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¡Silencio!

No hace buen tiempo. Y, aunque esas nubes del horizonte seguramente descargarán más tarde un buen chaparrón, las calles del pueblo están a rebosar de gente, mi gente. Esos que cada año vienen a verme como si no me hubieran visto nunca, a revivir una vez más la emoción y el dolor de mi tragedia. Porque todos saben que voy a morir.

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Toda esa gente que hace apenas cuatro días me recibió con fervor, vítores y alabanzas. Esos que me llamaron “Rey” y que juraron dar su vida por Mí, rasgando sus vestiduras ante los sacerdotes y pidiendo a gritos mi Justicia y mi Amor. Los mismos que dentro de un rato clamarán al romano para que me castigue con la muerte.

Los mismos, sí, que me escupirán, me pegarán, me insultarán y me odiarán con tanta fuerza como me adoraron el Domingo. Los mismos que respirarán aliviados cuando exhale mi último suspiro en lo alto del monte.

Después de tanto tiempo, año tras año repetida mi Historia, aún me pregunto –y eso que soy Dios- si alguno de ellos ha entendido realmente Quién Soy, Qué he venido a hacer aquí, y Qué es lo quiero que hagan.

Muchos se golpean el pecho en el templo, mientras que fuera de él golpean a los demás, físicamente o de otra forma, pero siempre anteponiendo su egoísmo y su propio bienestar, sean de la raza que sean, de la cultura que sean, del pueblo que sean.

Cuán débil es la condición natural del ser humano. No alcanzan a entender nada salvo su propia supervivencia, y esto les hace frágiles como las alas de una mariposa. Hoy te aman, mañana te odian, pasado te echarán de menos y dirán “qué bueno era” cuando ya estés muerto.

No les importa qué pueda suceder a su alrededor, ni siquiera conservan los mismos principios cuando se trata de ellos que cuando se trata de los demás. El ser humano es puro egoísmo, pura debilidad, pura fragilidad.

Suerte que al cabo de unas horas, resucitaré y volveré para enseñarles, una vez más, lo equivocados que están, la ignorancia tremenda en la que viven, confiados unos en un futuro que no depende de jaculatorias ni donativos ni horas detrás o debajo de una imagen. Otros, en que después no hay Nada... Menuda sorpresa habrán de llevarse todos ellos.

Porque para estar conmigo no es necesario ni siquiera creer en Mí. Basta con una cosa: ser buenos –qué difícil les resulta, incluso a ellos, definir qué es ser bueno-. Ahí están, todos esperando a mi paso. Los hombres charlando, riendo y fumando. Las mujeres igual, chillándole a los niños para que no se arrojen al suelo y se manchen el bonito pantalón nuevo. Éstos, los niños, jugando con su globo nuevo y comiendo pipas, sin dejar de corretear y chillar.

Los penitentes, aquellos que dicen salir a desfilar conmigo en mi honor y para acompañarme en estos trágicos momentos, van comiendo chicle, luciendo gafas de sol y saludando alegremente a cuanto conocido ven entre el público.

De vez en cuando se acercan al carrito de chucherías, ese que va delante de la procesión, a comprar más chicles y más pipas (por cierto, ¿no fui Yo quien dijo aquello de “habéis convertido mi casa en una cueva de ladrones”?).

Ni siquiera ellos comprenden el grandioso significado de estos días. Están ahí, parece, por dejarse ver, y no porque realmente compartan conmigo y con mi Madre el intenso e inmenso Dolor que sentimos una y otra vez, cada año igual, desde hace ya dos mil años. Ni siquiera por acompañar a Alguien que va a ser ajusticiado en unas horas, a nadie se le ocurre sentir un mínimo de respeto y gritar, de una vez por todas: ¡Silencio!
MARIO J. HURTADO
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