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Correspondencia ajena

Todo mi mundo se vino abajo el día que encontré escrito sobre una nota tirada en el suelo de la cocina aquel “me gusta cuando tu bigote me hace cosquillas en la espalda”. Siete años de noviazgo más quince de casados que se iban por el desagüe gracias al vello facial de algún desgraciado que se había entrometido en nuestro matrimonio.

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En un alarde de serenidad, decidí, sin embargo, no montar un espectáculo hasta no haber reunido el número suficiente de pruebas irrefutables que hicieran inútil cualquier intento de explicación por parte de mi, ahora, infiel esposa.

Ella parecía tranquila, indiferente a mi cambio de actitud en ocasiones mal disimulado, como si no fuera con ella la cosa y todo se debiera a uno de mis frecuentes roces con el personal de la oficina.

Al poco tiempo, debajo de la cama, encontré barriendo otro fragmento de papel, roído y arrugado. Había comenzado a ocuparme con ahínco de las tareas del hogar como estrategia para acceder más fácilmente y con causa justificada a cualquier rincón de la casa: revolvía en el cajón de su ropa interior cada vez que colocaba la ropa recién planchada, en la papelera del baño cada vez que tocaba limpieza con lejía y, en general, en cualquier rincón de la casa cada vez que barría o pasaba la fregona.

Había veces que la retenía en cualquier habitación ya examinada más tiempo del necesario para que se secase el suelo mojado; incluso llegué a comprar por Internet un lote de trescientos filtros chinos para el robot aspirador que cambiaba, con la excusa de la mala calidad de los productos asiáticos, cada vez que la máquina patrullaba mi hogar de cuatro a seis de la tarde y de tres a cinco de la madrugada, gracias a su ínfimo nivel de decibelios.

En aquella segunda nota, la de debajo de la cama, habían escrito con distinta caligrafía: “He encontrado tu queso favorito, ¿quedamos esta noche?”.

De manera que, ahora, le gustaba el queso. Para ponerla en un aprieto, bajé de inmediato a la calle y compré una cuña de curado de oveja en una de esas tiendas que venden vinos, embutidos y quesos con un generoso margen de beneficio.

Preparé una cena romántica con la que mi mujer se sorprendió bastante y presenté el queso, ya cortado, en un plato decorado que solamente usamos algunas Navidades, cuando no vienen niños, por miedo a que se rompiese.

Al rechazarlo, le pregunté con suspicacia si ya no le gustaba el queso, pero alegó, en su defensa, que nunca le había gustado. Aquel fallo de concreción en el interrogatorio me dejó con la duda de si no le gustaba ninguna clase de queso o sólo el curado de oveja, y me fui a la cama con un remordimiento que no se alivió ninguna de las dos veces que hicimos el amor esa noche.

Mi vida profesional pronto se vio afectada y, cada vez, pasaba menos tiempo en la oficina y más escrutando mi casa. En el cuarto de baño encontré una nota subida de tono que decía: “Acuérdate de limarte las uñas, hay veces que me arañas el rabo”.

Nunca hubiese imaginado a mi mujer con un tipo tan soez y, sobre todo, que le dijese lo que tenía que hacer: ella se depilaba, se teñía o se limaba las uñas si quería, pero se veía que tantos años de relación con el mismo oficinista medio calvo, socialdemócrata y rutinario la habían espoleado a los brazos de cualquier machito mal hablado que la pusiese derecha.

Después de encontrarme algunas notas más esparcidas por la casa y el garaje, decidí reunirlas todas y presentarlas a mi abogado como pruebas principales en la vista del divorcio. Mi mujer alegó enajenación mental por mi parte y el juez, ante la vehemencia de mis acusaciones probadas y la coherencia de sus argumentos de defensa, no pudo más que decretar el reparto a partes iguales de nuestro patrimonio.

Los nuevos dueños de nuestra casa, una pareja joven recién casada tras siete años de noviazgo, me llamaron para avisarme de que, haciendo reformas, habían encontrado dentro del hueco de la escalera del garaje a un gato copulando con un ratón que, al ser descubiertos, huyeron abandonando una caja con abundante correspondencia amorosa.

Me preguntaban si era yo el dueño del gato.

PABLO POÓ
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