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El eje del mundo, zarandeado

En 1983 el estreno de The day after (El día después, por favor no confundir con el balompédico programa de Canal Plus) atravesó como un escalofrío de cíclope todo el territorio de Estados Unidos. La película dirigida por Nicholas Meyer fue, solo unos años antes de la caída del Muro de Berlín, el penúltimo ejemplo de cine de catástrofes: un producto tardío pero eficaz de lo que se llamó la guerra fría.

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Aquella cinta, inicialmente concebida como telefilme, le sacaba una vez más un enorme provecho comercial al largo enfrentamiento entre bloques, OTAN frente a Pacto de Varsovia, que había dividido el mundo en dos partes irreconciliables después de la segunda guerra mundial.

Con un estilo alarmista y visionario, regodeándose en las macabras consecuencias del pánico ante una muerte segura, The day after relataba los crueles efectos de un masivo ataque de misiles atómicos sobre la población en la ciudad de Kansas en el estado de Misuri, en norteamérica.

Pero por su concepción al servicio del entretenimiento, este tipo de productos audiovisuales suelen provocar una consecuencia contraria a la buscada. Lo que pretendía constituirse como una implacable denuncia antibelicista pasó a ser un mero divertimento para el ocio.

Porque la reiteración incansable en este género de filmes de desastres ha terminado por convertirlo en un espectáculo visual más ante el que el público, inmune y resistente al veneno de las perniciosas imágenes, suele mostrar no ya por supuesto su temor, sino que lo recibe con complacencia. El apocalipsis -¡vaya, ya salió la manoseada palabra!- convertido en una distracción de masas.

Pero como siempre se suele decir, cuando la hecatombe retumba en nuestros oídos y nos asalta en plena madrugada mientras dormimos, la realidad supera a la ficción. La devastadora crisis actual en Japón no ha sido resultado de una estrategia militar. Eso no ha sido necesario para ponerlo al borde del abismo.

Finalmente la declaración de guerra más destructiva la ha firmado la naturaleza con una desconocida saña. Y, por desgracia para decenas de miles de damnificados, esto que vemos a diario en los noticiarios no está sucediendo en una cómoda sala de cine atiborrada de palomitas y coca cola mientras contemplamos un largometraje de poco más de hora y media de duración.

Ocurre en plena calle, y lo que es peor, en terrible y contrastable 3 D. Un caos tridimensional elevado al cubo, pues cúbica es la forma de los edificios en los que se alojan los reactores dañados, que está dejando ante nuestros espantados ojos de espectadores occidentales a cientos de miles de kilómetros de la tragedia un desolador panorama de ciudades fantasmas abatidas por la incontrolable fuga radioactiva de centrales nucleares que, hasta hace pocas horas, eran modélicas por sus garantías de seguridad.

Pero ya sabemos al detalle que no ha sido así, que ahora estos generadores corren peligro de estallar, lo que ha puesto en entredicho una política energética tan dependiente de ellos. Por una puñetera vez, la televisión no inventa la realidad. La describe y la muestra con su rostro más inquietante.

El de una nación hipertecnificada, que había hecho un motivo de orgullo patriótico su afán por acorazarse contra los movimientos de tierra y otras afrentas naturales. Pero que, pese a sus minuciosas precauciones, se ha visto vulnerada por la desatada violencia de su mayor enemigo: la falla sísmica hundida en las profundidades del océano.

Estos días Japón es como un boxeador noqueado, y a punto de desplomarse sobre la lona. Primero le sacudió la demoledora fuerza de un terremoto que casi se sale de las escalas de medición. Lo hizo con un traicionero golpe bajo al que siguieron, con el luchador hecho un guiñapo, una sucesión interminable de réplicas, y la desatada furia del maremoto. Del tsunami invasor que, en su insidiosa acometida, fue capaz en poco tiempo de reducir las dimensiones del país, borrando de un manotazo de mar encolerizado sus límites en los mapas.

El mar, desbocado, loco y altivo, trasmutado en un monstruo devorador que lamió con la saliva gigante de su lengua destructiva todo rastro de humanidad. Desbordando costas, aplastando playas, casas, barcos y vehículos le ha dado un empujón brutal a Japón. El país que no sabe, que no quiere llorar para no complicar las cosas más de lo que ya lo está con lamentos preñados de energía negativa. Como si no tuviera ya suficiente energía nuclear destructiva apoderándose en toda su extensión de sus desprotegidos cuerpos.

¡Qué pena que las lágrimas no puedan ser un tónico reparador! Una impermeable mascarilla que exonerase la piel pálida de nuestros hermanos nipones ante los gases letales. Un paraguas infalible para la lluvia ácida, para las partículas criminales escapadas de sus celdas, de su caldera atómica.

Frente a ellas los ciudadanos tratan de no alterar su ritmo habitual de vida. Están rodeados de escombros, carecen de alimentos y de combustibles, pero muestran una sorprendente normalidad. Se han acostumbrado a sobrevivir hostigados por titulares de prensa que vaticinan la peor calamidad.

Andan entre refugiados, buscan a los desaparecidos y tratan desesperadamente de enterrar a sus muertos. En un lugar donde la civilización y la espiritualidad van tan unidas, sus habitantes aún inclinan la cabeza ante el emperador, pero nunca claudican ante la adversidad. Ahora están ante su prueba más dura. Toda la ayuda que reciban será poca.

Los científicos nos dicen que, sacudido con tanta persistencia por la acumulación de arremetidas telúricas, el eje de la tierra se ha desplazado. Que ha cambiado el mundo de sitio, para mal.
MANUEL BELLIDO MORA
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