!

Posdata: Con respecto al nombre de los juegos citados, puede que esté errado -que no "herrado"-. Si algún comentarista corrige y aumenta los ya citados, le doy las gracias. ¡Errare humanum est!
PEPE CANTILLO
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