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Carmen Lirola | Malasaña

"Estúpido", le dice su madre, le apunta con el índice y se pierde en la rabia, desbocada contra aquel crío. Llora desesperada. No sabe qué ha hecho con su hijo; se pregunta qué es lo que pudo fallar al momento de educarlo. Julián. El primero, y el que se supone debía ser el patrón, el orgullo, y con los años, el cabeza de familia. Pero no.


Ahora es una desgracia y así lo es desde hace unos años. El pueblo lo conoce como el Malasaña. Pero, un carajo, aquí la suerte, la rabia o el destino no tienen nada que ver. Julián se perdió en el camino la noche que lo golpearon al robarle lo poco que traía. Cincuenta euros, un teléfono móvil –al que no le funcionaba la tecla del seis- y la poca de fe que tenía en sí mismo, junto con cuatro costillas rotas, un arañazo en el costado y múltiples fracturas. Una puñalada y una rodilla destrozada; y por si fuera poca cosa, por poco casi pierde un ojo.

Durante el tiempo de recuperación, perdió un año de sus estudios. Julián era bueno, buenísimo para la escuela y acumulaba unas pocas becas de diferentes instituciones -públicas y privadas-. Ya tenía asegurada su carrera. Las becas las obtuvo después de haber ganado un concurso nacional de Química, todo un portento, el orgullo de Montenegro. Uno de los mejores estudiantes de Ciencias.

Julián no paraba de recibir elogios por donde quisiera. Pero, triste su calavera, pues el destino no distingue a los buenos de los pendejos. Y así, esa noche, mientras trabajaba en un proyecto, se le antojó salir a por tabaco.

Pobre Julián. Su madre en cuanto supo, salió disparada al hospital. Encarna –doña Encarni, le dicen- al verlo en la cama del hospital, supo que ese ya no era su hijo, era un despojo, ni el cascarón de lo que había sido.

Julián nunca quiso regresar a la ciudad, dejó su carrera, su futuro brillante. Se aparecía en los bares de su pueblo y eso casi siempre acababa mal; no había día en el que no terminase todo mareado, y a veces sin razón –porque no lo vamos a negar, de cuando en cuando se buscaba su jarana, con todas las de la ley-, nada más porque lo reconocían: “Ahistás mala suerte, a ver cabrito, a ver si eres inteligente para los putazos”. Eso era el pan nuestro de cada semana.

A Julián comenzaron a prohibirle la entrada a los bares; famoso fue cuando Juanito, un noble anciano dueño de “La Ponderosa”, lo sacó, machete en mano de su tasca, gritando: “fuera hijo de la grandísima, lárgate de aquí, mala suerte de mierda”. Ese día murió Julián y nació el Malasaña.

En la calle, la gente al verlo, se cambiaban de acera, se daba la vuelta, y evitaban sostenerle la mirada. A veces le caían piedras de los niños y los jóvenes golpeaban sin motivo. La policía lo trepaba cada vez que estaban aburridos, sólo para bajarlo a patadas de la camioneta.

El Malasaña comenzó a caminar renqueando. Con el odio tatuado en la mirada; ya no hablaba, gruñía y sólo quedaba cólera en su interior. Cansado del abuso, consiguió una recortada, y sin pensarlo dos veces, entró en La Ponderosa. Dos tiros. Uno en la cabeza, otro al corazón.

Juanito no alcanzó a ver otro día. Esa misma noche, el Malasaña se había cargado a once personas. Niños. Policías. Señoras, cualquiera que se le atravesase y que el Malasaña recordara como alguien que le hubiera hecho daño.

En menos de un mes, ya había acabado con una buena parte de la población de Montenegro. No perdonaba nada. Curas, ancianos, mujeres, pequeños yonquis de esquina y otros criminales de poca monta. Comenzó a utilizar otras técnicas, porque las balas no las regalan.

Machetes, costales, alambres, tubos y palos. El pueblo comenzó a llenarse de crucecitas por todos lados. El mismo Malasaña pintó en una de las vallas “Bienvenidos al Montenegro de La Paz”. Todo aquel que mataba, él iba y lo tiraba a una fosa que con sus manos había cavado.

No habían sido ni cuatro meses desde la muerte de Juanito, cuando ya el Malasaña era el dueño del pueblo. Ni alcalde, ni autoridad, ni nadie que primara sobre su plomo. Hoy el Malasaña tiene enfrente a su madre. Pero él ya no es el mismo que era hace dos años.

Hoy, lo que quedaba de Julián –si es que aún quedaba algo- no son más que papeles con fórmulas irreconocibles, cenizas de recuerdos que un día fueron y ya ni son ni serán. Hoy el Malasaña pone de rodillas a doña Encarni, la encañona por la nuca y aprieta el gatillo.

Un seco sonido seguido de un reguero de sangre. El Malasaña se ha vuelto leyenda. En menos de dos días hay cuatro narcocorridos en su nombre y se le teme en todas partes. Tiene veintitrés años, moreno zaíno, cabello rizado a media altura hasta los hombros, alto -de 1,86 metros- y listo como el diablo. Camina zambo del lado izquierdo y siempre va solo.

Recuerde usted bien ese apodo, porque seguro en unos años nos da un susto en algún lugar fuera del pueblo, quizá en el país entero. ¿Malasaña? Sí, Malasaña tenga usted, si se le topa en el camino.

CARMEN LIROLA
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