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Miguel Ángel Herencia | Domesticar el mundo

Desde siempre y hasta hace muy poco, la mujer no pintaba nada fuera de casa. El trabajo era cosa de hombres, la política era cosa de hombres, la literatura era cosa de hombres. Se encargaba, eso sí, de actividades muy humanas como la educación, la salud y la alimentación. Excluidas de cualquier colectivo que no tratara temas domésticos, han desarrollado habilidades especiales para tratar frente a frente con amigos. Pero sin salir de casa. La cosa pública, el gobierno de la nación siempre estuvo en manos de hombres. Era como si el ser humano se midiera por su fuerza física y el ser sensible fuera una debilidad.


Recientemente hemos dado pasos de gigante en el terreno de la igualdad, y lo estamos haciendo lentamente, de la manera en que se consiguen los cambios eficientes y duraderos. Todos y todas estamos consiguiendo evitar que un feminismo mal entendido pudiera haber desequilibrado la balanza para compensar tantos siglos de discriminación, y estamos aprendiendo con ellas a valorar el sufrimiento de los más desfavorecidos, de manera que los descubrimientos de Darwin sobre la selección natural de las especies no se cumplan también en el ser humano, el único animal con uso de razón.

La especial habilidad femenina para la compasión es la que evita que solo sobreviva el más fuerte, el que pisotea a los débiles hasta su extinción, el que piensa que hay personas prescindibles porque se cree con más derechos que ellos, que no atiende a la diversidad, que no ha nacido para mezclarse con quienes han nacido con peor suerte. Es la que nos sitúa a solo un paso de darnos cuenta que nuestra felicidad no es completa si no trabajamos también por la de los demás.

Las personas más comunicativas y empáticas son las que más rápido asimilan estas grandes lecciones de humanidad, que nos llaman a mejorar abismalmente la calidad de las relaciones sociales en el ámbito doméstico. Pero hay un terreno, al que nos referíamos anteriormente, que todavía está gobernado principalmente por hombres, muchos de los cuales todavía se rigen por la ley del más fuerte, la de la selección natural que elimina a los individuos menos competitivos. El terreno de lo colectivo, el de la coordinación y cooperación entre pueblos a nivel regional, nacional y universal.

Y es que los avances en materia de telecomunicaciones nos han acercado a las personas más distantes geográfica, social y culturalmente. Lo que la globalización abrió para liberalizar los mercados es una ventana por la que también se intercambian costumbres, actitudes ante la vida, gustos artísticos y todo tipo de conocimientos.

No tenemos que esperar a que los españoles que hay por el mundo regresen para contarnos cómo se vive en aquel rincón del planeta. Y cuando Internet nos permite conocer la realidad de un desconocido cuya situación precaria puede mejorar si nuestros representantes políticos mueven la ficha que nosotros elegimos, no tenemos decisión más feliz que la de pedir justicia y ser solidarios para atender esa necesidad básica cuanto antes.

Pero nuestra sociedad occidental, el llamado primer mundo por razones económicas, atraviesa una verdadera crisis de valores por querer seguir viviendo como hasta ahora cuando nos damos cuenta de que siempre hemos sido egoístas y avariciosos con los menos desarrollados, por hacer oídos sordos y mirar para otro lado cuando se violaban derechos y libertades fundamentales.

Por la misma ventana por la que algunos hombres hacían negocios, más o menos honestos, nos llega ahora información de lo que ocurre en las casas de ese otro pueblo lejano. Las penurias domésticas de otras familias nos son cada vez más cercanas y cotidianas.

Nos hemos apartado del mundo de la política para dejarlo en manos de unos cuantos hombres y mujeres sin apenas sensibilidad, esa cualidad que tiene más de sensatez que de sensitividad. Y ahora consiguen nuestra aprobación lanzando mensajes que satisfacen nuestros instintos más irracionales, esos que nos alejan de ser humanos, que si bien explican nuestra naturaleza, no es propio de quien camina erguido regirse solo por ellos. No nos damos cuenta de que las cosas justas y necesarias no se consiguen solas, sino que hace falta tener voluntad para llegar hasta ellas.

Hace unos años leía en el libro El fútbol y las casitas, de María José Lera (2002), el resultado de un experimento con niños y niñas que reaccionaban de distinta manera al surgir un problema durante un juego. Y es que mientras las niñas lo detenían hasta resolver el conflicto y recuperar la armonía, los niños no se interrumpían y daban más importancia al juego en sí que a la resolución del problema o al estado emocional de los otros.

Creo que se llega más lejos cooperando que compitiendo. Y también creo que es más importante llegar todos a la meta, que perder a un participante por querer llegar el primero.

MIGUEL ÁNGEL HERENCIA
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