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El muerto al hoyo…

... y el vivo al bollo. Así reza el refrán popular español –tesoro de sabiduría popular acumulada durante milenios- para cuando se refiere a situaciones en las que, una vez pasado el primer momento de angustia y dolor, el que queda sobre la tierra se dedica a satisfacer sus propios intereses, muchas veces olvidando al que quedó debajo de la tierra.

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Hace justo una semana, la tierra tembló con una fuerza inusitada bajo los pies del Imperio del Sol Naciente, Japón. Con tal exhibición de mosqueo y rebelión contra el ser humano que arrastró hasta el fondo del mar algo más que casas, coches y cuerpos humanos.

La Madre Tierra protestó –eso es evidente, quien quiera negarlo comete un error que puede costarnos a todos demasiado caro- arrasando gran parte de esa nación que se convirtió, tras la Segunda Gran Guerra, en modelo de revolución tecnológica, sacrificio y esfuerzo que fue hasta hace justo siete días.

Exactamente lo mismo que pidió el viejo Churchill a sus compatriotas cuando los bombardeos de los alemanes arrasaban Londres: sangre, sudor, lágrimas… y esfuerzo –curiosamente, ésta última palabra se ha borrado de la (des)memoria colectiva-.

Está claro que la tragedia y el horror, esta vez sin un responsable objetivo, son los casi quince mil seres humanos que han perdido la vida, y los centenares de miles que han perdido absolutamente todo menos la vida: casas, trabajos, familia y raíces.

Y, según nos cuentan personas que viven en aquél extraño y fascinante país, parece ser que la prioridad absoluta del Gobierno japonés es precisamente atender a las víctimas –mortales o no- y restablecer cuanto antes los servicios básicos. Sin embargo, en el resto del mundo nos han hecho pensar de distinta manera.

Veamos. La cruzada de la mayoría de grupos de izquierda y de los ecologistas, en contra de la energía nuclear, ha centrado su atención en los graves problemas que está sufriendo la central de Fukushima, y según los medios de comunicación –y algún que otro político algo pasadito- aquello es el Apocalipsis.

Si bien es cierto que la situación es, repito, gravísima, parece ser que no llega al extremo de convertirse en Armaggedón. Muchos de los ciudadanos que siguen en Tokio hablan de normalidad absoluta y miedo relativo.

Por poner un ejemplo: lo de las máscaras parece ser que se debe a la polución y a las alergias –cualquiera que vea imágenes de Tokio en otras situaciones puede comprobar este extremo-; hoy ya parece ser que los reactores se están enfriando, y se empieza a vislumbrar cierta posibilidad de solución.

Dicen también que hay cortes de luz, sin mencionar que en Tokio, concretamente, la fuente principal de energía eléctrica es precisamente Fukushima, y no está produciendo nada, por razones obvias.

Aun así, la catástrofe está ahí. No se debe tomar a la ligera el peligro evidente que suponen tres reactores nucleares en llamas. La radiación ha subido a extremos intolerables para el cuerpo humano –hoy ya se anuncia que está bajando-. Pero incluso con ello, me parecen exageradas las reacciones de los anti-energía nuclear.

Poner como modelo a Angela Merkel, que ha suspendido las prórrogas de unas cuantas centrales nucleares alemanas, me parece excesivo, conociendo que en tres meses Doña Angela se presenta a unas elecciones en las que no tiene nada ganado, y la izquierda ecologista parece que sí.

Anunciar que una catástrofe de este tipo puede suceder en cualquier parte me parece una burrada: las zonas de alta intensidad sísmica son las que son, y por más que quieran los grinpís de turno no va a producirse ningún terremoto de grado 9 en los alrededores de Garoña.

En fin, lo que quiero decir es que me parece absolutamente exagerado todo el movimiento de opinión antinuclear que se está formando. Pero, sinceramente, lo peor del asunto es lo que están haciendo ciertas organizaciones españolas en el sentido del refrán que encabeza este artículo.

Se han convocado para hoy manifestaciones y concentraciones para protestar por las centrales nucleares. En río revuelto, ganancia de pescadores. Se olvidan de los muertos, de las familias rotas, de las industrias, casas y colegios desparecidos. Para ellos lo importante no es atender el sufrimiento de los afectados; no, lo importante es protestar porque en España hay centrales nucleares.

Qué quieren que les diga, me parece absolutamente indecente, independientemente de si Fukushima estalla en mil pedazos o no. Al final, gracias a esta gente, la tragedia humana de los japoneses quedará en una burda reivindicación política.

Aunque, para burda reivindicación política, la de ese exvicepresidente del F.C. Barcelona que ha dicho que para ellos, los catalanes, es fácil identificarse con el sufrimiento de los nipones, porque también han sufrido históricamente la desgracia; en su caso, la de ser españoles. Hay que ser gilipollas.
MARIO J. HURTADO
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