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COLEGIO PROFESIONAL DE PERIODISTAS DE ANDALUCÍA

Mostrando entradas con la etiqueta Del sur y desde abajo [Francisco Sierra Caballero]. Mostrar todas las entradas
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30 de junio de 2021

  • 30.6.21
La modernidad es movimiento, transformación y novedad. Y el viaje, el anhelo en la era de la turistificación, del cambio de hábitos que hace inhabitable nuestras plazas y barrios por un concepto del tiempo y del espacio desnaturalizado, en especial, por esta propensión a desplazarse explotando intensivamente el tiempo que, como todo el mundo sabe, en la era del vil metal, siempre es oro.


La ciudad moderna tiene como resultado el reloj (hoy diríamos que el móvil) y, desde luego, también la máquina como fetiches redentores de las utopías irrealizables en una suerte de mecanización de la voluntad de vivir los flujos acelerados del capital y su rotación, lo que hace imposible otra experiencia que no sea la de la fantasía cronificada, administrada, por la mágica composición y ensamblaje del hábitat como escenario del drama (road movie, más bien) de la vida como fuga.

El calendario –dejó escrito Martín Santos– es un discurso paradójico. Organiza una serie o secuencia de hitos, ritos, ceremoniales y fiestas que representan una ruptura del tiempo según un orden lógico y lineal, como las noticias. De ahí el principio de periodicidad que rige la economía política del tiempo informativo.

Frente a esta lógica, lo más radical es la total imprevisibilidad. En los años ochenta, una de las radios piratas más radicales de Madrid era Radio Cadena del Wáter. Una experiencia anómala, no tanto por el lenguaje, la música y sus contenidos, sino porque emitían cuando bien querían, a vuelta de una fiesta, de madrugada o en el almuerzo. No había previsión alguna.

Los radioescuchas debíamos estar a la caza y captura de que se manifestaran los responsables, cuya radicalidad llegó a cuestionar la idea misma de programación y, desde luego, la rutina productiva del horario preestablecido.

Frente a esta disidencia o singularidad, la matriz epistémica de Sillicon Valley tiende hoy a cronificar los procesos y flujos acelerados de información. Esta es la caja negra del nihilismo neopositivista del "divide, acelera y vencerás", cuya esencia, como la lógica de la mercancía, es rotar y circular lo más rápidamente posible.

Así, la movilidad, como el cambio característico del ethos moderno, es equiparado a innovación, creatividad, fluidez, libertad, autonomía y bienestar. Una visión de las elites, a fuerza cosmopolita, que se impone como cultura del desanclaje y del desarraigo, dado que la ideología movilitaria de la modernidad nos hace creer, a fuerza del discurso del cambio, que el mundo gira y no moverse o desplazarse es perecer.

Si la cultura, y sus cronotopos, es un motor de desarrollo humano según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el movimiento slow information apunta en este sentido a defender un proceso de reconocimiento que da sentido al cambio y movimiento. El proceso de extrañamiento del tiempo en la lucha contra el cronómetro es central.

La locomotora de la invención, el tren como servomotor de la sincronización horaria del plantea, impuso su velocidad con la vida del común de los mortales, en tiempo aparentemente infinito y perpetuo validando, como lo hace también la industria cultural, el orden que no cesa. Así, el conservadurismo y falta de creatividad en los medios periodísticos siempre se justifica por razones de tiempo.

Las rutinas productivas de los informadores imponen por sistema una dieta pobre, un menú de comida rápida de la actualidad que termina por resultar tóxica en virtud de la ley de hierro de la economía de señales: transmitir el máximo de información, en el mínimo tiempo posible y con la máxima eficacia.

El núcleo de la transformación de la estrategia gerencial de Taylor fue, en su momento, la observación sistemática de la conducta humana en el lugar de trabajo (hoy lo es, en la era del Big Data, la analítica exhaustiva del consumo y comportamiento cultural del sujeto de explotación) con la consecuente normalización de funciones dirigida a controlar la fuerza productiva de creación de los trabajadores.

En otras palabras, la administración científica del trabajo inaugura la consideración de los asalariados como instrumentos flexibles dependientes del poder gerencial. Por ello, Braverman caracteriza este proceso como una lógica de control empresarial basado en tres principios, hoy claramente presentes en la era de las redes distribuidas: disociación del proceso de valorización y de las habilidades creativas del sujeto del trabajo; separación entre concepción y ejecución; y uso del monopolio del conocimiento para un mayor control del proceso de valorización.

Así, si el punto de mira del modelo taylorista fue el saber hacer de la clase obrera, hoy el proceso de acumulación por expropiación en beneficio del capital pasa por la subsunción de la creatividad de los prosumidores.

Este proceso de dominación se da en el tiempo, pues es a este nivel, como bien demostró Postone, donde se da la regulación y control de las prácticas culturales. Kluge distinguía a este respecto las formas de mediación del cine y la televisión. Si el cine se sitúa del lado oscuro del tiempo, la imagen televisiva es siempre brillante.

Por ello, el cine tiene públicos y la televisión representa una privatización del espacio-tiempo que coloniza el ámbito doméstico. Esto es, el cine trabaja en el plano de lo singular y la televisión en la lógica de lo disperso, ya que se ajusta al principio de universal equivalencia.

Impugnar el modelo de organización dominante en las industrias culturales supondría liberar el tiempo de los fórceps del sistema y abrir el campo de lo simbólico a la experimentación, a la experiencia. Es preciso recuperar, de acuerdo con Remedios Zafra, los tiempos no colonizados por la ansiedad productiva, a fin de aprender a pensar, a vivir, a gozar, a soñar poéticamente, generando conciencia de universos posibles.

Vindicar al niño que fuimos, al homo ludens, frente al homo faber y al horror vacui que niega los intervalos, las pausas, el encuentro, los paréntesis y hasta el derecho a aburrirse con el inútil transcurrir del tiempo, no como tiempo muerto sino, simplemente, como tiempo de vida en sí mismo, sin otra pretensión que estar, ser y sentir.

Lo contrario de ello es el paradigma securitario en el que el ser humano se convierte en mero apéndice por su dependencia tecnológica de los nuevos terminales corporativos biométricos. No está de más, por tanto, repensar esta velocidad de escape que rige en nuestras comunicaciones móviles para criticar la deriva urbana (Debord dixit), la desterritorialización y el elogio de la fuga (Henri Laborit). Y, ya de paso, cuestionar el derecho a la palabra y cultivar el silencio como la reflexión.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

25 de mayo de 2021

  • 25.5.21
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida –y nombres, añadiríamos–. No hay fenómeno, por contingente que parezca, que no sea objeto de taxonomía. Así, hablamos de millennials o de Generación Z y, hasta en el telediario, a las mujeres y hombres de El Tiempo les ha dado ahora por poner nombre a las borrascas, exigencia expresa, por cierto, de Bruselas, como parte del proceso de americanización televisiva.


La propensión a definir el acontecer social es propia del Homo Loquens y alimenta la espiral del relato de crónicas y reportajes en los medios. Hace poco descubrimos que formamos parte de una nueva categoría: Generación Silver.

La denominación que hemos tenido los nacidos en la década de los sesenta ha sido, como las subsiguientes, variopinta: de la Generación Boom a este nuevo marcador se ha descrito nuestra vida con las vicisitudes propias de un orden social siempre alterativo. Tanto, que hoy podemos calificarnos como Generación Atónita, semejante a la que se formó con el cine como nuevo espectáculo de masas.

Vivimos, de hecho, danzando, torpemente, con arritmia, con el paso cambiado, y cuando aprendimos, con esfuerzo, nuevas certezas nos cambiaron la pregunta, modo examen sorpresa, tanto en el mundo social como en la vida afectiva.

Si la poiesis del amor es como el baile, nuestra generación parece proclive a ir pisándonos sin remedio, con tacto pero sin ritmo ni sentido. Y justo en este escenario equívoco, o más bien esquivo, una red nos quiere convencer que es nuestro tiempo (ourtime) pese a que uno tiene la sensación de que hoy vivimos una situación extemporánea a la que nos vemos expuestos, pese al mejor de nuestros esfuerzos por estar dispuestos a una adaptación creativa.

Mal empezamos nuestro tiempo si hemos de entendernos en inglés y a golpe de pantallazo. ¿Es este el modo adecuado del amor en los tiempos líquidos que vivimos ? ¿ O la mercantilización de la vida por el capital incluye la lógica de la universal equivalencia en las formas de relacionarnos ? No se explicaría de otro modo el imperio de la soledad y la proliferación de aplicaciones para querernos.

En los usos y sentimientos de amar, muchas cosas han cambiado. De lo hetero a lo pansexual, del sentimiento a golpe de tuit al click selectivo, del decir al hacer y la geometría variable de las esquinas del deseo, el movimiento pendular de las costumbres del querer ha resultado desbordante sin que algunos, al menos los de dicha generación, seamos capaces, al menos fácilmente, de sobrevivir al principio de la destrucción creativa.

Más que nada porque no hay carta de navegación. Ni narrativa posible o deseable. La lógica de presentación, nudo y desenlace ha quedado en un selfie, un Me gusta y despedida y cierre. No hay tampoco taxonomías posibles, ni clasificaciones deseables, si bien asumimos nuevos roles y categorías como follamigos por necesidad.

Se mixturan los géneros y se producen nuevas formas de relacionamiento. Un amigo dice que a fuerza de transgredir, estamos degenerando. Pero si uno estudia la historia de la norma o canon, toda nueva modalidad es fruto de una ruptura, de una degeneración. Así hemos pasado de lo heterosexual a la identidad no binaria. Y de las relaciones normalizadas a las relaciones irracionalizables.

Bienvenidos a la era de lo virtual, un tiempo sin taxonomía, un nuevo sensorium de lo inclasificable en el que, quizás, la muerte del código civil resulte terminar en una suerte de civilización sin código, salvo la moral de Instagram que, como el nombre indica, es la justicia del instante.

El amor episódico, el eterno retorno de la nada, que es tanto como la banalidad del mal en la medida que termina sistemáticamente por devorarnos cuando descubrimos que somos algo así como un personaje a lo Truman Burbank protagonizado por Jim Carrey. O, como apunta el ensayo de Tamara Tenenbaum titulado El fin del amor, donde concluye que amar, en tiempos de pandemia, no es un peligro por contagio sino, por lo contrario, por las dificultades de toda relación.

Ni romanticismo ni relación, la lógica escópica que padecemos nos deja en la estepa o en el desierto. La muerte de todo compromiso es la afirmación del compromiso con uno mismo, excluyente, solipsista, anodino, una suerte de vida burbuja nada gratificante, como el amor líquido del que habla Bauman.

El problema es que el goce nos emplaza a los otros. Somos, por definición, seres sociables y precisamos comunicarnos para ser, esta es una verdad antropológica y culturalmente indiscutible, aunque los cuerpos de Hooper abracen hoy la soledad por un tiempo colonizado y un individualismo posesivo sin solución de continuidad.

Del espacio público compartido a la Lógica Eenmnaal (comida para uno, en neerlandés) tal desplazamiento da cuenta de un problema de convivencia. Instagram nos formatea, el capitalismo selfie nos desconecta y el individualismo posesivo nos impide amar, por una cultura de baja tolerancia y escasa voluntad de entrega.

Tiempos, pues, de gourmet solitario o de First Dates, un postureo de amor fast food, sin esperanza ni aspiraciones trascendentales, salvo el minuto de fama, el fogonazo de lo que podría ser y nunca será. Visto este escenario, pueden calificarme de "clásico" o "romántico": habrá que perecer o morir de amor, que ya no se lleva ni en la ficción, menos aun en tiempos de mercaderes que nos ofrecen suscripción de una esperanza imposible siempre que pasemos por el cajero. Cosas veredes, amigo Sancho, que parecieran imposibles.

Pero la vida siempre es inteligente, pese al homo sapiens. No vamos a seguir "obcicados" –digo bien, "obcicados"–. Así que, puestos a jugar con las fluctuaciones del Universo Google de clasificación, renunciamos a modo plata y optaremos por ser generación cobre. Más que nada porque este metal es más duradero, y es un excelente servotransmisor, siempre dispuesto a la aleación, ya que nos han impuesto reducir nuestra pasión y reciclar. Qué mundo, pardiez.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

7 de abril de 2021

  • 7.4.21
En la literatura y en los estudios de Comunicación es conocida y aceptada, por lo general, la definición de la “ética” como el ámbito relativo al “conjunto de rasgos y modos de comportamiento” siguiendo el canon del Diccionario de la Real Academia que, en su última versión, incorpora la palabra “ethos” como “conjunto de rasgos y modos de comportamiento que conforman el carácter o la identidad de una persona o una comunidad”, quizás por influencia del filósofo de la modernidad (Kant) y la concepción del imperativo categórico que, en buena medida, ha ocupado los intereses y debates a este respecto en el campo.


Poco común es, paradójicamente, asumir en cambio la dimensión comunal que asocia este ámbito de reflexividad con la necesidad de cierta predisposición a hacer el bien o, genealógicamente, referir esta noción al significado originario de guarida, refugio o morada, lugar donde habitamos, más allá de Aristóteles.

En el tiempo que vivimos parece, sin embargo, más conveniente, en la Comunicología y otras Ciencias Sociales y Humanas, partir de esta última noción, pues en nuestro tiempo, de crisis civilizatoria y transición a nuevos paradigmas, se torna urgente pensar las ecologías de vida, repensar el oikos.

De hecho, la humanidad se enfrenta hoy a la necesidad de reformular la cultura, el modo de ser y carácter, como hábito, morada o refugio, en la indisoluble unidad histórico-material del sujeto-mundo y sus formas de construir las ecologías de vida desde el campo lábil y conflictivo de las mediaciones.

Esta es la tesis que propone el gran pensador Bolívar Echevarría y que conviene releer en diálogo con la actualidad para comprender, en el contexto más amplio de transformaciones históricas, el sentido de la exigencia, la autonomía y la responsabilidad social en los medios que brillan por su ausencia, sin límites, en Mediaset y Atresmedia, en Canal Sur y en la prensa del régimen.

El espectáculo de pornografía sentimental como el caso Rocío Carrasco, las derivas de La Isla de las Tentaciones o el continuo blanqueamiento del fascismo dan cuenta de una toxicidad sin precedentes que nos emplaza, por necesidad, a pensar el medio ambiente social que se deteriora con la infodemia.

La hipótesis de partida es básica, y no por ello recurrente. Si la política es el arte de lo posible y la ética de la comunicación el ámbito normativo que hace posible la vida en común, no hay transformación posible sin una articulación compleja e integral de los mundos de vida y la morada del sujeto de derechos, sea profesional de la información o ciudadano expuesto a la continua pornografía de la mercancía que captura la pura vida.

La calidad democrática y el periodismo de excelencia exigen un trabajo sobre el universo axiológico de la ecología de vida en tiempos de la prensa rosa. Pero sucede que los estudios sobre la naturaleza informacional de la sociedad contemporánea dibujan en nuestro tiempo un escenario contradictorio, cuyo gobierno por las máquinas y sistemas de información, lejos de facilitar un conocimiento detallado de los procesos de desarrollo, favorece, en la práctica, la asunción de un pensamiento sobredeterminado por un “metarrelato posmoderno”, incapaz de otra cosa que la denuncia de los proyectos de movilización y democratización del conocimiento y de los medios de información y expresión cultural autónomos.

Véase el informe estadounidense de ataques a la prensa en España cuando denunciamos que lo que hoy domina en nuestro ecosistema informativo, lejos de ser normal, democráticamente hablando, es una anomalía salvaje, un despropósito que se traduce en el minado de las bases cívicas de toda convivencia republicana, objeto, por cierto, de denuncia por la UE como cuando en los medios se dedican a titular continuas falsedades en el despliegue del lawfare que es la guerra de clases por otros medios, no precisamente democráticos y éticamente aceptables.

Si Matías Prats y los comunicadores han perdido la vergüenza siendo publicitarios del capital, poco podemos hablar de deontología en esta suerte de informadores comisionistas. Lo de la Gürtel en el periodismo patrio es el colaboracionismo nazi con Ley Mordaza de por medio, pero de esto, los guardianes de la libertad poco dicen. Ni están ni se les espera.

Lo grave es que, con ello, la atmósfera se torna irrespirable, un entorno invivible, contaminado, radioactivo y guerracivilista promovido desde el poder financiero y el gran capital con un único objetivo: la restauración del régimen y la contención de todo principio esperanza para, como escribiera Vázquez Montalbán, cambiar la vida y mudar la historia, el relato de lo que es y puede ser.

La desrealización del mundo cotidiano y la pérdida material de las formas de anclaje de la experiencia por efecto de la colonización de los simulacros mediáticos terminan como resultado por bloquear el imaginario político-ideológico emancipatorio en un proceso de mixtificación de las nuevas formas de dominio flexible, que de raíz niegan toda posibilidad de otra forma de espacio público en común, pese a la pertinencia y necesidad de este ejercicio intelectual y de compromiso histórico en un tiempo como el presente, marcado por el proceso intensivo de globalización, cuyo desarrollo se está traduciendo en diversas formas de crisis cultural y des-concierto de las comunidades locales, paralelamente al proceso de descentralización de las instituciones económicas, políticas e informativas.

No ha de sorprendernos, pues, que quienes se alimentan de La Isla de las Tentaciones, Sálvame o el Café con Susanna Griso campen a sus anchas en las plazas públicas de Madrid vindicando el incumplimiento de las normas, a lo Aznar –dicho sea de paso–, que nadie le puede decir a qué velocidad ha de conducir su vehículo de alta gama, para eso es español muy español, como M.R.

En otras palabras, nuestros medios, periodistas y estadistas fast food más que liberales son ultramontanos, un problema de salud pública que invita a la reflexión y, desde luego, a intervenir por el bien común, por la democracia y por la convivencia de todos.

Este es el horizonte de progreso inmediato que hemos de acometer ante la deficiente y contaminada ecología de la comunicación. Las discusiones en curso sobre el papel de la comunicación y los sistemas informativos permanecen, sin embargo, anclados en la visión absolutista y autoritaria del franquismo sociológico en contra de toda articulación social de diferentes actores y agentes sociales ante el conjunto de problemas que enfrenta el país.

Y ello invita a pesar que parece notorio que el ethos requiere política e imaginación comunicológica que libere las energías y haga habitables las ecologías de vida en esta piel de toro. Desde este punto de vista, podemos afirmar que el desarrollo comunicacional en España constituye, a este respecto, un problema estratégico si hemos de salir del actual bloqueo y crisis institucional, especialmente cuando, como reza el documento audiovisual de Rocío Carrasco, hay que contar la verdad para vivir, pese a que los medios mercantilistas más bien mienten porque son vivos, como dicen los quiteños: pura viveza criolla.
FRANCISCO SIERRA CABALLERO

10 de marzo de 2021

  • 10.3.21
Decía Blaise Pascal que lo contrario de una verdad no es el error, sino una verdad contraria. En estos tiempos convulsos de pandemia y crisis de régimen, se procura no obstante estabilizar lo inevitable: un proceso constituyente y el advenimiento de la III República, contra viento y marea. Pareciera, en fin, que la historia se repite como farsa.


Cabe así hacer un ejercicio memorialista sobre el 23F o la fabricación de presidentes (Suárez/González) con el blanqueamiento de la figura del jefe del Estado y la dinastía borbónica, la peor plaga que ha asolado por siglos la historia de España y que estos días pone en evidencia el teatrillo de la propaganda para legitimar un orden que es todo menos acuerdo y consenso democrático.

En esta estela cabe, por ejemplo, situar la entrevista de Jordi Évole al mal imitador de estadista José María Aznar. Si no aciertan a confirmar esta evidencia pueden, no obstante, corroborar tal aseveración leyendo La paciencia de la araña (editorial Samarcanda), de Juan Carlos Rodríguez Centeno, una obra que ayuda a realizar la necesaria lectura a contrapelo de la historia con la que aprender a pensar nuestro presente.

No vale decir, como es habitual respecto al cine, que hemos dedicado demasiadas obras al periodo de la Guerra Civil. Esta afirmación, si me permiten el atrevimiento, se antoja inconsistente si comparamos con otros países como Estados Unidos, que han vivido situaciones semejantes.

Pero, además, es del todo falsa e inconveniente desde el punto de vista de la guerra de clases hoy en curso, más aún si se conoce la economía política de la guerra, los negocios en el origen de buena parte de los emporios del IBEX 35 que la novela retrata, no solo a través del financiero Juan March, sino con otros aventureros y buscadores de fortuna de lo que podríamos denominar en España como capitalismo de amiguetes o cultura del estraperlo.

En esa España que se fraguó no puede faltar la figura del rey, la figura por antonomasia de esta lógica depredadora. No quisiera extenderme en la recomendación de la obra, pues la columna de este mes viene motivada por el malasombra que reaparece no sabemos si para justificar el sinsentido o para dar sentido a su forma insulsa de ser y estar.

Pero permita el lector una digresión, con todo lo arriesgado del oficio, más que nada por que escribir sobre la obra de un compañero o camarada siempre es un compromiso. Y hacerlo con la libertad de la lectura gozosa exige tomarnos la licencia de curtir de curador, o de curar las heridas propias de una grieta o herida por la que sangra la literatura, tanto como el cine o la historiografía.

Ahora, si nos atrevemos a tal ejercicio sin red es porque puede ayudarnos a saber quién era Manuel Aznar y, quizás, permitan la arrogancia de tal intención, ello sirva para ilustrarnos en el contrapunto entre la novela y la reciente entrevista a Aznar que tan aleccionadora se antoja.

En La paciencia de la araña, el profesor Rodríguez Centeno despliega todo un tratado sobre la propaganda y el papel de la prensa en tiempos de guerra, un tema hartamente querido por el autor. En sus páginas, figuran personajes como Arthur Koesler, la propia figura de Queipo de Llano, Bobby Deglané o la propagandista nazi que protagonizó uno de los episodios más tristes y lamentables de la propaganda negra en España.

La obra muestra, además, las estrategias de propaganda falangista. No en vano, se sitúa en el periodo histórico emblemático para el tema, la era de la propaganda de masas, un periodo propicio para la reflexión.

La Europa de entreguerras y EEUU fueron el laboratorio del manejo de la radio para la movilización social y para las causas de las ideologías en la Alemania nazi, el fascismo en Italia y desde luego en España, como en Estados Unidos, el modelo de control y previsión social de la cultura fordista.

En la novela, vemos cómo la propaganda aparece siempre, como define uno de los personajes, con las manos manchadas de sangre, tan efectiva y necesaria como cualquier cuerpo del ejército y que se puede explicar, en buena medida, por la economía política de la guerra a propósito del terror y la crisis capitalista.

De la Residencia de Estudiantes con Buñuel, Pepín Bello o Celaya y la Sevilla subalterna y desconocida, de los interiores y hábitos de la Falange, a la realidad del campo andaluz y extremeño, de los tugurios y burdeles de la retaguardia, a los hospitales de campaña y los devastadores efectos y consecuencias de la barbarie, el pasado se proyecta en el presente, en el sentido unamuniano –nunca mejor traída la expresión– como auténtico personaje de este trasfondo histórico que nos hace pensar este tiempo con otra mirada, porque novelar es recrear, una práctica que ayuda, qué duda cabe, a comprender mejor la razón de ser de actores políticos tan nefastos en la historia como el propio José María Aznar.

Nuestro presente, vamos, es un vivo retrato del miserabilismo reinante en España que, como escribiera el bueno de Vázquez Montalbán, sigue habitado de fantasmones. Propongo por ello al lector que acometa la lectura de la antología de artículos Cambiar la vida, cambiar la historia (editorial Atrapasueños, Sevilla, 2020) y la novela de Juan Carlos Rodríguez Centeno para recuperar el hilo rojo de la historia, las tramas del poder, la verdadera faz de personajes en contrapunto a la realidad moral del campesinado de Castilla como ya hiciera nuestro Zola particular en los Episodios Nacionales (hoy objeto de culto y conmemoración pero que normalmente ha sido poco o nada valorado, por no decir que, por el contrario, más bien olvidado en el baúl de los recuerdos).

En fin, si Aznar olvida en la entrevista su responsabilidad con la crisis de 2008 y en la historia de los crímenes de guerra en Irak, es hora de proponer un ejercicio memorialista, bien documentado. En ambos casos, les garantizo que van a pasar un buen rato riendo, pese al tema y crudeza de lo narrado.

El humor y manejo de la fina ironía del gran Vázquez Montalbán es conocido. Pero Rodríguez Centeno no se queda corto, como cuando uno de los personajes imagina un desfile de la victoria en Madrid con tropas customizadas modo LGTB o cuando Celia Gámez aparece en escena protagonizando un jocoso episodio.

El autor demuestra en estas y otras situaciones una gran capacidad, como Eduardo Mendoza, de jugar con las contradicciones de la vida, en medio de la tragedia, de descubrir la picardía, el chiste rápido, la espontánea carcajada del lector ante situaciones inverosímiles. Aprendizaje, suponemos, del cuchipandeo o de la técnica publicitaria del oxímoron. Y que da para disfrutar con situaciones hilarantes como la del tanquista italiano Giuseppe Patera, integrante del convoy nacional que se dirigía al frente de Madrid y termina –lean el episodio– proporcionando información al bando republicano por los retortijones que le obligaron a apearse en el camino para obrar.

Pero no les revelo más, solo les anticipo que el autor, como el gran Vázquez Montalbán, domina el arte de la chufla, del choteo, el chacotismo, la mofa y hasta el albur, recursos necesarios en nuestro tiempo cuando solo podemos asumir, con la ironía como mecanismo de resistencia, el arte de vivir, contra toda catástrofe, combatiendo a los macarras de la moral, pues, como ayer, lo narrado tiene continuidad hoy con los Espinosa de los Monteros, como antes Juan Samaranch o Fraga marcaron el camino de una farsa, mientras aún hoy el hospital de Granada sigue llevando el nombre de Ruiz de Alda, pese a la Ley de Memoria Histórica.

Estos y otros hechos novelados dan cuenta de la actualidad de esta novela, más aún si tomamos en cuenta diálogos como el de Benjumea y Juan March sobre las fundaciones y la producción ideológica de lo que Chomsky denomina la fabricación del consentimiento.

La conversación de Queipo y Sainz Rodríguez sobre lo que fue el camelo de la corona ilustra, en fin, cómo en la historia podemos leer nuestro presente y proyectarnos hacia el futuro trascendiendo personajes contemporáneos como Carlos Colón, Nico Salas o algunos aprendices de Giménez Caballero y Dinosio Ridruejo que pululan actualmente por nuestro entorno informativo sin razón ni decencia.

Así, hoy como ayer, el lumpen abunda como coro de fondo en la Falange Española del mismo modo que abunda hoy en Vox. Y siguen proliferando sujetos, como el personaje del capítulo XII, en el que la amiga de Pina López Gay, pasa de ser vanguardia de la Joven Guardia Roja a militar con puestos en la UCD, luego AP, y terminar como parlamentaria andaluza del PP en una prueba más de travestismo político. No digan que no da para reír.

Siempre nos quedará esta forma antagónica de autonomía: la estrategia del caracol, de la que Aznar no ha aprendido nada de nada a juzgar por la entrevista. Si algo queda claro en el programa de Évole es que nunca ha tenido sentido del humor. Y el rictus le puede, como es normal en personajes patizambos que acaban por hacer llorar a media humanidad, pero no consiguen comprender la alegría vital de la multitud porque nunca fueron, porque son del bando de la muerte. Nada en fin tan ridículo como el rigor fortis o mortis. Que la fuerza le acompañe, como a Cebrián y, antes, a Manuel Aznar.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

10 de febrero de 2021

  • 10.2.21
El caso catalán es ilustrativo, de un tiempo a esta parte, de la lógica mediática que nos gobierna y que se extiende, a día de hoy, a los comicios del 14F. Hablamos de un modo de concebir y hacer el periodismo que nada tiene que ver con el oficio y, mucho menos, con las exigencias deontológicas que, se supone, rigen en un sentido normativo la praxis de los profesionales de la información.


Así, cuando Julian Assange demostró que la injerencia en redes en el referéndum por la independencia no fue ni de Rusia ni de Venezuela, sino de la propia NSA, El País, sin pudor ni sustento alguno, dio crédito a declaraciones del Gobierno al respecto para afirmar, sin pruebas, exactamente lo contrario. Una dinámica que podría ser normal en la prensa basura, que todos tienen en mente, pero no en un diario de referencia.

Y por ello estamos como estamos, aun siendo conscientes de que el problema catalán difícilmente se resuelve con agitprop. El tratamiento sesgado, tendencioso, irreflexivo y, cuando menos, de baja altura de miras, es de hecho el principal obstáculo a todo diálogo y salida política al conflicto generado por el arte de la no intervención de M.R.

No sabemos si por el coeficiente intelectual de la derecha o por la impronta del pujolismo, el caso es que los medios, lejos de mediar, azuzan e incendian el paisaje político con pocas o nulas capacidades de recuperación. Salvo contadas excepciones, como la de Lluis Bassets, los opinadores y editorialistas del sistema informativo mainstream emulan el modo de actuación de los camisas pardas.

El caso del panfleto de Cebrián es, en este punto, hasta sangrante, como lo es el secesionismo y la construcción nacional por otros medios de la gran mentira. Por ello parece claro que el debido y necesario internacionalismo y la vía federal y solidaria de una República como proyecto de nueva forma Estado de futuro para la convivencia pasa, hoy más que nunca, por un nuevo sistema de comunicación que supere el déficit democrático en España, consciente de que hemos llegado hasta aquí por una narrativa falsa, por ficciones nacionalistas, de ambos lados, y por la deriva xenófoba que el austericidio promueve en forma de aporofobia y odio al distinto.

En otras palabras, las cuentas y los cuentos nacionalistas en Barcelona y Madrid tienen sus víctimas: la verdad es la primera de ellas. Imaginen qué otras más, considerando el pacto de las burguesías catalana y central, dictaduras mediante, que a lo largo de la historia han procurado encubrir la vergüenza del expolio. Por lo mismo resulta preocupante que la izquierda ampare semejante proyecto de esquilmación sistemática, más aún si pensamos desde Andalucía.

Claro que el panorama mediático no contribuye en nada a la meridiana claridad política cuando columnistas como Teodoro León Gross equipara a Pablo Iglesias con Trump, mientras se denuncia la ficción democrática del régimen del 78, resultado de una herencia monárquica corrupta y despótica, heredera del franquismo. Dicho esto, cabe esperar que el 14F los catalanes voten libremente, aún con covid, el futuro de la autonomía.

Nadie votó la forma Estado en la transición, sino la Constitución que las élites impusieron con la amenaza del ruido de sables por testigo. Nada nuevo bajo el sol. Relean los escritos de Vázquez Montalbán sobre ello. Son colaboraciones en Mundo Obrero del 77 y siguen estando vigentes hoy, que toca agitar el tablero mediático a golpe de tuit, mientras encarcelan a Pablo Hasel por decir verdades como puños.

El enjambre de las multitudes en la colmena digital está de momento exento de la lógica de captura que impone el sistema informativo. Pero es sabido que, en España al menos, se impone la inquina sorda y continua del escaparate catódico (no olvidemos que constituye la dieta básica de los españoles, como antaño el NODO) a la hora de denunciar la intromisión rusa –nunca la de Estados Unidos, claro está–, pese a que esté más que comprobada, como en el Brexit.

De ello fuimos testigos al invitar a Julian Assange a abrir el congreso Movenet como Compoliticas. En su intervención, los medios nacionales y la prensa local reprodujeron la crítica del fundador de Wikileaks al papel del Estado español en el control de las redes con motivo del referéndum. Pero la prensa se quedó con la versión mejor acomodada.

Los proyectos como East Stratcom Task Force de la UE, la constatación de más de tres millones de cuentas falsas en Twitter y de cuerpos de seguridad como la Guardia Civil en la red pareciera una anécdota frente al poder ruso y sus terminales informativas (Sputnik, Russia Today y los centros trolls de Moscú). Curioso razonamiento en la era de los memes, Hoaxy y los dispositivos de captura y control. Y curioso periodismo el del orden reinante en nuestra patria.

Se ríen de lo del Capitolio y Trump en Washington cuando emulan a diario lo que Saul Bellow define como moronic inferno, el modo cultural de un tiempo propicio, como advirtiera Eco, para la legión de imbéciles que proliferan cual patizambos en la red: entre la estulticia, el narcisismo selfie o la liturgia esclerotizante de la banalidad del mal.

Por fortuna, siempre nos queda la libertad de pensar, el recogimiento como acogimiento, la paz y la palabra, el derecho de reunión y manifestación, los muros de las calles y las calles y alamedas sin muros, el espacio público y la pública voluntad insumisa de habitar en común.

Por tener, tenemos incluso los bares y tabernas, bien es cierto que ahora provisionalmente restringidos, pero en esta tierra que nos reúne, ha sido la semilla de vientos de libertad: de 1812 hasta nuestros días. Volveremos a las plazas, en Cataluña y en el resto de España. Al final inevitablemente se impone el principio de necesidad.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

13 de enero de 2021

  • 13.1.21
La era de la postpolítica no es la del reality show ni la producción del espectáculo en vivo, sino más bien la era de la postproducción y la ley de hierro del orden narrativo del nuevo espíritu del capitalismo. Esto es, lo verdaderamente real, lo determinante, lo que sobredetermina la escena en pantalla está más allá, y no es visible al público, con independencia de lo que la natural improvisación de los actores declama.


En otras palabras, siempre hay un guion que define los roles de cada figurante en La Isla de las Tentaciones, pero la tentación no está en la casa de Gran Hermano sino, como el capital, en la captura a posteriori, en la edición, en el making off del carrusel permanente con el que nos vienen entreteniendo en la parrilla programática de la vida en común. 

Solo así es posible entender qué se representa en la invasión del Capitolio y no quedar petrificado con el espectáculo obsceno que vimos en vivo y en directo. Pues, sí o sí, la coyuntura es solo el objeto contingente de actuación de la práctica política. 

El problema es que nos hemos acostumbrado a todo lo contrario por el efecto de los medios y la reducción de la política a mera actualidad de un presente perpetuo, desconectando hechos, como esta parodia, de la gestión de la crisis de 2008, cuando más resulta necesario vindicar el principio o hipótesis de trabajo relacional y cuestionar cómo hemos llegado a este estado de excepción. 

¿De dónde vienen, por ejemplo, redes como Club for Growth, Family Research Council y otras sectas ultras que amenazan nuestro futuro y reeditan experiencias anticipadas por Heritage Foundation o Moral Majority? Colectivos que Fox News y Breitbart News realimentan en la producción de ideología supremacista como parte de una escaleta bien calculada para cumplir con la narrativa de los intereses creados.

Lamentamos decepcionar al lector. No fue Trump el principal productor de esta distopía. Como hemos dejado evidenciado en diversas obras sobre la propaganda, fueron Reagan y luego Obama quienes convirtieron la Casa Blanca en un plató de televisión, en un espectáculo total –un signo indudable del neobarroco–, con una puesta en escena de emociones, humor, tensión dramática, de acuerdo al guion efectivo preparado en cada momento para consumo y deleite de la audiencia. 

La única novedad o radical diferencia de Trump, más allá de su cretinismo –similar por otra parte al de  Reagan es que su programa The Apprentice, en la NBC, era un reality show y no un espacio divulgativo. Si Isabel Pantoja o Cristina Cifuentes hoy traspasan las fronteras de lo pensable vía un programa de talentos o Supervivientes es que, en la era de la neotelevisión, domina la cultura bastarda, la contaminación y la confusión de actores, gentes, géneros y estéticas. 

Así, el dominio y el gusto por sociópatas como Tony Soprano o el protagonista de la serie YOU, o de nuevo Drácula en Netflix es nuestro Baal de Brecht y el Pato Donald, versión soft, de Mattelart. Donald (como el Pato) Trump, explica James Poniewozik, crítico de The New York Times, creció con Disney, que demonizaba a los nativos americanos, mientras en los ochenta del glorioso neoliberalismo de la era Reagan el imbécil cowboy de medio pelo se imaginaba como protagonista de Dallas o Dinastía

Nada que ver con las pendejadas de la Academia de la Historia que, como la Academia de la Lengua, se ha vuelto lenguaraz, y no lo digo por el escritor insulso bocachanclas que todos tienen en mente. El – dícese– escritor Juan Van-Halen confunde en sus diatribas de ABC "descentralización de las redes" con "desinformación" y "falsedad", como si los medios fueran garantía de transparencia y siguieran el debido protocolo deontológico. 

"Posverdad", según la RAE, es la distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y actitudes sociales. Justo lo que hacen cada día los muchachos de OKDiario y los hijos de Berlusconi de Mediaset, por no hablar de la Sexta y el universo Planeta. 

En suma, aunque les pese a los macarras de la moral, los principales artífices de las falsas noticias, oído al parche, no se pertrechan en Twitter, ni parten del rumor anónimo del WhatsApp, propio de situaciones de crisis como la del Capitolio, sino fundamentalmente en los medios periodísticos y las fuentes oficiales, sean las del hijo de Nerón, pato Donald Trump, o las del pulcro y cosmopolita ejecutor contra las libertades llamado Macron. Por cierto, ahora que pienso, ahí siguen los chalecos amarillos, dando una lección de escuela de ciudadanía, de pedagogía democrática, señalando que no cesarán en su voluntad y saber más allá del pogromo neoliberal y de lo que digan en el parte de guerra del noticiero diario. 

Saben, ciertamente, que la autonomía y el antagonismo son la base específica de mediación social de la política para una vida digna. Las clases, explicaba Poulantzas, son siempre portadores de estructura. Los sujetos son porque están siendo, advertía E.P. Thompson. Pero ¿cómo están siendo en la era de la postelevisión? 

Sabemos que el arte de la desinformación consiste en desilustrar, a nivel de conciencia, con una narrativa de la confusión, siempre seductoramente espectacularizante. Pero toda lucha tiene memoria y los idiotas no son tanto los esclavos como los señores de la nada, con cuernos o no, que de todo hay. 

En suma, la amoralidad de la pospolítica algo tiene que ver con la paleotelevisión. Aunque empiezo a pensar que lo que ilustra mejor la decadencia del imperio, más allá de vergonzosos episodios como el que se ha vivido en Washington estos días, que se encuentra siempre en las pantallas del patio trasero, a través de series de culto como La Casa de las Flores. Qué curioso: hemos de ir, paradójicamente, a la ficción para comprender la actualidad noticiosa. Cosas del mundo al revés.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

23 de diciembre de 2020

  • 23.12.20
Cuando, en los términos que hizo célebres Gramsci, lo viejo no acaba de morir, la narrativa se puebla de vampiros, dráculas y otros personajes parásitos que evocan o proyectan nuestros miedos e incertidumbres. Del Frankenstein de Mary Shelley y la escritura de El Capital y de The Walking Dead al cambio social que se avecina, la era de los muertos vivientes es el tiempo de emergencia de lo nuevo en el que aún malviven, a costa de la vida y la juventud, figuras retóricas de lo informe.


Ello explica la moda por el turismo gore (dark tourism) en ciudades como Sarajevo, la proliferación de series como Chernobil o el consumo de cómics al uso que seducen a la nueva generación millennial o como queramos definirla. En estas y otras manifestaciones culturales, no olvide el lector que estamos ante un epifenómeno de la ficción que, en las propias noticias, es una constante del periodismo snuff. El gusto por los muertos vivientes es una característica del régimen informativo del 78.

No de otro modo se explica que Ana Rosa Quintana, esa gran periodista del (sin) corazón, nos advierta que a la monarquía, aún putrefacta, ni se la toca, no se la puede tocar, porque es intocable, como en la India cierta casta. Lleva razón esa gran líder e intelectual orgánica del IBEX 35, Díaz Ayuso: no todos somos iguales, Juan Carlos I es diferente, no tanto respecto a la oligarquía a lo Florentino Pérez.

La distinción en fin es clasificación, pero la farsa informativa que, a fuerza de repetir quiere hacernos convencer que Felipe VI está muy preparado y es diferente, ya no nos deja claro de qué diferencia hablamos: de la diferencia de la diferencia o de la diferencia de los iguales o sin nada. Porque algunos vemos lo mismo de siempre.

Advertía Gabriel Tortella de los Borbones franceses, tras años de exilio y el retorno en 1815, que ni habían olvidado nada, ni habían aprendido nada. Algo parecido se podría decir de la monarquía en España, incapaces de entender la patria ni sentir el palpitar de la potencia plebeya.

Por ello, en modo alguno sorprende que Felipe VI siga acomodado en la espiral del disimulo del facherío ultramontano y golpista. Otra cosa es lo de los medios que, cuando menos, nos suliveyan. Si la monarquía constitucional en España es un oxímoron imposible e indeseable, lo de los medios no tiene remedio.

De la falta del decoro y el insulto zafio y ridículo del converso ex Bandera Roja a los vendepatrias y anunciantes de seguros por doquier, pasando por los bustos parlantes que solo entienden de economía neoliberal, nuestras pantallas y ágora informativa están infectadas por la pandemia de la infoxicación vociferante.

En palabras de Víctor Sampedro, los periodistas y columnistas españoles actúan, por lo general, según una suerte de obediencia debida, más propia de cuerpos uniformados, que en crisis como los atentados de Atocha o con la crisis de la monarquía por los papeles de Suiza actúan de forma monolítica, uniformados en el orden reinante de la vulneración de los derechos de todos, quizás por ello, digo yo, la profesión periodística y los medios españoles son los peor valorados de la UE. Alguna razón debe tener la plebe para tanta desafección.

A ver si muertos ya los que hace tiempo debieran estar enterrados, Queipo de Llano inclusive, logramos revivir otras formas, otras voces y otros modos de decir y hacer el más lindo oficio del mundo: la democracia lo agradecería más hoy cuando el coronavirus, como antes el 15M, ha deconstruido la cultura zombi de un sistema que ni vive ni deja vivir.

El movimiento instituyente debe, por ello, desplegar redes de solidaridad y confianza y medios alternativos. Empezaremos por decir lo que hay que hacer en el oficio y esperamos que la pedagogía democrática haga su trabajo: otra comunicación para construir lo común.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

24 de noviembre de 2020

  • 24.11.20
La información de actualidad (hic et nunc) ha perdido su sentido como, en parte, dicho sea de paso, los periodistas han olvidado la razón de ser de su oficio. En la era del Net Mercator viven, de hecho, en medio de una crisis irremediable, sin conciencia de los problemas reales que han de enfrentar los nuevos procesos de mediación, ni asumir la autocrítica necesaria, inmersos como están en el fetichismo tecnológico y en las fantasías electrónicas que han alimentado como fábrica de sueños la profesión y la propia cultura de masas.


De modo que parece inevitable que se imponga la máxima de "más información igual a menos cultura", con el riesgo añadido, del todo real a juzgar por cómo consideran la profesión los sondeos del CIS, de terminar eliminando al mensajero, básicamente por defecto u omisión. 

Y esta no deja de ser una paradoja de la mediación informativa en un momento en el que los medios y la información son centrales en la dialéctica de representación y proyección performativa de producción de la diferencia de nuestra modernidad líquida o, depende cómo se mire, más bien licuada. En definitiva, vivimos una irremediable crisis de confianza en los medios y en los informadores: junto a responsables públicos, uno de los oficios más denostados y desnortados del país. 

No ha de sorprendernos, por tanto, existiendo como existen personajes como Mariló Montero, que se vuelva a discutir por qué estamos como estamos cuando hay quien afirma, no sin razón, que los únicos medios serios de este universo del estercolero son El Jueves o Mongolia, medios adecuados al mundo invertido del Universo Monger, como diría mi amigo Alfonso Ortega. 

El resultado es que la desinformación se ha convertido en el talón de Aquiles de la democracia liberal. Por ello, la verdad es revolucionaria. Pero, ¿cómo conseguiremos avanzar en un ecosistema informativo tan tóxico y nocivo? Sabemos que hay iniciativas pioneras como Slashdot, Wikinews u OhMyNews, que tratan de revolucionar el oficio, ilustrando que el futuro del periodismo será como Periscope –un medio interfaz de 360 grados– o, sencillamente, no será. 

Ello exigiría, como consecuencia, asumir la movilidad radical, la convergencia y la multimedialidad. Pero la deriva del oficio no parece percibir que el viejo periodismo haya muerto. La espiral del simulacro y del silencio o, en verdad, la estrategia del disimulo, actúa por una suerte de mímesis estéril, medias verdades, infundadas prudencias y estereotipia decadentista de un orden que ya no reina ni logra conectar con los públicos que huyen hastiados de tanta banalidad e irrelevancia. 

Basta con analizar la escaleta de Canal Sur para confirmar que el oficio ha perdido el rumbo y, en el caso de los seguidores de Urdaci, hasta la vergüenza. Mientras esto sucede a diario, llama la atención que los dirigentes de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) se manifiesten contra la propuesta del Gobierno de monitorizar las desinformaciones en redes y periódicos digitales a lo OK Diario –más ordinario que ok–, pese a que está demostrado que la calidad del sistema informativo español es la peor de la UE, siendo como es la pauta dominante en el oficio entre tertulianos sin criterio, editores sin deontología y ejecutivos sumisos al IBEX 35 y a la mentira, la propaganda y la desinformación sistemática. 

Esta unanimidad sin rigor de los representantes del gremio es sintomática de una deriva de la negación o del negacionismo, a lo Trump. Así, el presidente de la FAPE repite un mantra falso instalado en facultades y redacciones: la mejor norma en material de libertad informativa es la que no existe. Y lo que existe no da para ley alguna, salvo la banalización del mal. 

Empiezo a pensar que el efecto burbuja no es de los usuarios de las redes, sino de los periodistas desconectados del mundo en el que viven. Sabemos que todo sujeto, en especial el actor-red, puede pertenecer al mismo tiempo –y de hecho participa– a varias comunidades y redes, formando parte de varios públicos. 

La multitud, con el efecto burbuja, tiende a imponer su intolerancia al dominar su espíritu la afirmación de las ideas propias sin fuerza ni contrapeso. En este horizonte del desperdicio de la experiencia, la falta de ilusión reinante entre los profesionales de la información es la negación de la libertad, el reverso de la noticia como ausencia de pedagogía democrática, el réquiem del ágora como esfera pública, en el sentido de Castoriadis. 

Y ya sabemos que sin isegoría no hay justificación alguna para escuchar el parte de guerra. Salvo como simulacro, algo ya reiterativo en los medios de referencia dominante. El problema de la lógica espectral es que terminaremos todos siendo medio zombis. Como rezaba una viñeta de El Roto, "tanta actividad virtual terminará por convertirnos en fantasmas". Seremos lo que ya somos, espectros de una vida no digna de ser vivida, gracias en buena medida a una información basura de tan baja calidad que hasta las fake news resultan más entretenidas y creíbles. 

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

14 de octubre de 2020

  • 14.10.20
La era de la racionalidad del sistema de objetos es, de acuerdo con Guy Debord, el de la proyección especular de la imagen, del tiempo congelado, promesa de memoria y, en realidad, construcción de la nada. Dura simulación o fantasía de movimiento pues, en verdad, como explica Deleuze, la imagen-movimiento es remplazada, en la era del audiovisual, por la imagen-tiempo, por las industrias y colonización del alma, por la cultura espectral que, digitalizada, abstrae todos los códigos, difumina las barreras y marcadores ideológicos de la representación.


La importancia del flash-back en la cultura mediática da cuenta, en este sentido, de la importancia de la memoria. Pues, como explica Deleuze, la imagen-tiempo sustituye en el cine moderno a la imagen-movimiento de la memoria clásica. La mediación de la nueva cultura informativa afecta al eje perceptivo, al eje afectivo y, claro está, a la función proactiva del sujeto. 

Como advertía Trías, el tiempo se alza en la modernidad, en el cine, reteniendo el movimiento, que queda entonces subordinado, a través de una narración, voluntariamente deshilachada, como una suerte de acción rota u oquedad que permite la emergencia de la memoria involuntaria, o de pérdida de visión histórica de larga duración. 

Disculpe el lector la parrafada, pero uno siente que el Nodo que vivimos estos días en los medios, tanto públicos como privados, recuerda demasiado la memoria involuntaria de la transición democrática en forma de nuevo de restauración. 

Hoy como ayer, la agenda neofranquista tiene en el periodismo su leal caballo de Troya. Al tiempo que los subalternos del IBEX35 tienen agenda, diseñan estrategias, financian la contraofensiva de la esclavitud, los medios definen el framing, inculcan valores, y hacen valer la VOX de la oligarquía financiera. Así las cosas, parafraseando a Rosa Luxemburgo, la alternativa es democracia o dictadura, fascismo o libertad. 

No es tiempo ya de la revolución de las sonrisas ni la política del talante cuando la agresión del capital amenaza la vida y el planeta, cuando la guerra de clases es la reacción al proceso de movilización de los indignados, las mareas, el 15M y numerosos procesos de protesta y lucha globales. 

El lenguaje totalitario que inunda las pantallas, chicas o móviles, tiene en este escenario el cometido de reducir todo a mensajes unitarios, simples, dicotómicos, emocionalmente intensos y directos, difíciles de mediatizar o discutir con la razón. Pero que, como antaño, deben ser contrarrestados considerando que la retórica del exceso termina teniendo impacto social en forma ya no de violencia simbólica, sino de protofascismo que atenta contra toda convivencia democrática. 

El desencanto o la política de pérdida de la esperanza que neutraliza la voluntad de emancipación y vuelve más invisibles a los sectores populares es la razón de ser de los nuevos populismos de extrema derecha que proliferan por desafección al arte público de la política con la tendencia de los medios a reducir la complejidad, a ocultar los resortes estructurales de las contradicciones y conflictos por la estructura de sentimiento de las pasiones y emotividad irracionalista. 

Y es que en tiempos de crisis y desasosiego, el contagio es la técnica y la velocidad la eficiencia del discurso de Familia, Tradición y Propiedad por el que se impone en forma de cerco y acoso al pensamiento antagonista. Observen experiencias como las de Estados Unidos o Brasil. 

El uso de las redes sociales y la politización hacia el resto –por cierto, apelando a la teoría de la conspiración contra España– es un guión similar al de Bolsonaro. En esta tarea, complementariamente a los medios mainstream, andan los hackers de la sinrazón. La prótesis social de la cibercultura ha sido invadida de los bárbaros y macarras de la moral. 

Con la sensación de informados y sumergidos en la red de actualidad, vivimos, como advierte Jaron Lanier, en un internet no "de las cosas" sino "de la cosificación". Un espacio no público sino privativo en el que no es posible la deliberación ni la distancia social pues prevalece el panóptico digital, como advierte el filósofo Byung-Chul Han. 

 La lucha de clases pervive, sin duda, en el ámbito digital. La dialéctica del Big Data, tanto Facebook como Twitter, configura el espacio púbico con datos privados al servicio de la desinformación negando toda forma de autonomía. En esta lógica de captura, CITIZenGO y Hazte Oír son el ariete-plataforma o red de restauración ultraderechista como antaño en Estados Unidos era Heritage Foundation. Aquí colaboran OpenDemocracy y ActRight como otros grupos extremistas coordinados en The Movement de Steve Bannon. 

Consideren además que la Unión Europea está sometida al vasallaje de los emperadores tecnológicos de Estados Unidos y el complejo del Pentágono y verán que el niño de la CIA –Juanito, el campechano– tiene hoy nuevos siervos de la gleba que nos quieren domar, simplificando el relato de lo que acontece por un porvenir reciclado. 

Ahora bien, recuerden las palabras de Marcelino Camacho, y no olviden que la tecnología es un medio de producción que tiene propietario. Antagonismo, soberanía popular, proceso constituyente, en España y en la UE. Contra los hijos de San Luis, contra la restauración: libertad y republicanismo, aquí y ahora. No queremos ser mediatizados. Es tiempo de mudanza: de Capitol Hill a la Comunicación de los Comunes. 

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

30 de septiembre de 2020

  • 30.9.20
La cultura red es el imperio de la instantaneidad. No se es si no se está. La captura del tiempo es la condición de la existencia, convertida en estancia o imagen efímera de la figuración. El problema es que, como advierte Remedios Zafra, la cultura digital impone una cultura del entretenimiento y la indiferencia, una suerte de hipnosis de la ignorancia inducida. Vamos, que nos quieren derivar, los del IBEX35, de la democracia a una suerte de oclocracia teledirigida.



Quizás por ello, Trump anda empeñado en avivar la guerra tecnológica con el cierre de WeChat y TikTok. La censura previa, como ven, existe. Los apologetas de la desintermediación en la era digital se quedaron ya sin razones para justificar el ordoliberalismo.

Y es que los que más pregonan el libre mercado –de Thatcher a Wilbur Ross, secretario de Comercio de EEUU– son los primeros en aplicar medidas de control y correctivas. Ya nos lo explicó Ed. Hermann y Chomsky en Los guardianes de la libertad: allí donde la lógica de dominio simbólico del capital no alcanza, llega la razón de la fuerza en forma de discurso de la seguridad nacional. ¿Recuerdan a Assange ? Pues eso.

Sin comentarios de los adláteres de la libertad de información en tiempos de represión y control de los canales de intercambio de contenidos mientras se refuerza la alianza de Estados Unidos con estados criminales como Israel, Colombia o Arabia Saudita.

Como advirtiera Foucault, a propósito del panóptico, vivimos, en la tardomodernidad, una fenomenología de formas ampliadas de dominación que exige del pensamiento crítico una lectura anticapitalista sobre las representaciones recibidas frente a la lógica del terror y la servidumbre.

Más aún cuando la proliferación de cámaras de videovigilancia en las escuelas –de Estados Unidos a China; de Francia a España, México o Brasil– da cuenta de una cultura securitaria que ha relegado, literalmente, toda cautela y protección de las libertades públicas fundamentales en democracia.

La política de la supervisión y control, el proceso de extensión de monitoreo tecnológico es, con la intensificación de la pandemia, el envés de la era de la hipervisibilidad y la iconofagia. El Centro Nacional de Estadística en la Educación de EEUU registra así más del 90 por ciento de los institutos con sistemas de videovigilancia y, en algunos casos, con micrófonos programados para detectar anomalías o comportamientos subjetivos alterados (estrés, ira, miedo) en una fase más, otra vuelta de tuerca, del algoritarismo propio del sistema de perfilado. Ríanse de Minority Report.

El Machine Learning Algorithm es la frontera de la inteligencia artificial llamada a proveer de suculentas plusvalías a las empresas de seguridad, hoy en auge en todo el planeta y liderada por Estados Unidos e Israel. Este sector de negocio representa en Estados Unidos en torno a los 3.000 millones de dólares.

Mientras tanto, dice el bueno de Zuckerberg que Facebook, él y sus amigos –léase– está dispuesto a pagar la tasa Google si la aprueba la OCDE. Este debe ser de la banda de Rajoy y nos ha tomado, literalmente, por pendejos. En una operación más de escabullirse ante los tímidos si no disimulados reclamos de Bruselas, no deja de resultar irrisorio, o propio de una función de sainete, este capítulo del capitalismo de plataformas.

¿Consentirá la vicepresidenta Vera Jurova seguir con esta situación prolongada de virtual monopolio y evasión de impuestos que tanto daña a la industria cultural europea? ¿O de verdad el Eurogrupo impondrá obligaciones en serio a los GAFAM?

Me temo que habrá de ser la sociedad civil la que reclame justicia y derechos en las calles mientras tales emporios se apropian de nuestros datos personales, concentran los desarrollos de robótica e inteligencia artificial e, incluso, conspiran con el Departamento de Estado no solo contra las democracia y gobiernos del cono sur, sino contra los propios funcionarios europeos, tal y como ilustrara el caso Echelon.

Que la entente Casa Blanca/Pentágono/GAFAM funciona a carta cabal lo ilustra el caso Huawei y la guerra contra TiKToK, una aplicación de casi 70.000 millones de euros con un posicionamiento estratégico en las nuevas generaciones y una proyección que sitúa a China, con el 5G, a la vanguardia tecnológica del capitalismo de plataformas. Un modelo de organización de la comunicación que, pese al discurso y promesa de autonomía, se basa en la centralización y monopolio del intercambio, pese a los apologetas de la sociedad digital.

Por ello, llama poderosamente la atención las reservas del secretario de Estado, Mike Pompeo, frente a compañías de origen chino, considerando la histórica posición oligopólica de los GAFAM en los mercados internacionales.

Pero no es el único caso de atentado a las libertades. Mientras en Francia la ley AVIA legaliza la censura extrajudicial de Internet, sentando las bases de un nuevo modelo del capitalismo informacional que, por principio, niega la alternativa de una regulación democrática con participación de la sociedad civil en favor del modelo panóptico de videoviglancia, la deriva del desarrollo de la cultura red sigue la estela del gobierno Trump y la Cloud Act (2018) imponiendo como norma una libertad de información administrada por el mercado y los emporios digitales y el Estado, con nulas garantías civiles para la ciudadanía.

Ahora, la alternativa a la siliconización estadounidense no pasa por la hegemonía emergente de Pekín. Irónicamente, en el paso de Amazon a Alibaba, cabe pensar dónde están los cuarenta ladrones del relato de las mil y una noches, más considerando que el ejecutivo que lidera esta compañía ha sido parte de la cúpula de Walt Disney. Cosas veredes, amigo Sancho, que ni Polibio entendería.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

25 de agosto de 2020

  • 25.8.20
Si la Universidad es una casa de citas o, peor aún, la razón de ser que la mueve como institución es la caza de citas –o, lo que es lo mismo, la fulgurante ascensión en el universo de los rankings y la eficiencia tecnológica–, puede decirse que la academia ha muerto.



Hace décadas, Adolfo Sánchez Vázquez advertía que uno de los principales peligros que acecha a la civilización y a la cultura modernas es justo la ideología tecnológica, el fetichismo, la vocación nihilista y encubridora de la tecnocracia como forma perfeccionada de la negación política y, a fin de cuentas, del propio dominio público.

La cuestión nuclear es si puede una universidad pública asumir tal racionalidad sin socavar sus propios fundamentos. Y la repuesta, a nuestro juicio, es clara: desde luego que no. Y lo podemos corroborar hoy que la pandemia ha convertido la universidad en sucursales de los GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), usando Zoom, Team, Blackboard y otras herramientas tecnológicas que avanzan en la siliconización del universo social, el sueño húmedo de Manuel Castells y otros apologetas de la vacuidad tautológica propia de la racionalidad tecnocentrista.

El peligro de tal deriva es bien conocido. Como en el film de Wim Wenders, Hasta el fin del mundo, que proyecta la distopía del nuevo milenio, donde personajes como Trevor, interpretado por William Hurt, transitan en un mundo globalizado –de Tokyo a París o Nueva York– para terminar en Australia mostrando a su madre ciega las imágenes y recreaciones de lo soñado y visto para su recreación, en un universo completamente digitalizado, donde reina la comunicación total, la lección que hay que aprender de esta película es clara.

No hay vida –ni pensamiento, diríamos– que no cultive el culto a la acción. No hay filosofía sin praxis, ni ciencia sin trabajo sobre lo real. El culto a la tecnología y el fetichismo de la técnica es la muerte de la razón y de la propia función social del conocimiento.

El pensador francés Lucien Sfez definía esta dinámica propia de las sociedades tautistas que realimenta una cultura cerrada en sí misma, autista, cuya justificación es, a todas luces, puramente tautológica, como un asalto, en fin, a la razón y toda lógica para la vida en común.

La era de la Inteligencia Artificial y del teletrabajo inaugura, además, gracias a la caja negra del dominio de la razón técnica, el tiempo opaco de la gestión de las multitudes por el algoritmo y el control a distancia, a veces en forma de estricto autocontrol.

Asistimos así a la explotación intensiva de una economía inteligente que, como estamos viendo, empieza por derruir la factoría del conocimiento, gran paradoja, en fin, la de la universidad digital a distancia, más virtual que real, sometida a los gigantes de cien ojos que todo lo ven, a lo Argos Panoptes, con la consabida transferencia de información de dominio público a corporaciones privadas y de datos sensibles, de investigación y desarrollo a compañías como Microsoft, tal y como hizo la Universidad de Sevilla con el correo electrónico y la consecuente protesta de todo el personal docente y de administración y servicios sin respuesta de las autoridades académicas.

El próximo curso, los docentes universitarios de Andalucía nos tememos lo peor, con un Gobierno autonómico incapaz y unos responsables universitarios incompetentes a la hora de comprender y analizar las alternativas posibles en la era de la llamada Sciedad Cognitiva.

Pero no es tiempo de lamento sino de cuestionar la dirección o curso de los acontecimientos en nuestras universidades, comenzando, como decía Marx, por formular las preguntas impertinentes que son, hoy por hoy, las más necesarias.

Así por ejemplo, ¿qué productividad es esta de un sistema, tipo Amazon, en el que los propios trabajadores saben y sufren la imposibilidad de responder a la irracionalidad de un algoritmo dictado por máquinas de no dormir? ¿O qué sentido tiene incorporar aplicaciones de código cerrado teniendo escuelas y facultades de Ingeniería Informática y capacidades sobradas, sin externalizar, para el desarrollo de sistemas apropiados, por no mencionar la existencia de herramientas accesibles de código libre, tipo Moodle?

La ausencia de soberanía tecnológica es la renuncia a un proyecto propio de educación superior, la subalternidad y dependencia de los gigantes estadounidenses o asiáticos. Así, hoy una universidad robotizada es una universidad que no sueña, y el sueño de la razón, que no siempre produce monstruos cuando depende de la tecnocracia, tiende a imponer una administración electrónica sin sentido, porque no siente en función del nuevo pitagorismo de lo ridículo o innombrable.

De la tecnocracia a la dedocracia, del universo Uber a la comida rápida, vamos a un modelo de Universidad de consumo bajo demanda, que es tanto como decir que la enseñanza es hoy un producto de usar y tirar. La ética del saber es remplazada por la vigilancia electrónica y la cultura académica socrática desplazada por el like de un alumno-consumidor que tiene siempre la razón, según le complazca.

Bienvenidos, en fin, al universo Disneygoogle. Un campus no apto para la inteligencia crítica, de momento, pues estamos convencidos que todo se andará. Como en otros luminosos períodos de la historia, el fracaso de la cibernética de salón tiene los días contados. Pa-ciencia a los académicos: la vida late más allá de las máquinas.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

22 de julio de 2020

  • 22.7.20
La crisis de Facebook y el descrédito de los medios por la tensión racial en Estados Unidos a raíz del asesinato de George Floyd plantea en nuestros días el necesario –pero casi siempre postergado– debate sobre el papel del periodismo y la función social de la comunicación como servicio público.



Nunca como hoy la profesión y el papel de los medios han sido tan denostados, objeto de aceradas y merecidas críticas, sin que, paradójicamente, la profesión ni la empresa informativa hayan reaccionado, salvo de forma corporativa, apelando a un malentendido concepto liberal, más bien decimonónico, de la función de la prensa como baluarte de la transparencia –luz y taquígrafos– en democracia. Toda una impostura cuando prevalece la hegemónica postura de la opacidad propia de la era de los paraísos fiscales y de la videovigilancia global del gran hermano San Google.

Frente a esta cultura de la indiferencia cabría, no obstante, plantear la pertinencia de una otra mirada, alternativas transformadoras que procuran enraizar la mediación social informativa en los mundos de vida, adaptando no el relato como nueva forma sofística de la retórica sin sentido, sino más bien la praxis de los intermediarios de la cultura desde nuevas matrices y bases materiales que empiezan por cuestionar la lógica del scoop, la dinámica de la redundancia y la velocidad del turbocapitalismo, en virtud de formas de hacer y pensar el oficio que el maestro López Hidalgo prefiere distinguir como "periodismo reposado".

Más allá de la llamada Economía de la Atención, tenemos, en esta materia, un aspecto central que la modernidad ha tendido, por sistema, a abstraer y no problematizar –nos referimos al tiempo– pese a la evidencia que hoy podemos corroborar sobre la exigencia de una economía política distinta al imperio del consumo y la captura del interés mismo que procura la propia publicidad y la información en suma como actividad difusa.

Una primera tesis que plantea, en este sentido, la relación Comunicación y Buen Vivir es que es preciso disputar la función reguladora de la mediación social desde nuevos enclaves, empezando por concretar y territorializar la experiencia del tiempo frente a la abstracción económica capitalista y el inconsciente ideológico del modelo dominante de consumo y reproducción social.

De acuerdo con René Ramírez, el tiempo puede constituir el eslabón necesario que permita articular la propuesta histórica de construcción social que viabilice la disputa del sentido del valor en el mundo contemporáneo en el paso de la vida usurpada a la vida buena.

Desde este punto de vista, se abre una lectura que, ciertamente, la tradición crítica –no toda, solo parte, ni mucho menos el paradigma liberal o neoclásico– ha abordado y es urgente formular, más aún por la biopolítica y financiarización de la economía en su conjunto.

Al respecto, una alternativa consistente y articulada de Comunicación para el Buen Vivir pasa por un enfoque holístico del tiempo de vida y de la dialéctica informativa. Sabemos, como explicara Moles, que el único capital del hombre es el tiempo, y no es acumulable ni elástico, por más que hablemos de la era de la comunicación virtual.

A partir de lo real concreto, cabe reconocer que el tiempo es finito, limitado, pero a la vez subjetivamente condensable. Y ello debe ser problematizado con nuevas categorías y ángulos de visión a fin de cuestionar la lógica dominante de la proliferación televisual como regulación y colonización inconsciente.

Sin duda, más aún pensando desde el sur y desde abajo, como lo hacemos mensualmente en esta columna, no es posible otra praxis comunicacional sin una lectura oportuna de la dimensión comunal de toda comunicación, ampliando, lógicamente, las perspectivas que el Ecosocialismo y las tesis de Latouche plantean hoy en defensa de una vida sobria, plena, y un tiempo equilibrado frente al dominio del consumo posesivo y un discurso publicitario de la competencia más que de la cooperación social. Problematizar esto y, claro, la Economía Política, puede resultar un punto de partida útil para un tiempo encrucijada o de transición y crisis civilizatoria como el que actualmente vive la humanidad.

En este diálogo de saberes cabe recordar algunas lecciones del situacionismo, que tanto y tan bien problematizó desde la contrapublicidad las formas hegemónicas de la sociedad del espectáculo. El propio Guy Debord cuestionaba la racionalidad del tiempo como espacio colonizado del capital por el consumo de imágenes.

En la concepción o razonamiento situacionista, el problema fundamental es que reproducimos la división fragmentaria de la experiencia del mundo del trabajo característica de la cadena de montaje. El tiempo de ocio, además, es NEG/OCIO. Un espacio mercantilizado de captura, por más que estemos interactuando con otros y no produciendo.

Así, la llamada economía de la atención captura el tiempo de vida y contribuye a la radical separación compartimentada de la vida y del ser social. En esta línea, disputar el sentido contemporáneo de la comunicación pasa por afrontar debates vigentes sobre código abierto, lenguaje, y biopolítica del nuevo Capitalismo Cognitivo. Reivindicar, en fin, la ampliación del tiempo de cultivo de los bienes relacionales ante el dominio de la fábrica social a propósito de las máquinas de informar e interacción.

Es el trabajo mismo de captura de la vida, la expropiación de la experiencia o, como decía Adorno, la producción industrial de la propia experiencia, la que ha quedado en evidencia en situaciones como las que hemos vivido con el teletrabajo y el confinamiento que, en cierto modo, proyecta la posibilidad de utopías realizables de un nuevo concepto y práctica de producción de lo común.

Si, en términos de Morin en El Espíritu del Tiempo, la cultura de masas se impone por medio de una doble colonización de esta economía de la atención: espacial, penetración de los medios en todo el mundo y ámbito (incluyendo el de reproducción o doméstico) y mental (colonización interior, del tiempo de vida como tiempo capturado para la producción de valor), pensar la Comunicación para el Buen Vivir pasa por un necesario cuestionamiento del homo consumens y de la cultura mediatizada que hemos heredado en la sociedad industrial.

La razonable crítica al antropocentrismo y la filosofía de la ilustración y el espíritu positivo que concibe la naturaleza como una dimensión instrumental, nada o poco holística, debe ser un primer paso para pensar la comunicación desde nuevas matrices culturales.

En otras palabras, la disputa política del consumo informativo por saturación es la afirmación de identidad, diversidad y religancia, la apuesta por el sumak kawsay como ecosistema que liga territorio, historia, identidad de clase o etnia y luchas por el reconocimiento, vital para una alternativa política en este tiempo si en verdad se trata de explorar la densidad de las culturas populares en la construcción de una sociedad basada en los modelos de economía social y solidaria.

Se trata de volver al oikos, a lo común, concebida la economía no como ciencia administrativa de los bienes, sino como organización de la vida productiva, al tiempo que imaginamos la comunicación no como sistema de regulación inconsciente de colonización por el fetichismo de la mercancía, sino como espacio de producción de lo común. De lo contrario seguiremos presos de la metáfora moderna del capitalismo, en la máquina del reloj o, en términos de Benjamin Coriat, del cronómetro.

Trascender este marco cognitivo es el que está implícito en el paso del modelo lineal (progreso y crecimiento) al modelo circular de otro tipo de temporalidad como la indígena (presente-pasado). La cuestión es cómo construir una praxis y una institucionalidad distinta desde las prácticas emergentes de la cultura digital, en esta dirección, cómo contribuir a sentar las bases de un proyecto de transformación histórica inédito.

Sirva esta nuestra columna de julio para abrir el debate y proyectar otro universo categorial en el empeño por deconstruir una teoría y práctica de la comunicación al modo de los personajes de Madison Avenue (Mad Men), hombres del tiempo es oro que, hoy más que nunca, en momentos de crisis y colapso tecnológico, hay que cuestionar desde otras cartografías, otras palabras y la inequívoca voluntad de liberar el tiempo de vida, como tiempo consumido por el reino de las mercancías, en favor de una vida plena, sobria y equilibrada. No otra cosa cabe esperar del trabajo de todo mediador, aquí y ahora.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

12 de mayo de 2020

  • 12.5.20
Ahora que vuelven los espectros y un fantasma recorre de nuevo Europa, coronavirus mediante, hay que aclarar, ya que todo parece un juego o película distópica, que al capital especulativo, más que el fantasma del comunismo, le preocupa la actividad de los "roedores marxistas". Así nos denominaba hace algunos años la patronal de la publicidad, con motivo de la regulación de la Directiva Televisión sin Fronteras. Y hoy parece que vuelve a estar de moda en el léxico de algunos actores políticos. Vamos, que "semos peligrosos", como decía, en versión patria, Makinavaja. Es decir, ratas de barrio, gente de mala reputación o, según definiera la Psicología de las Multitudes, clases peligrosas.



Lo que nadie dice, menos aún los medios de referencia dominante, en justa lógica con este discurso, es, si somos roedores, qué son ellos. ¿Felinos o prohombres y emprendedores de la riqueza nacional? ¿Quizás halcones o buitres? No es casual, hoy que hemos de impartir docencia en la universidad con una herramienta privativa  (Blackboard) la ausencia de todo enunciado en este sentido.

En nuestro espacio público, lo que prima siempre es la lógica de la caja negra. Invariablemente se impone el fetichismo de la mercancía. De hecho, la publicidad busca conectar un producto con el público heterogéneo a partir de un deseo o estructura profunda de persuasión y una carencia que, por principio, siempre desconocemos. Esto es, la función paradójica de la publicidad es mostrar lo no aparente, manteniendo siempre oculto más de lo que dice.

Por ello, el lenguaje publicitario es fabulado y fabuloso, exalta la espectacularidad, embruja, hechiza y seduce tanto como silencia. Se trata de un lenguaje poético, lírico, eufemístico, hiperbólico, y hasta eufóricamente exaltado. En los anuncios, de un tiempo a esta parte, prima en consecuencia el código humorístico, el lenguaje desenfadado, paradójico y banal.

La búsqueda del placer musical de las palabras favorece así una estética de la creación verbal inocua, trivial y hasta chabacana, propia de una cultura ligera y, en lo esencial, paródica, capaz de ironizar y reírse de sí misma al cumplir eficazmente la función que la estructura económica la ha asignado a priori y que nunca nos muestra. De ahí que las continuas referencias de los anuncios al producto y a la competencia, más allá de la compleja trama de diálogos intertextuales que teje en la recepción con la audiencia, encubran sistemáticamente lo que nunca debemos y se nos deja conocer.

En este empeño de la pornografía sentimental que nos invade con anuncios solidarios y bienpensantes, emplazándonos al bien común, las distancias de los actores de la comunicación resultan del todo contradictorias, al primar el discreto encanto de la burguesía y su imaginación absurda de una fantasía onírica de sueños no realizados que incitan a reproducir más de lo mismo: el consumo hasta morir.

La autenticidad rara vez forma parte de la retórica aplicada por este tipo de mensajes. Todo es simulacro, en especial si pensamos en el interés público. Toda voluntad de mímesis, de conservación y ayuda a los otros, no es más que la proyección positiva del capital para influir en la norma de consumo de masas. Una operación más física que sentimental, pese al referente semántico de la voluntad cooperativa manejada.

Así, por ejemplo, el aumento del volumen de sonido, a diferencia de los programas de relleno de la televisión, se programa con el fin de captar el interés y atención de la audiencia, o el uso de colores, formas y movimientos muy llamativos tienen por objeto sorprender visualmente a los espectadores, algunos de ellos menores de edad.

Los mensajes estructuran por otra parte la información para el cambio de actitudes en esta crisis, como en la llamada normalidad, por medio de la imitación de modelos y estilos de vida, de interiorización de creencias y valores, y de sumisión al producto del deseo, con la promesa o beneficio sugerido en la misma comunicación publicitaria como reclamo.

A tal fin es recurrente la explotación estética de la moda y la lógica posmoderna de la estética del revival (cualquier tiempo pasado fue mejor, incluso en el franquismo), con la intención de lograr la participación activa del espectador en un acto de identificación, reforzando la pérdida de referencia y la asociación del producto con el recuerdo y los deseos más íntimos del público en forma de juegos de palabras, en los que el simple deleite paradójico resulta funcionalmente recurrente en la seducción y retención selectiva de la audiencia.

El uso arbitrario de sufijos, construcciones gramaticales y aliteraciones, cacofonías o encabalgamientos de todo tipo, entre otros recursos lingüísticos, sirven de acuerdo a esta lógica como un instrumento o efecto placebo de promoción en demanda de una complicidad e implicación del público, convertido en lector con-vencido (hace años vencido y desarmado) y hoy copartícipe, cuando no directamente colaboracionista, de una suerte de fascismo amable que nos repiten a ver si, conforme al principio conductista de reforzamiento, se asumen con familiaridad estos valores o ideas fundamentales de la campaña de guerra en la que estamos inmersos.

La industria publicitaria, no hay que olvidarlo, es antes que nada una industria de la persuasión que participa de la concepción de la comunicación como dominio. Todo lo contrario de la Comunicación para el Buen Vivir. Ahora que nos enfrentamos al colapso del sistema es hora de cuestionar el sentido de la publicidad y la transparencia, una práctica hegemónica que se antoja como mínimo disruptiva, cuando no un oxímoron, otro tropo publicitario no apto para el análisis crítico de la comunicación como bien común.

En otras palabras, es tiempo de problematizar el agujero negro del consumo, la reproducción social, en suma. Ello implica disputar el sentido de la vida y de las formas ideológicas cotidianas asociadas a procesos inconscientes como la cultura del "consume hasta morir".

Como dejó escrito Maurice Dobb, el capitalismo básicamente se caracteriza como sistema de regulación social por favorecer las formas de vida no conscientes. La ley del valor indica que estamos ante un sistema de producción e intercambio que opera sin regulación colectiva y racional.

Por ello, pensar la comunicación, en nuestro tiempo, pasa por problematizar el discurso publicitario desde los mundos de vida y la voluntad insumisa de autonomía de la gente común. Y por develar que mientras se hacen pendejos los amos de la información y de la internacional publicitaria, disimulando que lo que piensan es que la ley de la indiferencia, propia del discurso publicitario, nos oculta otra ley, la lección que Felipe González aprendió de Deng Xiaoping. A saber, gato blanco o gato negro, da igual: lo importante es que cace ratones.

Por suerte, cabe recordar que ellos, los amos de la internacional publicitaria, tienen también su caja negra, y no saben que los ratones, llámense Pixie o Dixie, aprendieron a sobrevivir a toda amenaza o cercamiento. Al gato Jinks solo le queda, pues, seguir exclamando "¡malditos roedores!". Así es la historia y este es el juego en el que estamos: se llama lucha de clases, aunque lo disfracen siempre en forma de lucha de frases.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

8 de abril de 2020

  • 8.4.20
Los tiempos de elevada mortandad son siempre, por lo general, momentos propicios para situaciones paródicas y una estructura del sentimiento proclive a la sátira y al humor negro cuando no a la bárbara contradicción y al burdo sinsentido. Entre las ocurrencias sorprendentes en la pantalla chica de esta crisis o situación de emergencia llama poderosamente la atención la publicidad orientada al discurso de la solidaridad para la venta. Un claro ejemplo de las formas perversas del eterno ritornello de la política de lo peor pues, por definición, la publicidad marca al público contra la vida en función del espejismo de la promesa de un nosotros que el propio mensaje niega.



En esta comunicación simulada, el sujeto, supuestamente racional y calculador, es un imposible, un Robinson falaz, que diría Marx, un negado actor social manipulado por las emociones y el fetichismo de la mercancía. Así, la marca funciona como señuelo que identifica y reclama al consumidor.

Se trata, en cierto modo, de una forma de jerarquización y distinción del mercado, estratificando la demanda en un proceso de individualización y diferenciación social que discrimina y unifica, a la vez, paradójicamente, el consumo social como lo hacen también los reality shows que hace tiempo aprendieron que todo y todos son vendibles y objetos de mercadeo.

Piense el lector en First Dates, la iglesia de la consumación de la cultura del postureo y el culipandeo como reclamo de la realización del valor de quien se exhibe. La publicidad, como este tipo de programas, marca así, posiciona e identifica tanto al producto como a los consumidores, desmaterializando el acto de consumo público mediante los atributos simbólicos que integran a los consumidores en el valor de cambio imaginario del producto, a condición de dotar de vida y existencia subjetiva, metafóricamente hablando, a los objetos y productos finales de la circulación de capital. Un poco muriendo, aunque sea con el deseo de superar la pandemia. Cosas curiosas de nuestro tiempo.

Pero no debería resultar sorpresivo. Ya sabíamos que la publicidad es la negación de la vida. Y que, como advirtiera Jesús Ibáñez, opera sobre los consumidores operando sobre los productos. Mediante productos transformados en metáforas, transforma a los consumidores en metonimias, en apéndices de la mercancía.

Los consumidores son parte de los objetos de consumo, son cosificados, mientras los productos y bienes de consumo público son subjetivados, adquieren personalidad propia, o la simulan, como efecto del discurso. La publicidad desmaterializa de este modo idealmente los objetos y productos de consumo hasta el punto de personalizarlos por efecto de la proyección con valores, normas y estilos de vida deseados, a fuerza de inducción y seducción.

El objeto u objetos de consumo igualan, de este modo, al consumidor en el acto imaginario de representación, a la vez que el discurso publicitario personaliza, distingue e individualiza a los receptores. La personificación del producto a través de la publicidad crea así un marco estético en el que la experiencia del receptor queda manipulada por la proyección ilusoria del deseo no realizado que anuncia el mensaje, deseo de vida se entiende.

Como bien dejara escrito un maestro de la sociología del consumo, el papel de la publicidad es, en definitiva, crear objetos personalizados (es decir, predicarlos, crear imagen de marca); su función de uso decae en favor de su función de intercambio simbólico.

Por ello, podemos caracterizar la sociedad de consumo y su universo publicitario como un sistema que promueve la publicidad y las técnicas de mercado, en función del principio de inversión por el que se cosifica a las personas y se personaliza a los objetos. El mundo al revés que diría Galeano.

La publicidad impone así la creencia de un orden social benefactor, el que nos sugieren las marcas, que dicen estar preocupadas en su discurso por la muerte y la pandemia, mientras proyectan la cultura de la muerte a través de la imagen feliz del goce que parece proporcionar el cuadro de atributos que marca el producto.

Pero, como decimos, la publicidad condensa los productos para desplazar a los consumidores. Pues la transformación cultural de la publicidad es la construcción de los productos en lo real mediante la expansión imaginaria en los anuncios. La publicidad opera, en este sentido, según la lógica de un simulacro: la realidad destruida, oculta o manipulada, se transforma en imágenes sintéticas de lo posible y deseado.

En otras palabras, por lo general, la publicidad recrea el mundo: crea una simulación imaginaria del mundo real para que nos recreemos en ella. El lenguaje conativo y la representación imaginaria de la realidad tienen por ello la función, en todo anuncio, de borrar la distinción entre emisor y receptor, por medio de la ocultación de los límites entre texto y realidad.

El secreto de la publicidad no es otro que el intercambio de un hecho (el deseo de placer por el consumo) por un dicho (la realización del deseo en el acto de consumo de la publicidad). De ahí que el discurso publicitario resulte una reivindicación posmoderna del hedonismo y del culto al cuerpo, aquí y ahora, cuando más impera el dominio de la cultura de la muerte, de lo no vivo, reducida la vida a pura señal de la proyección del deseo en el acto voyeurista del consumo de la publicidad y su mundo luminoso.

Más aún, la publicidad es una forma de sueño electrónico y de idealismo comunicacional. En ella, no se promociona productos, sino placeres, y no precisamente placeres materializables, sino más bien placeres de goce estético o imaginario.

Hablamos, claro está, del imperio de la cultura de las apariencias, un universo simbólico dominado por el poder reificante del valor de cambio en el que, como afirmara Wells, la función del discurso publicitario no es otra cosa que enseñar a la gente a necesitar cosas, a olvidarse de vivir.

A través de la comunicación, la publicidad equipara el valor de uso y la capacidad significante de los productos y el valor de cambio y sus posibles significaciones. Al respecto conviene recordar que el reino de la mercancía es dicotómico, dual, y se manifiesta tanto en su dimensión concreta como de forma abstracta, cualitativamente particular al tiempo que general.

En palabras de Postone, como mediación es una forma social, pues la publicidad media entre el proceso de producción y el universo simbólico de las prácticas de reproducción social a través del acto de consumo, verdadera garantía de retroalimentación de la circulación de capital.

Expresa, por tanto, esta dialéctica y dualidad resultando la dimensión proyectiva central en la función vicaria de la experiencia del sujeto orientada por el reino de la mercancía. Todo lo demás, todo lo que nos quieran decir sobre el hacer los hombres de negro, los transformistas del IBEX35, pónganlo pues en cuarentena. No vaya a ser que acaben infectados del mal sueño de una vida no digna de ser vivida.

FRANCISCO SIERRA CABALLERO

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