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El último día de clase

Recientemente se ha jubilado un gran amigo, Miguel Ángel Santos, catedrático de Pedagogía en la Universidad de Málaga. Y se ha jubilado a los 73 años, tras permanecer los últimos tres cursos como profesor emérito, puesto que la jubilación obligatoria en las universidades española es a los 70 años, aunque la mayoría del profesorado se jubila antes de esa edad con la totalidad de los derechos económicos adquiridos.



Cuando he sabido que había impartido su última clase, me llenó un halo de tristeza, pues este amigo, aparte de magnífico profesor, es un verdadero entusiasta de la enseñanza, que la comenzó a ejercer como maestro hace más de cincuenta años, tal como manifiesta en el artículo que habla del tema en el diario La Opinión de Málaga.

Puesto que sus artículos periodísticos después los incorpora al blog que tiene con el nombre de El Adarve, dio lugar a que todos los que le seguimos semanalmente conociéramos la noticia, las emociones que le embargaron, la felicitación de sus alumnos y exalumnos, la acumulación de los recuerdos en ese día de cierre y sus reflexiones acerca de lo que ha significado ser profesor.

Le remití un comentario no tan extenso como me hubiera gustado, puesto que son muchos los que querían felicitarle por su trayectoria y no me parecía conveniente excederme. Al mismo tiempo le indicaba que escribiría para los diarios digitales un artículo con el título de Jubilarse, aunque, posteriormente, me pareció más oportuno poner uno similar al suyo, ya que deseaba incorporar algunos de los párrafos que aparecían en su emotiva misiva.

De este modo, lo mejor es que escuchemos al propio Miguel Ángel, con el silencio de la letra impresa, algunos fragmentos de su artículo:

“El pasado día 5 de mayo impartí la última clase de mi vida laboral. Una clase de varias horas, que cerraba la asignatura ‘La evaluación como aprendizaje’, materia que forma parte del curriculum de un master departamental que lleva por título ‘Políticas y prácticas de innovación educativa’…”.

“…Ha sido casi imposible resistir la emoción que, desde días antes, me invadía. Recordaba la primera clase que di a un numeroso grupo de alumnos de Primaria en el colegio Auseva de Oviedo, en el día de apertura del curso escolar del año 1961. Recuerdo cómo subía las escaleras, con el corazón alborotado. Iba a ver las caras de mis primeros alumnos”.


En su blog, los artículos aparecen puntualmente todos los sábados. Esto da lugar a que cientos de lectores, en su mayoría docentes de diferentes niveles educativos, entren y participen con sus opiniones acerca del tema que ha tratado esa semana. Muchos escriben de diferentes países de América Latina, pues en muchos de ellos ha acudido a impartir cursos, conferencias o a actos ligados siempre al tema educativo.

Y no solo que Miguel Ángel sea una persona cordial y generosa que haya sabido ganarse el cariño y la admiración de todos los que han asistido a sus clases, sino que es un verdadero apasionado por el trabajo que lleva a cabo. Ese entusiasmo bien puede verse en los dos siguientes párrafos.

“Han pasado más de cincuenta años. Un suspiro. No sé muy bien cómo ha podido transcurrir todo ese tiempo en un abrir y cerrar de ojos, de la noche a la mañana. No he pedido una sola baja, no he vivido ninguna deserción, no he protagonizado ningún desfallecimiento. Afortunadamente”.

“…Ojalá que los jóvenes que empiezan lo hagan con la mitad de la ilusión con la que yo termino. Habré causado daños, habré cometido omisiones lamentables, habré incurrido en errores garrafales. Por todo ello pido disculpas a quienes perjudiqué indebidamente y a quienes no ayudé en la medida que necesitaban”.

Tengo que indicar que a Miguel Ángel Santos lo conocí hace bastantes años en un máster de Educación que se impartía en la Universidad de Córdoba, en el que me matriculé al igual que hicieron otros compañeros de la Facultad. En ese máster conocí a excelentes pedagogos, pero por encima de todos ellos destacaba este de la Universidad de Málaga, puesto que, junto a ser un magnífico comunicador, sus exposiciones estaban trufadas de anécdotas que nos hacían reír y sonreír a todos los que allí estábamos presentes.

Por entonces yo tenía pensado realizar la tesis doctoral sobre el uso de la imagen en la educación y no veía a nadie que pudiera dirigírmela en la Universidad de Córdoba. A Miguel Ángel se lo propuse, pues él había publicado un libro titulado ‘Imagen y educación’, y con toda naturalidad aceptó encargarse de su dirección incluso sin conocerme apenas.

Para mí fueron años de mucho trabajo, puesto que una vez que terminaba las clases tenía que coger el tren que me llevaba a la ciudad malagueña para regresar en el último que salía con dirección a Madrid y hacía parada en Córdoba. Pero fueron años inolvidables, en los que disfruté y aprendí, dado que era un mundo de conocimiento muy distinto al de mi formación como arquitecto.

Han transcurrido muchos años y nos hemos visto asiduamente, sea en cursos de doctorado o en tribunales de tesis doctoral: él viniendo a Córdoba a mis llamadas, y yo asistiendo a Málaga a las suyas. Encuentros en los que he podido disfrutar de su cálida compañía y su inagotable imaginación para la charla entre amigos.

Pero un día, sin que uno se dé cuenta, tiene que impartir la última clase y el corazón se le encoje, los recuerdos se acumulan y las lágrimas se hacen inevitables. Y hay que saber despedirse. Hay que saber decir adiós. Es necesario estar preparado para nuevas tareas que enlacen con esas que nos han acompañado a lo largo de tantos años. Es lo que Miguel Ángel nos describe en este emotivo párrafo.

“Llegó la hora del adiós. En cada clase les había hecho el pequeño regalo de un texto significativo sobre lo que habíamos trabajado. Para ese momento elegí un breve artículo que escribí hace años y que se publicó en esta misma columna, titulado ‘Los adioses’. Decía en él: Hay que preparar el corazón para los adioses. Para recibirlos cuando nos vamos y para darlos cuando alguien se va. Hay que saber encajar los adioses de manera que nos hagan fuertes y sólidos en la vida emocional. Nuestro yo se hace fuerte a fuerza de dar y recibir adioses”.

A mí todavía me quedan algunos años. Yo mentalmente los prolongo. Pienso que cuando me toque, solicitaré estar como profesor honorífico trabajando en aquello que más me gusta: la investigación educativa. Y me imagino que permaneceré con el conocimiento y la experiencia acumulados para seguir enseñando a los jóvenes que acceden a las aulas universitarias hasta que me digan que ya no puedo continuar en ellas.

Mientras tanto, hago mías las palabras de Rubem Alves extraídas de su libro La alegría de enseñar con las que Miguel Ángel Santos se despide: “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna manera seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra… Por eso el profesor nunca muere”.

AURELIANO SÁINZ
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