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Biografías sin salida

—"He charlado hoy con Cristina. A ver si se convence y se viene conmigo a por regaliz silvestre. Creo que si se viene le aumentará la confianza, la veo que no se fía, debería confiar, yo no soy un ogro. Mañana hemos quedado en el parque, le regalaré un décimo. Creo que la serie de uno corresponde a un 68 o un 69, no lo sé seguro. Como sea 69 el cachondeo está asegurado. A ver qué pasa mañana, y si me arreglan internet. Hoy me ha puesto a 220. Gora ETA".



Un muerto ha calado en el cielo, donde dicen, tendrá que espabilarse. Ejecutaron la sentencia de muerte la pasada mañana. Le dieron dos grapas y lo sepultaron. Aparece su óbito en el diario vespertino, bajo "Salvar al soldado Ryan" y muy por debajo de esos anuncios de chicas que venden carrilleras a veinte sestercios.

El militante de ETA no cree que cuando muera vaya a ir al cielo.

—Me enterrarán y me iré marchando con los años geológicos. ¿Dios? Dios es un ser mitológico que no da solución, luego no me sirve.

Pasea por el parque con Cristina, la catequista. "¿Indios o vaqueros, Antonio?", pregunta ella.

—Siempre preferiré ser un indio que un importante abogado.

En las calles hay líquidos cojeando, coitos confitados, viejas contricantes, corderos de dios, semanas de paja gruesa. Hay bayonetas esperando tras las puertas de las neveras. Y patriotas cagándose, meándose, muriéndose, tratados como otros indígenas, como los que pagan siempre el oro.

Y alguien clama por el fin de la guerra en Siria, por salir de los caparazones, por volver a las obligaciones y dejar de entramar madera y enterrar ciudades. Y que vuelvan los derechos y se marchen los croac de los gatillos.

Y alguien suspira por acostarse en un cojín y amanecer en Hispania. Y no dar clavo. Sólo dar remiendos a las nalgas, clavar la estrella de sheriff en algún culotte, y que los ángeles no linchen a los descalzos.

Alguien pide que el climax sea payaso y los polvos sean sobre la alfombra. Y que el colesterol se derrame por las barrigas y las colillas mueran con honor. Alguien aúlla. Son perros averiados. O jabalíes sembrados en un huerto. Y los socorros comienzan a arder como trapos.

Cristina, la catequista soñadora, derrama agua sobre la parrilla y comienza a juntar puertas y ventanas. Espera a su demonio. Posa desnuda y el zumo de las flores estalla en el espejo.

La tarde, con sus surcos. La noche, con su masa de hojaldre. El mundo es el barroco entre rejas. El mundo delicioso es el de las ráfagas altisonantes. El terrorista vasco-andaluz Antonio Alcaide "Alka" dormita desnudo junto a la mecha. Lleva coraza y un casco caliente. Lleva debajo la piel cagada de un perro. Escucha un bolero mientras el hueso se hace mentira. Y allá fuera, la luna caudalosa, los cráneos cubiertos de azúcar.

El interruptor enciende el ojo, enciende el cuadro.

Piensa en su lucha, en su causa. El gigante tiene una causa física. Piensa en el fuelle de los búfalos. En la bufanda del bisonte. Se siente alférez oxidado. ¿Será su lucha una máscara sin fruto? ¿Qué he hecho mal? Una cuchara garabatea en el plato y ya la tildan de áspera. ¿Son mis pistolas espolones de otra nave?

¿Quién soy? Detesto la política... Más bien, a los partidos. Soy antiadherente, joder. Los odio. Bueno, me gusta el PKK, el KKK, el Komintern y el Kuomintang. Soy hutu y soy tutsi. Lo que nunca querré ser es un maldito inglés.

De mayor quiero ser yihadista de algo. No puedo ser comulgante con aquellos que limpian las botas del dragón. El príncipe edifica un nombre. La señora del piso de al lado edifica la Edad Media. Los piratas edifican los fragmentos de un mapa. ¿Y yo qué soy? Soy un tiburón, sí. El tiburón es latón de alta mar, en un mar enrevesado, y para él ningún humano es hijo de rey.

Con una cabriola da un respingo y se cerciora de que el kalaschnikov sigue en el congelador, junto con las Buitoni y La Cocinera.

—¡¡¡Qué coño!!! Me gustan las dictaduras. Y el sexo con aroma a urea putrefacta. La dictadura es cine de autor, catetos. La democracia es un dispendio de idiotas que creen saber cómo conducir un coche. ¡Vivan las dictaduras con puntería!

Le dije a Cristina, la catequista, que desde aquí, desde mi cuerpo, diviso la gran estatura de la tierra. Y el rocío de sus tetas cuando me emborracho y sueño con ella. Y paso los dedos y la lengua por la carrocería de los coches en la madrugada.

Eso fue después de que me invitara a su casa y me plantara en bolas delante de un espejo. Me observó igual que lo haría una noble ante un esclavo musculoso.

"Eres hermoso", me dijiste, y me diste dos brochazos en el abdomen. "Eres hermoso", y disipaste mi sexo con un beso sobrenatural y un espasmo de flúor.

Al condenado a muerte, a ese que aparece hoy en los diarios, ya muerto, ya eyaculado, vivo ante los volcanes, le ofrecen la oportunidad de morir con poliéster o nailon. Con parches o con aceite de Argan.

Elige una tela lisa y oscura. Y unos tirantes para sujetar los pantalones. Y ser ahorcado de las doce puntas de un bello venado. Y que su última mirada sea hacia un esbelto puma.

Concedido.

El prisionero trata de dormir entre el polvo blanco y los aguijones de su celda. De nada sirvió que pidiera el ojo de halcón al juez de silla. Sólo el que va a morir ejecutado es exigente con Dios. A través del ventanuco le llega el aire musical de las bolas de helado, puede divisar las manzanas de casas, la paja y la seda, los corazones borrados.

Él tropieza con su propia garganta. Quiere llorar cuando comprueba que en aquel árbol donde él veía mariposas todas las tardes, no baila ni una única hoja. Comienza a caer una fina lluvia sobre las lámparas. De lejos, de muy lejos, le llega el café molido de las montañas. Hoy no puede mojar con saliva a las golondrinas. No se han presentado. Sí que ve las águilas inválidas en los montes.

Le han dado a elegir, y se lo recitan como un programa de mano, como un inventario frívolo: pelotón de ejecución, inyección letal, ahorcamiento, traje gris carbón, ratón de campo o ratón de ciudad, piedra-papel-tijera. A lombriz, cucharilla y mosca."Habría que recuperar el clásico de los descuartizamientos", dice un guardián con afectación.

El condenado ojea un ejemplar de la Biblia que desprende olor a arcillas y limos. Busca entre sus páginas, en los sótanos del licor, alguna referencia que verifique que el Diablo tiene el pene seccionado.

Alguien relata un chiste nocturno muy manoseado antes de que el reo comience a desmoronarse. Sí, el chiste del mal anarquista, que a punto de lanzar su bomba orsini a la comitiva real se percata de que a la reina se le ha caído el sombrero y él, caballerosamente, suelta el artefacto y corre a devolvérselo con una reverencia. Ni puta gracia. "Sólo los tontos llegan a los amenes", le espeta al capellán con pelo de cabra.

"No me auxilie a mí, nada quiero ver con vaqueros que montan sobre una cruz". El ahorcado sube al estrado con un naipe, compone un poema pero no sabe hablar de otra cosa que no sea de las matemáticas.

El reo se presta al contacto con el vacío, con ese material en blanco y negro que es la ejecución. El silencio más absoluto. El bostezo de los hormigueros. Tan sólo su mente trabaja. El fusilamiento es rápido, muy bonito, con los soldados adornados, piensa. Pero no me gustan esos sonidos estridentes, ni que las mulas tiren de mí y de las mañanas después. Echa para atrás, para atrás, para la infancia, y escucha las canicas abolladas, nota el sudor del lápiz, vivea entre brindis y bragas cuando llega a su madurez.

Escribe con la ortografía del ataúd frío. Piensa en el ahorcado y sus hilos. Piensa en la copa de vino que rebosa bajo el decapitado. Piensa en la pulpa disparatada de un fusilado. Piensa en un trueno sin terraplén. Recuerda que Antonio Anglés no había asesinado a aquellas chicas. O al menos, eso creía. Anglés solamente había matado a Perrault. Y lo había sustituído por los hermanos Grimm.

El ahorcado mira al cielo prófugo y recoge la cortina, amenazado por los lunares de la noche. Y se deja caer sobre una casa romana repleta de luz, con chuletas de examen en las sombras, kilómetros atrás de su matrimonio.

Vuelve a ver a su esposa y la llama. Vocea.

—Una voz, una espuela, sigo una pista, sigo tus huellas.

El trigo me corta el paso. Sé que tu cuerpo es un monte en mi mano. Que tu cuerpo es fuego en mi cuaderno, que dibujo una vagina gamada, una vagina a la que odio, una vagina que toma al vencido y lo hace gruñir. Y le masca las pecas. Y lo vuelve detergente blando.

El camino hasta tu puerto es un yerre que yerre, y aún así, cuando quito el hielo y me cargo a Velázquez del cuadro, me miras como anticipándome dinero. Y entonces, tu sonrisa agazapada tras tus pechos sonantes, me descubre el demonio en que te has convertido.

Antes de morir, de que sus ojos rocen las constelaciones, el ahorcado se dirige a su amor ausente:

—Dame una conversación en la batalla y una cópula aunque sea mentira.

Entonces, la soga se abstrae y el ahorcado, ahora sí, se mete un gol.

Antonio Alcaide, el último etarra andalú, se dirige al dentista para luego visitar al anticuario. Ha dejado a Cristina a las puertas de su casa. Se deshace de sus browning y se zampa una palmera de chocolate. Después se disfraza de Gioconda ante un sastre. Termina su periplo alzando un pie y haciendo pipí en un árbol, como acostumbra a hacer el odioso pequinés de la vecina.

—Ese chucho sí que tiene dos cojones.

Y se pierde en las nubes. Como un elepé malpagado.

A Antonio y María, allá dónde los tanques y la pradera.

J. DELGADO-CHUMILLA
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