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O.R.A.

Pude ver de reojo en el salón las señales inequívocas en el suelo, pintadas con spray verde, que marcaban la ubicación de la futura máquina; pero pocos acontecimientos turbaban la costumbre de abrirme una cerveza bien fría al llegar a casa después del trabajo, así que me senté en el sofá a disfrutarla a pesar de mis más de doscientos de colesterol.



Por suerte, el endocrino, porque hay que reconocer que aquel cardiólogo apocalíptico era un cretino, consintió en calificar como moderado el consumo de dos latas al día después de haberlo convencido de la inexactitud del término “caña” que rezaba en la fotocopia que me entregó, donde se explicaba con un lenguaje entre tierno y condescendiente qué era el colesterol y cómo prevenirlo.

El jueves de la semana siguiente la silla del borde derecho de la mesa del salón, la que da la espalda a la televisión, ya había sido marcada como zona azul. El horario que rezaba en la máquina me eximía del pago durante las horas a las que solía almorar a diario los días laborales, así que, aunque me irritaba en exceso aquella invasión injusta de mi espacio privado, el hecho de que no tuviera que pagar relativizaba bastante el problema.

Al poco, encontré dibujadas las malditas rayas azules bordeando el sofá que utilizaba para echar una cabezada y leer las pocas tardes que tenía libres. Al principio dudé si me convenía más el bono diario o pagar la fracción de tiempo correspondiente de uso del reclinable, pero el miedo a que cualquier vecino o visitante ocupara el sitio y me obligara a dormir la siesta en la cama, con lo mal que hago las digestiones tumbado, me hizo sacar y acumular los bonos diarios con la esperanza de que las muchas asociaciones de vecinos que se estaban querellando contra la O.R.A, sin hache para más inri, saliesen victoriosas y nos devolviesen hasta el último céntimo expropiado que señalaban los tiquets.

La cama no tardaría en caer, obligándome a modificar mis hábitos de sueño los días que entraba más tarde y, lo que más odiaba, los sábados; aunque pronto descubrí el truco de echar en la máquina el importe del día completo el viernes a partir de las 20:30 horas; pues la máquina, implacable aunque poco inteligente, me ofrecía a cambio un tiquet para el sábado hasta el mediodía que me permitía estar en la cama el tiempo que creyese oportuno.

Por suerte, la situación esquinada del galán de noche lo mantuvo a salvo de las conquistas celestes. No ya por el engorro de pagar por dejar mi ropa aprovechable al día siguiente, sino por el escrúpulo a que cualquiera colgase alguna camisa más sudada de la cuenta; ya tenía bastante con encontrarme la cama desecha algunos días al volver del trabajo. El día que al entrar en el baño vi rodeado el water comprendí que tenía que sacarme la tarjeta de residente.

PABLO POÓ

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