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Jes Jiménez | Las criaturas ¿invisibles? del bosque

Miguel Ángel Asturias nos dice en sus Leyendas de Guatemala: “En la oscuridad fueron surgiendo imágenes fantásticas y absurdas; ojos, manos, estómagos, quijadas. Numerosas generaciones de hombres se arrancaron la piel para enfundar la selva. Inesperadamente me encontré en un bosque de árboles humanos: veían las piedras, hablaban las hojas, reían las aguas y movíanse con voluntad propia el sol, la luna, las estrellas, el cielo y la tierra”.


Luis de Toledo pasea por el bosque y mira lo invisible. Y no solo lo mira, sino que es un verdadero cazador de esos seres huidizos, inaprensibles, que no son accesibles al común de los mortales. Descubre a los invisibles habitantes del bosque, ocultos en la maleza, en los pliegues rugosos de la corteza de un tronco, entre las raíces entrelazadas que emergen a la superficie, o volando entre las rojizas y quebradizas hojas que el otoño ha marchitado inexorablemente.


Se pueden rastrear ilustres precedentes. El campo tiene ojos; el bosque tiene oídos (c. 1502-1505) es, seguramente, el dibujo más importante de Jerónimo Bosch (El Bosco) y en él se refleja de manera compleja y magistral la vida oculta del bosque.

Curiosamente, son también los bosques de los Países Bajos los que han inspirado a Luis de Toledo que, tras un largo periplo como fotógrafo, carpintero…, ha vivido en Holanda en los últimos diez años. Luis sale al campo con su cámara fotográfica y deambula sin rumbo fijo, esperando el encuentro fugaz con las “criaturas” que se ocultan en el hálito inmutable de la espesura.

Dice Luis que sus pinturas son un destilado de la “cosecha” fotográfica obtenida en la frondosidad de montes y valles. Que él se limita a buscar dentro de las vistas robadas al bosque aquellos rincones en los que se ocultan los “personajes”.


Hay que estar atento a los pequeños detalles que desnudan el camuflaje de la inmensa nación de pobladores autóctonos del bosque, pero también pobladores de nuestros sueños y quimeras. Luis pinta luego esos rincones mágicos y lo hace sobre tabla, como lo hacía El Bosco y los primitivos pintores flamencos. También emula las antiguas técnicas flamencas de la transparencia. Y siempre con la mayor fidelidad posible. Fidelidad a las criaturas que ha encontrado y fidelidad a sí mismo en sus reflexiones sobre la vida.


Luis y yo conversamos, pausadamente, sobre el paseo como método y, también, como escape a la gigantesca contaminación icónica en la que vivimos inmersos. Luego, en el camino de regreso, voy rumiando lo hablado y recuerdo lo que escribió Baudelaire en El pintor de la vida moderna (1863).

Al llegar a casa busco, y encuentro, la cita evocada: “Para el perfecto paseante, para el observador apasionado, es un inmenso goce el elegir domicilio entre el número, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente”.

El fotógrafo Brassaï, del que ya hablamos en un artículo anterior, fue también un ávido paseante en busca de grafitis por las calles de Paris. Anotaba en su cuaderno de notas los lugares donde hacía sus hallazgos, junto a un somero dibujo de los mismos. Y más tarde, en el momento apropiado, volvía al lugar con su equipo fotográfico para capturar aquellos magníficos ejemplos de imaginería popular.

Él también buscaba las huellas de lo invisible, no de las personas que habían realizado esos garabatos, sino del “antiguo gesto humano y también de la primitiva manera de descubrir el mundo”. Porque, en palabras del propio Brassaï, el secreto del hombre de hoy en día no es menos profundo que el del hombre de las cavernas.

También Pérez Galdós fue un paseante empedernido. En sus recorridos por las calles de Madrid y en las conversaciones allí escuchadas, encontró las huellas de una identidad popular que nutre vitalmente a los personajes de sus novelas. Uno de ellos, Lord Gray, en el volumen dedicado a Cádiz de los Episodios Nacionales, dice: “He saboreado las delicias de no ir a ninguna parte deliberadamente, de sentir mis hombros libres de toda obligación, de no sentir en mi pensamiento ese hierro candente cuya quemadura significamos en el lenguaje con la palabra después, y que encierra un mundo de deberes, de ocupaciones, de molestias sin fin”.

Frente al caminar sosegado, degustando lo que vemos y lo que oímos en su esencia vital, nos encontramos con el deambular agitado de los que solo perciben la superficie de las cosas sin pararse a mirar, presos de un voyerismo compulsivo, obsesivo, que lleva a una ceguera crónica y a la pérdida de la capacidad de mirar.

Porque para mirar (plenamente y en profundidad) es preciso detenerse, escrutar el contenido, las formas, los colores, las luces, establecer un diálogo personal e intransferible con el mundo en el que vivimos inmersos: un mundo misterioso y en permanente cambio.

JES JIMÉNEZ
ILUSTRACIONES: LUIS DE TOLEDO
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