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Ortografía digital

Andan desconcertados los filólogos, y quienes no lo son, con las vertiginosas modificaciones que, de manera tan acelerada como cotidiana, se producen a golpe de sms, Tuenti, Facebook o Twitter en la forma de expresión escrita de los estudiantes, y de quienes tampoco lo son. Y no lo digo con doble sentido, ni sacándole partido -que no estaría mal- al juego de palabras. Verán los varios motivos que sustentan la siguiente observación.

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Como si se tratara de un obstinado e imparable cambio climático consecuencia de nuestras propias acciones, la atmósfera de la lengua (el idioma, que es nuestro usual vehículo de comunicación) también se está viendo expuesta a una transformación que, al igual de lo que sucede con el efecto invernadero, aún no alcanzamos a vislumbrar en qué va a desembocar. Pero bien podemos estar en el zaguán de una nueva ortografía digital, y no habernos percatado de ello. Una glaciación que le dé la vuelta a la florida lengua de Cervantes. Está por ver.

La diferencia sustancial es que, en el caso de la escritura, estamos ante algo más que síntomas. No es una moda sino una inocultable realidad que tanto en los mensajes como en las conversaciones más largas, a la hora de practicar el chat, la gente se toma bastantes licencias: por ahorrar espacio y tiempo se descarna la anatomía de la frase, dejándola en los huesos, la mayoría de las veces sin artículos ni adverbios, y con una total desconsideración hacia los signos de puntuación y, muchos más, en lo tocante a las tildes y acentos. Todo lo cual provoca, a partes iguales, el escándalo, el sonrojo y el sofoco de los académicos. A mí que me registren, yo solo cuento lo que veo.

Pero parece desproporcionado echar toda la culpa de este preocupante fenómeno a un pérfido efecto deformante que las redes sociales ejercen sobre el lenguaje. Es cierto que las nuevas fronteras tecnológicas, con su permisividad absoluta, están en condiciones de facilitar cualquier atentado a las vigentes normas gramaticales. No hay nada más que darse una vuelta por alguno de los incontables foros. Vale con escogerlos al azar.

Pero también resulta incuestionable que el instrumento, en sí mismo, no es el que inexorablemente conduce al usuario a una incorrecta utilización del lenguaje, y a fomentar un muy extendido maltrato de la sintaxis. Sobre todo porque existen abundantes recursos para evitar caer, así por las buenas, en el agravio al diccionario.

De hecho, entre las numerosas herramientas que traen consigo las computadoras y terminales portátiles, es corriente tener a mano un corrector ortográfico. Otra cosa es que no molestemos en darle uso. Estas modernas máquinas tienen infinitas posibilidades con sus portentosas aplicaciones. Pero es el usuario el que, en definitiva, impone su voluntad.

Y si en realidad lo que quiere, por estar a tono con la tribu y sus nuevos códigos, es adelgazar y esquematizar las palabras, sin duda lo va a hacer. El que manda es el usuario, la máquina por sí sola no lo va a librar de los despropósitos que pueda cometer.

Dicho de otra forma en otro campo: Internet, verbigracia, da acceso directo a toda la música imaginable. Con una simple operación la tenemos a nuestro provecho. Pero servirse de la red para satisfacer cualquier capricho de melómano, no implica, per se, una elevación de categoría, un refinamiento automático del gusto del internauta.

Como siempre a los datos me remito. A uno que, en concreto, sirve para clarificar la confusión: las descargas caseras más frecuentes se decantan por el flamenquito y los artistas melódicos. En plena era cibernética, el rock y la clásica siguen siendo minoritarios. Eso sí, se han dejado de comprar discos en las tiendas. Lo único que ha cambiado es el modo de consumir las canciones, o lo que eso sea.

Pues con esto de la comunicación entre personas por medio de la escritura y el lenguaje sucede algo parecido. Es la voluntad del individuo, o su empecinada ignorancia, por encima del soporte y del medio empleado, lo que marca la diferencia. El problema es anterior a la actual era tecnológica, pero de un tiempo a esta parte ha adquirido nuevas y desconocidas manifestaciones.

Una reciente encuesta entre profesores de la Universidad y de institutos de Enseñanza Secundaria y Bachillerato de Málaga revela que los códigos privados (supresión de palabras, aparición a destajo de la "k", generalización de la "x", abreviaciones y contracciones de todo tipo, etcétera) han traspasado su ámbito inicial entre colegas y ya es moneda corriente en los exámenes, y en las pruebas de diagnóstico.

En las evaluaciones, los alumnos entregan los folios con una redacción de mensajes de móvil. "Esquemática, simple y mal estructurada", se quejan los profesores. Para ellos lo más grave no es la alteración a discreción del lenguaje sino la incapacidad de los estudiantes para expresar, con una mínima lógica, lo que quieren decir. En eso son concluyentes: un buen número de ellos, sencillamente, no saben escribir.

Aseguran que es un desalentador panorama, por lo que empiezan a dar por perdida la batalla contra las faltas de ortografía y las aberraciones que, en nombre de una supuesta modernidad, están destrozando el léxico español.

Pero lo que observan en las aulas no es un hecho aislado. Muchos programas de televisión con masivo seguimiento, como parte esencial de su contenido, admiten la participación del público a través de mensajes que, en teoría, se transcriben sin filtrar. A medida que se reciben se plasman en una barra, en un faldón que aparece en la parte inferior del electrodoméstico rey del hogar.

El desfile de imprecisiones y erratas es apoteósico. Vaya, que cuesta trabajo encontrar alguno que no contenga ataques a la ortografía. Y llama la atención la actitud pasiva y tolerante de estos medios de entretenimiento ante estas atrocidades.

Qué más da. Lo importante es hacer caja, pues resulta conveniente saber que con este trasiego de comunicaciones, la mayoría realmente banales, se está produciendo un floreciente negocio. Los mensajes no son gratis. Tienen un coste. Para el bolsillo y para el mayor de nuestros tesoros, la lengua.
MANUEL BELLIDO MORA
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