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La maravillosa fatalidad del señor Pitt


Cada invierno, en la ciudad, una tumba es destruída y desaparece. Y eso parecía el casco antiguo, una tumba "parriba", lentamente descojonándose de la risa de los pisos loqueros y los elefantes borrachos de la otra ciudad. Lo antiguo contra lo moderno, cuestión de gustos.

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Estaba meando la muralla china, con ministro inaugurante y casetillas de peón incluidos, cuando el chillido de un cristal con el corazón roto y el rebuzno cebollino de una chica al orgasmar dejando sin luz al vecindario me hicieron miccionarme en los zapatos y echar mano de una navaja que nunca me acompaña en el sitio que debiera. Estaba alerta.

—Umm, orgasmo sabor piña –me dije en un relamido de perrigato whiskas.

No podía salir de mi asombro cuando aquella esquela, bandeando malherida entre los golpes ternarios del viento y los palominos de los borrachos, cayó junto a mis pies. Momias con la piel de naranja, curas con celulitis, amantes con platino en los sexos. No había más, no había nadie más. Sólo yo y la dichosa esquela, llegada a mí en un prodigioso pedo del misterio.

El casco antiguo era a altas horas de la madrugada una pisada rotunda en el laberinto, una botella de Muga junto al puzzle de un acuchillado, candelabros chasqueando los dedos, vinos en las maderas, gatos en el sandwich mixto de las brujas.

Era él, no cabía duda alguna. Aquel pedazo de papel cantante, salido del sobaco de alguna iglesia, me buscaba en su descenso a los infiernos. Podría haber sido un bando de  Nottingham poniendo precio a la cabeza de Robin Hood.

Podría haber sido el "busca" de Antonio Anglés cuando dejó de existir en alguna sintonía de la radio; podría haber sido un "póntelo-pónselo" sin más cachiporrazos para Lawrence de Arabia; tal vez un cruce de disparos entre Lutero y Erasmo poco antes de visitar el plató de Sálvame Deluxe.

Era él, no cabía duda alguna. "Il Dottore" Antonio López Hidalgo había muerto. En Barakaldo. Seguramente cuando los mineros acabaron su turno. Habría muerto plagado de cuervos y chepas escocesas, muerto con su envergadura de Ricardo Corazón de León, con sus componendas de independentista irlandés, morreo al verdugo y a la Virgen.

No entendía nada, quedé petrificado, saboreando el hórreo de las putas antiguas, dando vueltas sobre mi propio eje alrededor de la carcajada con cistitis de los viejos palacetes. Era una señal. Miré la pistola por primera vez desde que la encontré ahuecada entre cascotes de piedra.

La miré y apareció en el tambor, de forma repentina, la sonrisa diabólica de la Señora Fletcher al tiempo que en mi oído izquierdo pitaba desquiciada la alarma de una joyería. Corrí. Corrí, perseguido de cerca por la Señora Fletcher en gabardina de cuerpo presente.

Todo buen escritor sabe que ha llegado su momento de gloria cuando consigue conectar los mares con su habitación. Es un proceso complejo, de invocación y conjuros, de muchos días con latas de sardinas, de numerosas partidas al juego del escondite. De muchas noches amontonando adivinanzas.

Sabe, igualmente, que ha llegado la hora de desaparecer cuando ya no cuenta con más frascos donde guardar sus frases. Sabe que ha llegado a fin de trayecto cuando las palabras le brotan ahorcadas, sin flechas, y se repiten las mismas secuencias: costilla-cuchillo, lenteja, oreja, árbol, sangre, mes... Ha dejado de ser un esquilador de palabras para ser un Carnicero de Milwaukee.

El rodaje de su vida se transforma en el rodaje de una pérdida. ¡Joder, a Gulliver le han cortado la polla! El escritor ha quedado impedido, se ha esfumado su erotismo especulativo, sus hábitos solitarios han perdido interés; es una oveja muerta. Muerta, con los ojos de un queso gruyer; no hay grietas en el café, joder, ni burros resfriados en cada papel en blanco.

El escritor conoce las trampas de su propio esqueleto, sabe bien cúando ha dejado de ser una fiera con ojos de cristal y se ha convertido en un oso tierno comiendo bayas en el mismo sillón de siempre, en el mismo café de siempre.

Parece un truco, pero ya no despierta. Se cierra la lumbre, entra en tromba la sed, los perros bailan agarrados, llueve chocolate... Es tu momento. Han de morir. Escritor y energúmeno, juntos.

Pero la señal inequívoca del hundimiento le es regalado por el destino cuando consigue hacerse por fin con una pistola. El buen escritor, aquel que ha de ser recordado en todo pack de El Corte Inglés, ha de llevarse su literatura a la sien derecha y esperar a que su cadáver se mantenga joven por los siglos de los siglos.

La mía, mi pistola (omito el nombre del fabricante por indiscreción), la encontré en una bañera de escombros junto a una vieja casona que los albañiles se estaban encargando de derruir. No comprobé si estaba municionada, desentrenada, si era ruidosa jodiendo o era un paté exquisito a modo de epístola a la mesa de Hannibal Lecter.

Yo creía firmemente en mi suerte. La envolví con sumo cuidado en un tanga con cota de malla y corrí a casa. Estaba excitado y nervioso mientras escuchaba al hierro desperezarse, tensar las piernas, ir corriendo a mear.

En bañeras de esa calaña me había topado durante muchos años con libros antiguos con los que fui conformando mi propia biblioteca. Quizá fuera ese mi pecado mortal, no haber comprado jamás un libro, habérselo robado a los muertos, a los fantasmas de raso que me observaban desde los ventanales de las casas funerarias. Me interpuse en el deseo de los libros, o en el de sus dueños, de querer irse a cagar en vez de volver a los algodones de otro idiota.

Tal vez por eso, y no por otra cosa, mi vida literaria como escribiente, escritor, escribidor, mi vida literaria pintarrajeando sopas, garabateando furias, había llegado a su fin de forma tan efímera.

Lo cierto es que me preparé a fondo, lié fardos y empaqué las horas. Crié a esa pistola, la mimé con industria, la arropé como a la levadura, le di fruta con las palabras, le di jardines con piano, le di hermosos caracteres árabes, vidas escritas en romance, le regalé mi memoria de hombre-lobo.

Y cuando ambos estuvimos preparados, hice inventario y comencé a jugar al asalto. Había de morir adornado y no en un agujero con barnices.

Fui al cementerio a despedirme de mi bisabuelo. Creo que tras un carraspeo producto de veinte siglos sin hablar me llamó gilipollas. No se lo tomé a cuenta y dejó de insultarme a quemarropa cuando le ofrecí un cigarrillo.

Aparté la hojarasca de la lápida del bisabuelo y coloqué la pistola sobre ella. Y así, arrodillado, con los ojos bajos, permanecí unos minutos, envuelto en el viento y las olas, escuchando el tartamudeo de las galaxias, escuchando bajo el musgo cómo llovía en el interior de la tumba.

Hice ademán de tomar el cielo por las agallas, y llegué a preguntarle, no sé a quién, si el cielo estaría hecho de engrudo, de leche, de miel, de gaiteros. Si resbalaría cuando consiguiera auparme. Retumbó por todo el cementerio un abucheo generalizado y algún filósofo me llegó a espetar: "Yo es que estoy más escorado hacia Stalin".

Tengo un plan para morirme, bisa –confesé–. Y entonces, me asaltó la imagen del bisabuelo ojeándome desde un viejo retrato de cuando él militaba en la milicia, dándome con la garrocha, gruñendo como cuando veía las corridas de toros por la tele y le entraban mil demonios por el cuerpo al contemplar al toro echando sangre por la boca. Maldecía la impericia del torero y aplaudía los dos rombos del morlaco.

Abandoné la ciudad en cuanto me fue posible. A lomos del carboneo furioso del tren iba dejando atrás rápidamente el garabateo de la civilización, las fracciones del alcohol, los colores impostores en los mercadillos chinos, los abordajes del reloj en los firmes de la carretera.

Por un lado ansiaba alejarme de todo aquel tétanos, de la balística y el tetamen, del goodyear y el suero por gotero; alejarme de los grandes desafíos de machos y hembras, de los antisicóticos. Alejarme de lo que yo representaba: el oro de bronce, sin grosor, sin pulimento, sin valor mecánico alguno.

Por otro lado, sentía temor y respeto por aquella huída en caliente, aquella huída en blanco que pretendía ser mármol puro. Y no. No.

Acaricié el vigor rocoso de la pistola. Tuve ganas de sexo, lo confieso. Comparé aquel tren ligero, encarnizado, lleno de órdenes y autoridad, que me catapultaba al extrañamiento, con una profresión, un oficio, un deambular, un diabólico juego decimal, el mío, arrastrado siempre por una marejada, siempre miedoso ante el patíbulo.

Deseaba escapar, huir al frío de las montañas con los leones y comer fresas con ellos y que después me comieran a mí, sin rencores ni ninguna misa. Los mongoles fundaron la ciudad, después la arrasaron. Después fusilaron las flores. Surgió el predicador, vinieron los fieles. Después las cenizas de las flores. Y nací yo. Y morí yo.

Grité entusiasmado: "¡Ciudad, ahí que le zurzan a los restos mortales del Hombre!".

El tren describía el trayecto con la caligrafía de una chica de colegio de monjas, hermosas "D" mayúsculas con sus hermosas tetas; hermosas "L" con sus hermosos penes. Una delicia de viaje. Al bajar del tren me puse a cubierto de un sol poderoso que abría su placenta en un fuego de doble filo.

Lo más parecido al color del sol lo veía todos los días en las caravanas faraónicas de los blindados de Prosegur transportando la tostada calentita todas las mañanas desde el Monte Olimpo hasta el Monte Olimpo.

Sonreí. Estaba en el campo, en las colonias, madurando al sol como un kiwi y un aguacate. Llamaba mi atención que la gente tuviera los ojos como pastillitas Juanola y los coches sonaran como maracas.

Entonces comenzó una música sin pausas, sonidos de caballos y hachas, el cacao caliente se pegaba como ántrax a mi piel. Confirmé mis sospechas: Es el cacao y no el café, lo que ilusiona de verdad. ¡Viva el campo!

Desanudé la corbata y volví a mirar las señas de un destino. Me recibió en la explanada de la estación el pitido de unos pájaros mantecosos revoloteando en una extraña coreografía en torno a un árbol centenario.

Anduve penosamente sobre la piedra machacada de los caminos, caminos hechos a mano, caminos flanqueando los sepulcros de todos los indios del mundo. A medida que me adentraba en el campo, parecía engullirme una enorme red de profundidad, y a la vez, quedé convencido de los propósitos artísticos de Dios cuando creó al mundo.

Me sorprendió maravillosamente la película que tenía ante mí: arroyos caldosos, pompas de jabón, caballos sueltos, danzas animales, cazadores de patos. Brillaba el sudor de las liebres, los perros mestizos, blandos y suaves, con plumas de parmesano, se embestían en el decorado de las lomas.

Nada que ver con la imagen esculpida de la ciudad, las estatutas empalmadas, la cebolla frita, el perrito caliente, las narices y el talonario, la visión intravaginal sobre todas las cosas.

Pasó a galope un jinete picando al caballo en los mismos sesos de un rayo. Absorto como estaba, en mi desconcierto metí mi pie bueno en una abolladura del camino y ensucié mi zapato con forma de tetera.

Primero maldije, para, seguidamente después, sonreir y contemplar a aquel caballista en el viento, sobre las olas. Y lo imaginé como forajido, aporreando las puertas de las posadas con pistola al cinto. Y lo ví alejarse, hacia el norte, hacia ese norte donde nunca llegan las cartas de amor.

Me olvidé del pistolero y seguí deleitándome con aquel cuento ancestral. Aquellos colores, aquella sinfonía, aquel lugar donde las ballenas pasaban el verano, eran reales, eran asombrosamente grandilocuentes. Nada que ver con el color gris confederado de los despidos en la ciudad, con los colores zombis a los que los grandes bancos habían extirpado los ojos y la sonrisa.

Anduve sin compás, tropezando de continuo, en el único lugar del mundo donde el jazz sería pan de molde ensanchando la sonrisa del acordeón. Ya podía divisar el Cerro de los poetas; al otro lado, a sus faldas, la vieja mina de plomo, la olla podrida de los suicidas ilustrados.

Algo inesperado llamó mi atención. Había un hombre sentado sobre un cuartón de madera, allá en la cima. Aquello trastocaba mis planes. No debía haber testigos de mi voladura de cráneo.

A medida que avanzaba, a riesgo de despeñarme, sin dejar de posar mi mirada en aquella silueta amamantada por el sol, la imagen pétrea iba cobrando entidad, forma, un singular gigantismo.

Era un hombre de avanzada edad, barba de almadraba fenicia, un Neandertal enterrando la vista, todo pelambre, todo hilachos, gorro con orejeras, guantes de punto, un viejo fusil entre las piernas. Todo un soldado rampante de las guerras coloniales.

Me detuve ante él y traté de recobrar el aliento antes de entablar conversación. Se adelantó a mis intenciones. El sujeto andrajoso levantó la cabeza y, malcarado, me miró fijamente con unos ojos azules atrincherados en un castillo asediado.

—¿Eres un esclavo urbano? –preguntó en tono intimidatorio.

Aguanté la respiración y él cargó los puños en torno al fusil. El hombre se percató de mi nerviosismo y desaflojó el nudo corredizo que había dispuesto alrededor de mi garganta.

—No te preocupes, este viejo trasto no sirve para mucho. Dos balas tenía cuando lo compré y las dos se las llevaron dos gatos cimarrones que se querían beber mi whisky.

Creí verle sonreir su propia ocurrencia.

—Es un Remington de 1871, Tercera Guerra Carlista. Casi nada.

Deslizó su mano suavemente por el cañón y comenzó el vaivén de la lenta masturbación a un gato siamés. Volvió al ataque con otra ramplonería.

—¿Es cierto que en la ciudad mueren los dibujos animados?

Seguía sin cogerle el sentido a todo aquello. En unos segundos incómodos, de rastreo y tironeo de ojos, tanto él como el fusil podrían haber emitido un exagerado bostezo.

—Yo he sido general romano y agricultor. Aquí estoy –y se incorporó penosamente, lo que me llevó a retroceder un paso– desde que llegaron los franceses.

Aquí estoy –hinchó el pecho– a las puertas del Reino, paseando a diario en góndola.

—Disculpe –balbuceé como un niño sin apartar mis ojos de su arma–. Verá, yo...Verá, yo vengo... al Cerro de los poetas...

—¿Tienes un plan para morirte, verdad? –y prorrumpió en sonoras carcajadas.

—Bueno, sí –contesté avergonzado y desarbolado por completo.

—Yo vine a lo mismo. A buscar a La Fina, a buscar a la muerte, caer rendido a sus brazos, aquí, en los trigos y en las viñas, rodeado de caballos flacos y borricos cabezones. En el campo tropiezan todos los que huyen del desamparo. En estos campos, muchacho, el oro es libre.

—¿Y qué ocurrió? Quiero decir....

—Ya te he dicho. Me quedé sin balas. Y me alegro. Todos los poetas y escritores que hay ahí abajo son gilipollas perdidos. Impertinentes y soberbios. Se pasan los días hablando de zafiros y cantando el Ave María de Bisbal. Todos se han arrepentido de volarse la cabeza. Que tradición más inútil. Se creen todos armados caballeros.

Como no tengo otra cosa que hacer, y a falta de enterramiento digno, les echo de cuando en cuando una lechada de cal. ¡Y cómo se quejan los desgraciados! Algunos, tratan de escalar las paredes de la mina y les pego un puntapié y, ale, a rodar por las escaleras. ¡Iros a dormir de una vez o a tomar por culo!, les digo. Y se quedan muditos.

Hizo una pausa para toser a gusto y cubrir de gargajos su territorio.

—Y a tí, ¿qué te ha fallado? ¿La gasolina o la piedra? A los jóvenes siempre os falla la piedra. Y ¡ya!, tiráis el mechero a la mierda. Observa el campo: el gran crematorio de los ejércitos. Antiguamente, el campo era el gran Mercadona de los bichejos. Y el ser humano era su género, fuera de fecha a veces, pero comestible siempre. En el campo se aprovecha todo, chico. Hasta las manchas.

Dio un trago de whisky pero tuve la impresión de que se había olvidado de mí y hablaba para sí mismo.

—Acércate, muchacho, no temas.

Ante mi indecisión, dejó escapar un rugido de aspiradora.

—Hostias, acércate.

Tímidamente me aproximé hasta él, acerqué mi oído a un palmo de sus fauces. Entonces me susurró:

—En el campo, los animales están escolarizados y los niños no los carga el diablo.

Y volvió a carcajearse, toser, carcajearse. Y latigazo en mi hombro. Aquel hombre era material de erupción en todas sus formas. Por primera vez me atreví a sonreir. Relajé los glúteos y las ramas del cuello.

—Por aquí pasó Don Quijote. Y la peste. Y la tropa corriendo. No he visto miguero más apetitoso. Por aquí he visto pasar a los escopeteros, la melosidad de los bandoleros con sus dientes blanquísimos, por aquí pasó el Che Guevara y el Rey de Sierra Morena. Los perros se detienen, arrufan, y se cagan en los literatos. Son perros trovadores.

—¿Podría saber con quién estoy hablando? –más que una pregunta, parecía una petición administrativa ante ventanilla.

—Cuando todo se derrumba, el perro vagabundo se vuelve un hombre ilustre, Chumilla.

Y así, cuando todo indicaba que iba a continuar marcándome con el florete de El Zorro, se despojó de la barba de eremita que disfrazaba su rostro e hizo el saludo militar recomponiéndose a duras penas. No daba crédito. Ahora sí, era él, Il Dottore, su barba helada del color del aliento de Hernán Cortés.

—¿Antonio? ¿Antonio López? –exclamé de un solo cañonazo.

En ese instante, a lo lejos, perdidos entre las lomas y los chaparros, entre los alguaciles de medio pelo, la Reina Madre y la guarnición de luces del paisaje, dos labradores embutidos de ébano vocearon en miles de direcciones. Dos voces verdes con sus hierros, con acompañamiento de ladridos.

Era él, joder, ya lo creo que era él. Antonio me tapó la boca de un manotazo y con el otro brazo me atrajo hacia su pecho y apretó con fuerza.

—Calla, hombre, calla. Aquí, en el campo, cerradura y llave, Chumilla –dijo esto siseando y buscando impropios y extraños por los alrededores.

No entendía nada. Me ofreció whisky de su petaca y no dudé en amorrarme a ella.

—Aquí, en estos pagos, soy el señor Pitt –lo dijo con solemnidad inglesa, atildando la voz, como salido de Downton Abbey, adecentando y apaisando sus harapos de Fray Leopoldo.

—¿Señor Pitt?

—¡De Brad Pitt, cojones!. Verás –echó su brazo sobre mis hombros y caminamos hasta el borde del cerro– ¿sabes cuántos Antonios López viven por aquí? No, no. Demasiados. Hay un Kevin Costner, eso sí. Ya te digo, aquí soy un ilustre, un fraile multimedia.

La gente me invita a sus casas, les leo poesías, relato batallas, les barro el zaguán mientras me aventan el arroz y cuaja la leche. Les leo mis tesis al mezzogiorno, me papeo los cerdos más redondos, Chumilla. Y las mujeres... Hierro y diamantes: huelen a agua de limón, a cremas de todas las especies. Y aquí, dan propina, y el amor es abrasador, rehalero. Tú me entiendes.

Me tienen por médico, maestro, abogado, sheriff... Soy toda una institución aquí. Y no hay reloj, ni corriente de plata que te lleve de la correa. Hacienda, Seguridad Social, despachos... Bah, aborrezco los países podridos.

Y dicho esto, una oronda gallina surgió repentinamente bajo un viejo casco blanco de motocicleta a modo de huevo y se acercó patizamba hasta nosotros.

—Chumilla, te presento a Pita, la señora Pitt. No podía haber habido Angelina mejor.

—Esto no me puede estar pasando, no entiendo un carajo, Antonio. ¿Dónde está la "cámara oculta"?

—Que sí, Chumilla. Que fingí mi muerte, no soy el primero, créeme. Por aquí pasó hace unos meses Jesús Gil. Yo no lo he visto, la verdad. No soy el único que he dejado un ataúd vacío con un corte de mangas en su interior. Me cansé de todo aquello, del periodismo, de la pasta, del reconocimiento. Nos pasamos media vida buscando El Dorado y al final nos quedamos con las patatas-paja.

—¿Y?

—No has sido el único que ha visto mi fantasma. Un cazarrecompensas tocapelotas logró dar conmigo. Es un jinete endiablado, un jinete del Apocalipsis. Tremenda bestia.

Dijo esto y arrojó mi pistola al fondo de la mina. Me la había birlado con maestría hacía unos minutos sin que yo me percatase.

—Sí señor... El jinete del Apocalipsis.

Unos cascos de caballo pisoteando la gravilla se aproximaron entre corrimientos de arenisca y resoplidos de elefante. Se trataba de aquel jienete que había estado a punto de arrollarme en el camino.

—¿Juan Pablo Bellido? –directamente me llevé las manos a la cabeza, cual prisionero de guerra.

—Juan Pablo Bellido: editor, periodista, profesor, corresponsal... Tantos reconocimientos como títulos tiene la Casa de Alba –López Hidalgo presentó a Juan Pablo como si de un concursante de Pasapalabra se tratara.

—Aquí en tu nuevo mundo me han llamado Duque de Feria, Antonio –contestó y se abrazaron y palmearon las espaldas. Juan Pablo saludó a Pita con un pico y seguidamente me ofreció su mano.

—Todos estos molinos que ves por aquí, Chumilla, son suyos.

—Déjate de coñas y dame tu nuevo texto. Tengo prisa. Por cierto, Chumilla, aún espero esa historia de impresión que me prometiste para tu columna.

Me alejé lentamente hasta el borde de la mina. Miré hacia abajo. Larra estaba escalando. Me guiñó un ojo.

—Créeme, Juan Pablo, tendrás esa historia. Ya lo creo que la tendrás. Por cierto, Juan Pablo –hice una larga pausa y ambos permanecieron mudos esperando mis palabras– ¿sabe Juan y Medio que también eres un jinete consumado? Porque me temo que esta vez no te libras de una petición de matrimonio.

Con todo mi cariño, a mis compañeros de Montilla Digital. Feliz Año Nuevo.

J. DELGADO-CHUMILLA
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