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Juan Eladio Palmis | La apodó 'Manana'

Llamó con el apodo de Manana a la que después sería su mujer, a doña Bernarda Toro Pelegrín, cuando la vio por la loma la primera vez caminando y hablando con su acertado gracejo cubano. El serio y respetable general Máximo Gómez la bautizó con el bonito apodo de Manana, que significa algo tan complejo, completo y vital como "música".



Carnaval y música. Carnaval y desfile carnal adulterado. Al final se va conociendo que todos los productos sucedáneos son mucho más peligrosos y nocivos para la salud y el intelecto que los originales. Y, aunque haya costado lo suyo poder decir sin que te lleven al paredón a fusilarte que un buen pedazo de tocino natural es mucho más sano que cualquier grasa compleja artificial –siempre, claro está que se use con moderación, porque uno se puede morir hasta precisamente por un exceso de vida: vejez–.

En el Polo Norte no se puede sacar adelante un huerto de naranjos o de olivas salvo que convierta el continente en algo que nada tiene que ver con el paisaje habitual del frío polar. El carnaval, un desfile que debería ser de algo hermoso y lascivo, se está convirtiendo, salvando donde se exhiben los originales, los que no tienen sucedáneos, en un acto que te deja un mal sabor de boca por mucho que tu nieta intervenga, o tu nieto, dando saltos parecidos a un saltamontes entre una música que, en modo alguno, llevaría a alguien tan serio y genuino como fue el general en jefe del Ejército Cubano en Armas, Máximo Gómez Báez, a bautizar a la que posteriormente sería la madre de sus cuatro hijos como Manana.

Las cosas genuinas y propias de un lugar no se pueden trasplantar y universalizar a capricho de grupo o de secta, lo que es algo, en el fondo, bueno. Y es tan bueno y cabal el hecho fundamental de la chapuza del traslado de algo genuino que cuando España ha introducido en su conducta social como estado el desprecio hacia las gentes de la calle, copiándolo de actitudes mafiosas de fuera, lo realiza, lo hace, pero le falta el arte de la realización y acabo.

Y es de suponer que hasta a los agentes beneficiados de las tales chapuzas, los Urdangarines y demás padres patrios, van a tener que arrastrar, aunque lo hagan costumbre en sus vidas y no aparente que les duela, el hecho de algo efectuado dentro de una colosal chapuza: de un desfile carnavalero que parecen saltamontes escapados de una nube que no encuentran el ritmo de su vuelo de plaga.

El poder, cuando en frente no se tiene nada, o lo que se tiene perdió el criterio y la dignidad y se ha vuelto como una masa durmiente a la que la levadura que día a día se le agrega es para que no despierte nunca más y pase al horno a realizarse, da, como las calles de localidades despejadas para que pase un triste desfile carnavalero que no es capaz de sacarte ni una sola sonrisa, y lo que es todavía mucho peor, ni un solo pensamiento pecaminoso de tipo carnal, es que la cosa es en extremo preocupante.

Aquí estoy, probablemente por primera vez en toda mi vida coincidiendo con la forma de pensar y actuar del franquismo, cuando prohibió los carnavales con excepción de aquellas localidades con soltura suficiente y gracias para realizarlos, y el resto de poblaciones y lugares, como no eran carnavaleros, no echaron ni una gotica de llanto nostálgico por tales ausencias.

El citado franquismo, sin chapuza alguna, a las claras, hacía y deshacía en el terreno legal lo que le daba la gana, sin intentar adobar sus gestos preferenciales hacia los suyos, a los que medía con su especial y particular vara de medir a cara descubierta.

Ahora, estos chapuceros que nos mangonean en el mando, amantes de lo pernicioso que son para la salud los dichos sucedáneos de los actos genuinos diferenciales, intentan, sin lograrlo, que a fuerza de repetirlo, la gente se vuelva adicta a unos desfiles carnavaleros patéticos, y a unos actos jurídicos a doble vara, donde cualquier parecido con el ordenamiento jurídico en vigor legal no tiene ninguna coincidencia.

Como consecuencia del abuso de suministrarle tanto sucedáneo a la población, las gentes vamos de sarpullido en sarpullido, de tragantón en tragantón, y la actualidad particular y partidista no nos la tragamos ni acompañada de los mejores vinos finos del lugar para darle camino y suavidad a los galillos.

Está claro, más que de sobra, que aquellos tiempos de hombría de Máximo Gómez, que a pesar de la dureza de la vida en la sierra y la manigua todavía había un pequeño espacio y tiempo para la música y apreciar lo bello, es algo de lo que ahora no podemos ni mencionar, porque se está poniendo y ha triunfado al completo el desfile carnavalesco de lo feo, lo vulgar y lo chabacano de una chapuza.

JUAN ELADIO PALMIS
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