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El Papa rojo

Las sotanas y la derecha, decía el viejo camarada, siempre han ido cogidas de la mano. Sendas reliquias del pensamiento presente han compartido el "conservadurismo político" en el seno de sus tripas. Tanto las agujas de la Iglesia como las barrigas del fraguismo han mirado con recelo los embates del progreso.

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Es precisamente esta "resistencia a los cambios sociopolíticos" la que ha marcado la agenda de los curas y los "fachas" a lo largo de la historia. Ambos credos ideológicos –el liberalismo y el cristianismo- han sido reacios a las transformaciones culturales de los últimos tiempos.

Fue, para disgusto de algunos, un señor de apellido Zapatero quien puso tierra por medio entre los dogmas de la fe y las aguas de la política. Hoy, como ustedes saben bien, las gallardonadas de Alberto y el darwinismo de Wert intentan devolver a la derecha de Rajoy el cristianismo perdido durante el periplo de José Luis.

Las declaraciones de Francisco ("jamás fui de derechas") realizadas esta semana a una revista religiosa han hecho tambalear los cimientos agrietados del "liberalismo cristiano". El "Papa rojo" –como así se le conoce a Bergoglio en los foros de la izquierda- ha sido el primero en poner el dedo en la llaga a una Iglesia anclada en los muros medievales.

La fotografía retrógrada de una institución atascada por los dogmas de Benedicto ha visto, en las palabras de Francisco, un haz de progreso en las sinrazones de su juicio. La frase del Papa invita a la Crítica a reflexionar sobre las nuevas aguas que surcan los mares del novo pontificado.

Si Francisco es de izquierdas –decía el camarada- probablemente no comulgue con el conservadurismo propio de la derecha de siempre. Probablemente no esté de acuerdo con la distancia existente entre realidades sociales y discursos clericales.

Si el Papa es de izquierdas, como decíamos atrás, debería reinar con sus mimbres ideológicos. Ello supondría, para la indignación de algunos, el reformismo radical de una institución bautizada en las pilas de la tradición.

Así las cosas, la nueva Iglesia –acorde con la ideología del pontífice- debería replantear, en el seno de sus entrañas, los dogmas mantenidos desde los agudos de Enriqueta. Debería, y valga la repetición, reinventar la institución para que el "progreso" venza, de una vez por todas, al pensamiento conservador de "franquistas", "fraguistas", "aguirristas", "aznaristas", "marianistas" y toda la estirpe proveniente de las siglas peperas.

Desde que pisó el Vaticano, los pobres de Bergoglio han visto en el sustituto de Benedicto al mismo Galileo que, siglos atrás, fracasó en su lucha contra los curas. Tener un Papa rojo implicará, si éste es coherente con sus declaraciones, una nueva senda de aperturismo dogmático hacia el respeto y la tolerancia olvidada.

Respeto y tolerancia, decía, con la diversidad de género y libertad sexual; respeto y tolerancia, decía, con las medidas anticonceptivas, como ejercicio del derecho a la planificación familiar, derecho reconocido en la Conferencia del Cairo.

Tolerancia y respeto, decía, con la feminización de sus sotanas; tolerancia y respeto, decía, con los avances culturales de la postmodernidad. El despertar de la ceguera servirá para que los "creyentes de izquierdas" no sientan vergüenza ajena al "asistir como fachas" a la misa de los domingos.

La frase de Francisco no debería quedar en retórica barata. No debería, decía, porque una Iglesia Roja al servicio de la izquierda sería una bocanada de aire fresco para la socialdemocracia. Sería una bocanada –en términos coloquiales- porque cerraría muchas heridas de los momentos republicanos.

Serviría para que los moldes cristianos no sean una condición necesaria del pedigrí de la derecha. Serviría –y valga la redundancia- para que el Vaticano se convirtiera –aunque sinceramente lo dudo- en una institución generadora de opinión en las relaciones internacionales.

La utopía de una Iglesia Roja, independiente de sus sesgos conservadores, solamente sería real mediante un "reformismo radical". Reformismo radical entendido como un conjunto de mensajes y prácticas graduales a corto plazo en combinación con un horizonte drástico a largo plazo.

Solamente así, de forma gradual, demoliendo lentamente las pirámides de la Iglesia, conseguiríamos que el día de mañana el progreso fuera un asunto de crucifijos y sotanas. Mientras tanto, miles de monjes, curas y monaguillos rezan hasta el hastío para que ello no suceda.

ABEL ROS
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