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Blas Infante, padre de todos y de nadie

Hace 126 años nació en Casares un hombre bueno, honesto y radicalmente libre. Un notario que dedicó su vida a pensar el ideario político que salvara a Andalucía de la miseria y de la dependencia del caciquismo. Un hombre incómodo. Su espíritu libre y alejado de ortodoxias le hacía denunciar tanto a los “ilustres que se van” como a “traidores” que se quedaron en Andalucía para vivir de ella.

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Y era un hombre bueno, sí, pero no fue un “abuelito noño” que permita usar su figura al antojo de los que, a buen seguro, no han leído jamás nada de lo mucho que escribió Blas Infante durante los cincuenta prolíficos años que pudo ser libre.

Infante es más cómodo, para la conciencia de los que no saben qué es tener conciencia, que yazca en el silencio sepulcral que en la fecundidad de su obra. Todos los hombres y mujeres libres son más agradables si disfrutan de la paz de los muertos.

El notario de Casares no quería el poder político para Andalucía como camino secundario para detentarlo él, como hacen las multinacionales de la política (PP, PSOE e IU), sino para esos jornaleros a los que sus señoritos les daban peor vida que a las bestias.

Los jornaleros del siglo XXI son los parados, las mujeres víctimas de violencia de género, los jóvenes que huyen de la falta de oportunidades, los inmigrantes que al venir se encuentran con el rechazo como saludo; las gentes del campo, que son estigmatizadas, por el centralismo, de vagas y subsidiadas y los invisibles que ni son, ni están, ni se les espera para las maquinarias (des)informativas al servicio de las multinacionales del poder político.

Seguramente también sería un indignado cívico por la asfixiante situación que vive la democracia por la que murió al grito de “Viva Andalucía Libre”. Pero, sobre todo, estaría indignado por la manipulación indecente que sufre su figura, encerrada en urnas de cristal, a la que se les limpia el polvo el día de su nacimiento, y que de paso sirva para no interrumpir las vacaciones de los diputados andaluces que el 11 de agosto tienen cosas más importantes que hacer que ir al kilómetro 4 de la carretera de Carmona de Sevilla a recordar el momento que marca la existencia de Infante. Su asesinato es lo que le da entidad a su obra y no su nacimiento que, como todos los niños recién nacidos, son puros e inocentes.

A Blas Infante no hay que limpiarle el polvo ni lucirlo en hermosas peanas doradas. Las imágenes son cuerpos inertes. Lo que honraría su figura sería darle vida a su muerte y no manipular su mensaje para apropiarse de su ideario, que a día de hoy no lo representa ningún partido con presencia en el Parlamento de Andalucía. Mario Jiménez y Valderas representan “a los más obedientes que siempre son los más ineficientes e inútiles”.

Ni siquiera Esperanza Oña, que ha salido en defensa de Infante tras decir que “era un hombre rotundamente libre”, está legitimada para ser portavoz de su libertad. Oña, alcaldesa popular de Fuengirola, ni corta ni perezosa afirmó en junio de 2010 no saber “quién era más o menos” y desconocer si Infante era “mejor o peor” que el líder falangista Elola.

Allá donde se halle el notario de Casares habrá pensado que hoy más que nunca es necesaria la presencia del andalucismo en Madrid y en Andalucía. Aunque únicamente sea para que Infante baje de las escalinatas de los edificios institucionales y pase a ocupar las aulas de las escuelas andaluzas para que los andaluces del mañana sepan que tuvieron un “padre” que acompañó a la bala fascista que lo mató al grito de ¡Viva Andalucía Libre!
RAÚL SOLÍS
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