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Carmen Lirola | Le Meteque

Un día más, Santiago abrió los ojos, cuando el poco sol que alumbraba durante esos días comenzaba a filtrarse por las rejillas de la persiana de aquel antiguo balcón. Felisa, su esposa, o lo poco que queda de ella, yace dormida de espaldas; lejos, con la mirada puesta al otro lado del mundo.


No había forma de abrazarla, ni girarla, ni siquiera de acercarse a ella. Alternaba ronquidos y gruñidos de espaldas a él, mientras que Santiago sólo podía soñar con espaldas ajenas. Como cada mañana, removía su rutina en el café y mojaba algún recuerdo que luego devoraba y olvidaba.

Con cuarenta y pocos, tenía, más bien, el aspecto de una mendigo que había hipotecado sus años para comprar años ajenos, años escurridizos y vacuos, extranjeros y gastados. No hay nada más desolador que olvidar de dónde venimos, cambiar lo que somos por lo que queremos ser.

A los ojos de la gente todo era perfecto: un noviazgo inmarcesible, un matrimonio estable… Quizás tan inalterable que la falta de sobresaltos externos hacían que Santiago, día tras día se consumiera, se hundiera en su propio agujero de mediocridad.

Duele en las mismas entrañas cuando se hace tal la medianía que hasta el esfuerzo, el coraje, la entrega y la casta son mediocres. No hay nada peor que tener una deferencia mediocre, un interés mediocre y sentirse mediocre y mentiroso cada día que pasaba al lado de Felisa.

La quiso, sí, un día, quizás al principio, pero el error con su dolorosa consecuencia llegó a su vida sumiéndole en el más magno de los errores. Se mintió a sí mismo y mintió a los demás. El autoconvencimiento es comparable a la carcoma. Primero consume al propio ser, lo roe a dentelladas hasta que no queda nada verdadero de sí, para luego trepar hasta lo ajeno, contagiarse y que la propia falsedad se convierta en una estructura tan sólida que bien pueda nutrir y sostener vidas enteras.

Conoció a Jean Claude en una campaña de voluntariado en el ochenta y tanto, un mes, no más. Fue el tiempo justo que necesitaron para conocerse, quizás demasiado, y volver a su rutina con pájaros enamorados en la cabeza. Jean Claude fue el primero y el único para algo que consideraba incipiente en su interior; y aquel verano en el campo de trabajo de Cantabria se llenó de tormentas estivales, de nubes, vigilantes celosas, protestando con sus bramidos.

De abrazos, de saltos, de risas y de besos a escondidas. Contaban los segundos entre trueno y trueno sobre el olor del tiempo expectante y la calima del mes de agosto. Santiago se enamoró de su pelo cobrizo, su boca de agua, sus pestañas, sus mejillas, sus manos de acero mientras trabajaban bajo el sol humedecido y la enrabietada tormenta.

En los ratos de ocio eran capitanes de mar, gritando al viento “¡al abordaje!”, cogían el timón y soltaban amarras. Y bajo la tempestad, entre el silencio de estribor, alternaban canciones en francés con sueños. Su amor era metódico, púdico y bastante inocente. Siempre se desnudaban con la misma mesura, con el mismo cariño.

Cada viernes a las ocho echaban el telón y se querían entre las rocas del puerto, lejos de todo espectador. Lo hacían con un guión marcado, sin improvisaciones que pudieran transgredir sus pautas. Pero sabe cualquier actor teatral que no hay dos obras similares o una representación en la que no se produzca un leve desajuste.

El estío terminó, y sin opción de tanteo o retracto, Jean Claude regresó de nuevo a Montpellier con una beca de investigación de mercados bajo el brazo, y con él la esperanza de que Santiago huyera con él dejando planes, proyectos, y liberarlo de aquella rutina insidiosa que lo ataría para siempre.

No fue así, Santiago no estaba dispuesto a convertirse en el “mariquita del pueblo”; estaba convencido de que la menor duda, el más extraño de los comportamientos, haría despertar el murmullo de los conciudadanos.

Comenzaba con ello, a construir los pilares su autodestrucción. Él bebía, ella cocinaba, lavaba y planchaba. Él llegaba tarde apestando a tabaco y sudor con la frívola excusa de horas extras en el trabajo, ella lo esperaba abatida frente al televisor con la cena caliente y la mirada cabizbaja.

Santiago gritaba y Felisa suspiraba; Santiago suspiraba y Felisa gritaba. Y comenzaban a rehuir mutuamente de aquella persona con la que compartían cama, coche y vida. Otras muchas veces conjuraban para que las cosas fueran bien estando como estaban y se aferraban a un pequeño resquicio de esperanza, donde trataban de buscar la ilusión para no ser descubierto.

Mientras Felisa no entendía absolutamente nada, y se eximía de pedir explicaciones para intentar comprender a su marido, Santiago se adaptó a la hipocresía con la cara escondida y la boca tapada, a vivir más profundo de un túnel renegando de su instinto.

Lo que creyó ser una mera experiencia que con prontitud se convertiría en algo anecdótico fue tornándose en obsesión, una certeza latente en el corazón que la obcecada razón no dejaba traspasar.

Hoy, como cada mañana, un pantalón bien planchado y una camisa cualquiera. Vuelve a medir el tiempo en desayunos, en magdalenas con café cortado que lo convierten en foráneo, teniendo la certeza de que hace demasiados años que lo echa de menos. Enciende la radio y mueve suavemente el dial, hasta que voz de Georges Moustaki interrumpe en ese momento de paz diaria versando:

Comme il te plaira de choisir
Et nous ferons de chaque jour,
Toute une éternité d’amour
Que nous vivrons à en mourir...


Santiago cogió las llaves de casa, que tintinearon con un eco por aquel pasillo que se hizo eterno en un segundo, entró en su habitación a echar un último vistazo y dejó durmiendo a su mujer a la que regaló un último beso en la mejilla.

Casualidad, destino, azar, karma, Dios; fuere lo que fuere más vale tarde que nunca, pero esta vez no paró en las oficinas del edificio de la Avenida de América. Aparcó el coche en doble fila, y entró en aquella estación.

-Un billete para Montpellier.

-¿Ida y vuelta?

-Sólo ida.

CARMEN LIROLA
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