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Una bala perfecta

Lo peor que le pudo ocurrir fue morir en el encabezamiento. El escritor se sentía en prisión preventiva. Criaba consejos, dejó de contestar al teléfono. Se pasaba los días fotografiándose los purísimos genitales y matando pinzones con una escopeta de plomillos. "Necesito arrimo", pensó al estrellar su coche contra la luna, segundos después de perdonar la vida a un gato que campaba a sus anchas: un gato más no hace daño. Abrió una botella de vino. Pensó en la cordura de sus testículos. Pensó en el sexo bibliográfico. Pensó en que ni los pies los tenía cabales.



Aquel vino era un acuerdo secreto del que brotaban ramas. Lo andó de trecho en trecho, enclavado al cielo y a los rizos de un avión. Supo que aquello era una cacería cuando recuperó el resuello. O el folio en blanco o yo, se dijo. Se colocó su sombrero de copa y alcanzó una borrachera en plena atmósfera.

Podía escuchar la gangrena gaseosa de esos libros que faltan por escribir. "Voy a montar un nuevo libro en pelo, sí señor", chilló. Pensó en escribir sobre el negro norteamericano, cada día más abollado. Pensó en las andanzas del cabrón cuando no está iluminando a la cabra.

"Cómo era aquella historia que me contó Ursula... Joder, no me acordaba de que en ese momento saltaron los fusibles", se lamentó. "Úrsula... no merece ni que la nombre. Me amó como sólo lo sabe hacer el tifus... ¿Ir a París sin motivos? Estaba loca. No, no quiero volver a ver las huellas de la interfecta".

Continuó pensando. Podría escribir sobre el sexo desgañitado, jaleo de cuervos, aullidos en el hipódromo. "Sí, qué buenos tiempos". El escritor montó de nuevo en su coche desvencijado. Bostezó al volante, iba cogiendo el hilo de las olas del mar.

—Podría escribir sobre aquella vieja empecinada que bebía cocorocó y montó un botellón con los fantasmas de su marido y el amante de éste.

—¿Y del amor? –le contestó el parabrisas.

Frunció el ceño y dio un volantazo. Detuvo el coche en un carril intransitable. Tomó su cuaderno: "Encontré el amor cuando por fin dejamos de ser viejos y nuestros corazones no cojeaban. Y fuimos a amarnos al mármol del relente, sonriendo, cogiéndonos las manos, desenvainando un amanecer luminoso, de esos amaneceres que se escriben a máquina, sin el biorritmo de la metralleta.

A unos metros de allí, dos duelistas arremangaban sus camisas blancas. Se disputaban la autenticidad, la verdad. Iban a dirimir por la fuerza quién de ellos dos era el Hijo de Dios. La noche es un pijama de vidrios. Una noche así, cortesía de urracas.

Están los dos sentados a una mesa, frente a frente, entre cortinos de piedra, sin techo, en un terreno duro y agreste. Un farol sobre un escaño. El marrano duerme en la pocilga. La luz de la luna y el hielo en el monte. Más abajo, un bosque de abetos; más abajo aún, el cereal y la viña. Más abajo todavía, un campesino peludo hace dibujos en una calavera.

Sobre la mesa desnuda, una bala plateada como un pezón picudillo. Una pistola para cada uno, muy cerquita de las huellas. Dos pistolas contra la libertad sexual de la noche. Ambas miradas nadan a la intemperie, en un auténtico fair play de locos.

El monstruo de Frankenstein aún moquea y saca astillas de sus ojos. Llora como un chiquillo la muerte de un borriquillo. Frankenstein viene de los barrio altos pero es un indocumentado. Jesucristo, flacucho vegetal, arropado por el agua corriente de una barba, mendigo cuneado por los terceros y por los cuartos. Proviene de los barrios bajos y es un indocumentado.

El monstruo, que habla un alemán electrónico entibiado con un pontevedrés con punto de congelación, presenta los músculos de la cara azules, azules, una albarda de muertos sobre los hombros, y los ojos ascuados de un pastor. Los ojos de Cristo se vuelven hacia el cogote, pesándole aún el remate de los Tiempos. Pesándole todavía un dolorcillo en mayúsculas.

Los ojos del monstruo, francos como los de casi todos los monstruos, se maravillan ante un baile de frambuesas que asoman primaveras. Hay una bala. Dos pistolas. Dos tipos sedientos de riflería.

—El muerto por bala habla por el fuelle –dice el monstruo.

—El muerto acosa desde el estuche –contesta Cristo.

—El asesino acuchilla el suelo al regresar de un viaje –insiste el bicho.

—La hormiga se abre las carnes con una katana ante el escaparate de la zapatería –responde el flacucho.

Frankenstein comienza a estar irritado y se muerde los solapones de su chaqueta con hombreras.

—El fantasma deja un espacio en blanco.

—El oro hace un requiebro en algunos mundos.

El monstruo talonea el suelo, encierra los puños con fuerza y echa un vistazo a su pistola. Y a la bala.

—La hermosura del verdugo cuando riega la tierra.

—La sangre se cose al viento.

Frankenstein da un bocado a una pared que no existe. Cristo, entrenado en estas lides, mantiene la tensión y la compostura.

—El toro sujeta el volante antes de hacer una brecha en la plaza.

—Aulla el lobo y la miel sigue goteando en el bosque.

El engendro se decanta por eliminarse tejido blando pero resiste y no toma la bala.

—El caballero divide amorosamente a la caballera en porciones. Dispone su mejor vajilla Pickman, los trincheros, las gramolas. Después, ofrece postales de su matrimonio a los comensales.

—En la trinchera quedan los caballitos de mar y unos cigarrillos a las órdenes de un general.

—En el tiempo de descuento, la bomba atómica logró cuadrar las cuentas.

—El intérprete movía los labios, el chino barroco bebía café y un poquito de orujo; la Ministra del Ramo, hastiada, optó por levantar las enaguas.

—Un oso marcha hacia el norte llevando consigo cien guardaespaldas.

—Colgaron al malhechor de aquella soga y después de perder el orín al sereno, como buen carnívoro, lo mandaron para el coleto. Con mucho picante y mucho vino.

—En un torneo entre caballeros, mostratron tarjeta roja al que arrojó la espada al respetable y propinó un golpe en la espinilla al otro contendiente. Este último, encolerizado, repelió el ataque golpeándole con un astrágalo que previamente se había quitado de la pierna.

—¿? –Jesús vacila, el tiempo se agota.

El escritor trataba de concentarse a pesar de que no muy lejos de allí, unos individuos proferían grandes rugidos.

—Buscaba el amor en un banquete presumido. A bombo y platillo se emborrachaba el cura y yo veía borrosa a mi suegra y las demás orillas.

En ese instante, una romería de coches policiales irrumpió por doquier.

El gobernador Barrabás y el Vicegobernador del Vicesecretario, Judas Iscariote, encabezaban a una multitud de GEOS que marchaban al unísono con canciones de guardería.

Al verse iluminado por las linternas de los guardias, el escritor depositó su libreta en la guantera y enrolló su pene bajo el Barbour.

El Gobernador inclinó la cabeza y tras escrutar el vehículo, entregó una tarjeta al sorprendido escritor.

—Mato por un módico precio. No haga caso a la tarjeta, contiene unas erratas.

Judas Iscariote alcanzó a entregarle una segunda tarjeta. Llevaba puesta en la cara una sonrisa de hiena.

—Yo, por cuarentamilduros, traiciono. En mi tarjeta no hay erratas. No sé quién fue el listo que divulgó por las redes que cobraba treinta monedas. Ni caso, oiga.

El escritor, patidifuso, enmendó el semblante, compuso sus ropas y salió a escape de allí.

Al día siguiente, los titulares de los principales diarios ya le habían dado una jugosa historia.

"Importante operación policial culmina con la detención de dos presuntos terroristas y el desmantelamiento de un arsenal con el que presumiblemente la banda pretendía fabricar explosivos a gran escala.

Además, la policía se incautó de dos pistolas, kaskabarro, nitrato, polvo de aluminio y azufre.

El arsenal hallado constaba de bidones impermeables, detonadores, bombonas de camping gas, teléfonos móviles, cable multiflar, baterías de 9 voltios, etc.

Uno de los sospechosos portaba en el momento de la detención numeroso tornillos y tuercas, así como rodamientos.

Ambos individuos fueron sorprendidos en las ruinas del antiguo bar de carretera "Huerto de los olivos" cuando comían un tiramisú a dos cucharas, mismo plato.

Por el momento, y según vayan transcurriendo los siguientes pasos de la operación ofreceremos más detalles, no se descartan más detenciones".

—¡Terroristas a mí! Soy el Gobernador, aspirante a la Presidencia del Gobierno. Como diría aquel Consejero: Yo soy Dios. Y que yo sepa, ni amigos ni hijos.

Y Barrabás pasó por el Juzgado por unas minucias sin importancia.

A esa todoterreno de la vida, con toda mi admiración y cariño. 
Va por ti, Virginia Muriel.

J. DELGADO-CHUMILLA
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