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Jes Jiménez | A través del espejo (3): El reflejo-alma

En las culturas primitivas fue bastante frecuente considerar las sombras y los reflejos, en el agua o en los espejos, como una parte vital del individuo reflejado, llegando a veces a considerar esas imágenes como el alma de la persona. Por ello, si esa imagen (su alma) fuera separada del sujeto, éste moriría.


James G. Frazer da unos cuantos ejemplos en su obra La rama dorada. En ella nos cuenta cómo los Motu Motu de Nueva Guinea creyeron ver sus almas cuando se vieron por primera vez en un espejo pulimentado. También los nativos de las islas Andaman y los habitantes de Nueva Guinea creían ver sus almas en la imagen reflejada en el espejo.


Y, consecuentemente, el reflejo-alma puede experimentar peligros que repercutan sobre el propietario de ese alma. Según Frazer, los zulúes africanos evitan mirar en el interior de un pozo temiendo que su reflejo en el agua sea apresado por un animal que allí habita; al apoderarse éste de su alma, el individuo queda literalmente “desalmado” y muere.

Los basutos del actual Lesoto creían que los cocodrilos podían matar a una persona simplemente arrastrando su imagen bajo el agua. Y así lo interpretaban cuando alguno de ellos fallecía repentinamente sin causa evidente: afirmaban que, probablemente, algún cocodrilo se había apoderado de su reflejo mientras cruzaba un río.

Algo muy similar sucedía en la isla Mota Lava de Vanuatu (cartografiada inicialmente como Lágrimas de San Pedro). Frazer cita el relato acerca de una laguna de la isla “donde si alguien mira, muere; el espíritu maligno se apodera de su vida por medio de su reflejo en el agua”.


En las culturas de la India y Grecia antiguas se consideraba peligroso mirarse en el agua. Los griegos llegaban más lejos, considerando como presagio de muerte soñar que veías tu reflejo en el agua. Y de manera similar a lo ya mencionado sobre las creencias de zulúes y basutos, los griegos temían que los espíritus de las aguas pudieran arrastrar bajo el agua el reflejo-alma con la consiguiente muerte de la persona. No parece descabellado relacionar estas creencias con el origen de la historia sobre Narciso que ya se contó en la entrega anterior.

Hasta tiempos mucho más recientes se han mantenido prácticas relacionadas con esta creencia en el reflejo como alma del sujeto. Por ejemplo, la costumbre de tapar los espejos o darles la vuelta tras la muerte de algún habitante de la casa; el espíritu del fallecido, que vaga por la casa hasta el momento del entierro podría llevarse con él las almas-reflejo de los vivos.

Algo similar puede suceder cuando una persona está enferma: no debe haber cerca un espejo a la vista “en momentos de enfermedad, cuando el alma puede volar con tanta facilidad, es particularmente peligroso proyectarla fuera del cuerpo al reflejarla en un espejo.”

Se puede profundizar un poco más en esta idea del reflejo-alma con un ejemplo contemporáneo de los indígenas Tzeltal de Chiapas, tal y como nos lo cuenta el profesor de Antropología Pedro Pitarch. Para ellos, la vida ordinaria coexiste con otra forma de realidad a la que denominan ch’ul (sagrado), que engloba el mundo de los muertos y de los espíritus.

Ch’ul es el otro lado de la existencia, la otra cara del ser. Y la dimensión ch’ul se encuentra también en el interior de cada persona, en forma de lo que habitualmente designamos con la palabra alma: “Las almas no son sino fragmentos del estado sagrado encapsulado en el interior del cuerpo”.

Con el nacimiento, el cuerpo se pliega sobre sí mismo, arrastrando el alma hasta el momento de la muerte. A ese pliegue lo denominan sbot’ sba que, literalmente, significa “mirarse fija e intensamente a sí mismo como en un espejo”.

Y mirarse en un espejo es como ver el otro lado de uno mismo, ver el revés de lo visible o, incluso, ver la propia muerte, como en la más conocida obra del pintor de Augsburgo, Lucas Furtenagel, que en 1529 realizó un retrato de su maestro Hans Burgkmair y de su esposa Anna.


Podemos ver a estos dos personajes que nos miran de frente, con un gesto de cierta resignación mientras ella mantiene en su mano derecha un espejo de mano. El tratamiento en perspectiva del espejo le otorga una poderosa sensación de volumen: no es un espejo plano, y su grado de convexidad queda claramente resaltado para mostrar de forma contundente las dos calaveras que constituyen el reflejo de los protagonistas de la escena.

Los pigmentos utilizados son predominantemente de tonos oscuros o negros, excepto en las caras y en el pecho de Anna Burgkmair. Esto, unido a un fuerte contraste en el tratamiento de la luz, contribuye a generar una atmósfera dramática acorde con el tema del cuadro.

En la cartela con la firma del autor, encima de Hans Burgkmair, aparece la inscripción (SOLL)CHE GESTALT VNSER BAIDER VVAS. IM SPIEGEL ABER NIX DAN DAS que, traducido del alemán, significa algo así como “Este era nuestro aspecto. Pero en el espejo, nada queda de ello”.

En la parte superior del espejo está escrito en latín “O MORS” (“Oh, muerte”) y, en su mango, en alemán “HOFNVNG DER VVELT” (“Esperanza del mundo”). Pero la inscripción quizás más interesante es la que se puede leer en su contorno: en alemán, “ERKEN DICH SELBS” (“Conócete a ti mismo”), tema sobre el que ya traté en la entrega anterior.

Y, para terminar, no puedo resistirme a compartir una cita de Las pesadillas de personas eminentes de Bertrand Russell: “Porfirio era sensitivo y sufridor desde su temprana juventud. Estaba obsesionado por el temor de que quizá no existiese. Cada vez que se miraba a un espejo se sentía lleno de la aprensión de ver desaparecer su imagen”.

JES JIMÉNEZ
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