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Soledad Galán | Los hijos de nuestros hijos

Hay personas a las que no les gusta que le llamen "abuelo" o "abuela". Entiendo que ese título que se te otorga -normalmente a determinada edad y, precisamente, no en la de merecer- para algunos sea sinónimo de algo que nadie quiere -la vejez- porque tiene connotaciones de enfermedad y de dependencia. Es comprensible.


A mí, que soy positiva por naturaleza, cosa que, por otra parte, tiene poco mérito, me encanta ser abuela. Mis nietos me llaman así y no quiero que lo hagan de ninguna otra forma. No quiero ser su amiga, ni su confidente, ni su compañera de juegos: sólo quiero ser su abuela que, probablemente, es un concepto más amplio que todo lo demás, pero también distinto.

Disfruto su crecimiento y su evolutivo cambio de facciones; los miro y, según qué día o a qué horas, hacen un gesto o tienen un detalle que me recuerda a su padre, a sus tíos y, mucho, a su abuelo. A veces, hasta a mí misma… Y sonrió.

Sólo les veo cosas buenas y me los imagino en un futuro, incierto para mí, estudiando esto o aquello y desenvolviéndose bien en la vida. Este pensamiento es un desiderátum que me ocurrió con mis hijos.

Es la ilusión que vuelve a nuestras vidas a través de los nietos. Pienso que es bueno que ocurra: ayuda a vivir y, a veces, hasta a olvidar -aunque sólo sea un momento- los achaques que van apareciendo y que nos acompañarán hasta el final de nuestros días.

Pero estos seres maravillosos que nos devuelven, ilusoriamente, a nuestra mejor época, no son nuestros hijos, sino los hijos de éstos. A ellos corresponde su educación, en su más amplio sentido.

Sin embargo, ocurre, a veces, que algunos hijos pretenden que sus hijos sean los nuestros y que sea nuestra la responsabilidad de su crianza. Hay que decirles que no, que el trabajo propio no es excusa para evadir su responsabilidad como padres; que los obligados a ir al colegio, a llevarles de paseo, a acompañarles al médico, a divertirse en la excursión junto a ellos, son los padres.

Los abuelos estamos para mimarlos y para tenerlos en nuestra compañía un tiempo limitado: el necesario para disfrutar de ellos sin suponernos un esfuerzo impropio de nuestra edad y de nuestras condiciones físicas.

Y, si llega el caso, les acompañaremos al médico o los recogeremos del colegio y les llevaremos de paseo. Pero ese día será la excepción y no la regla. Muchos abuelos se quejan, y tienen razón, del abuso que supone levantarse a las siete de la mañana porque su hija entra a trabajar a las ocho, o del cuidado diario y continuo de los nietos porque los padres trabajan; del escaso tiempo de que disponen porque a tal o cual hora tienen que estar en la puerta del colegio.

Y no es que les falte cariño hacia sus nietos, les falta fuerza física: la que han dejado en el camino cuidando a sus propios hijos. La naturaleza, que es tan sabia, permite la procreación mientras el organismo está en condiciones óptimas para ello, y eso ocurre a determinada edad, ciertamente prolongada en el tiempo.

Después, se entra en otra fase de mas sosiego para la que la propia naturaleza ha previsto otras actividades, entre ellas, la de ser abuelos. El abuelo es la paz, la sabiduría, la paciencia y la ciencia; el refrán oportuno, la mano tendida, el cariño sincero, la generosidad sin medida, el cálido abrazo y el beso en la frente.

Pero también es las gafas de cerca, el bastón en la mano, la artritis, la gota, el crujir de los huesos, el caminar despacito, la pérdida de fuerza -y también de memoria-, la medicina a punto y el médico de cabecera, presto. Todo eso, y más, somos los abuelos para nuestros nietos, pero nunca seremos sus padres.

SOLEDAD GALÁN JORDANO
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