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Sueños, cuervos y otras malicias

"Me gustan los cuervos", dijo de repente, sin dejar de andar, pendiente de la gravilla que pisaban como en una playa grisácea del infierno. "Son tan negros…". Ella caminaba a su lado y tampoco elevaba la vista. El pelo se le pegaba a la frente y al cuello, bruñidos de sudor, y sin una mala brisa que espantara el bochorno.

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—Son listos y muy vivarachos –insistió él–. Parecen inteligentes-. Llevaba la camisa desabrochada y un hatillo a la espalda. La mano derecha jugaba con una rama para espantar el vacío y sacudir el polvo, y usaba la otra para amortiguar la luz y otear de vez en cuando el horizonte antes de introducirla nuevamente en el bolsillo.

—¿Tardaremos mucho? –requirió ella-, tengo sed-. Las sandalias habían adquirido el color cenizo del camino y dejaban un leve rastro polvoriento al arrastrar los pies. El terreno llano, lacerado por la cicatriz de una pista sin asfaltar, reverberaba como un páramo donde ni los grillos ni los alacranes, habituales del averno, atrevían adentrarse.

—Son inquietos hasta para andar, dan saltitos o pequeñas carreritas y te miran con curiosidad. Yo les he visto perseguir a otros pájaros –continuó él-. En el fardo transportaban los escasos trapos que habían podido coger antes de salir. Miraba hacia un lado cuando volvió a oír su voz:

—Estoy cansada, vamos a parar un rato-. Los brazos le colgaban desnudos, columpiándose como badajos al vaivén del cuerpo, y terminaban en unos dedos separados en forma de rastrillo para ventilar el sudor. Sin ánimo ni para detenerse, levantó la cara y miró a Juan, que la precedía a poca distancia.

—No sudan. ¿Sabes que los cuervos no sudan? Se les empaparían las plumas y no podrían volar…

—Juan, no puedo más. ¿Paramos?

—¿Aquí en medio? No hay ninguna sombra. Sigamos un poco y, si encontramos un arbolito o cualquier cosa que sirva de refugio, nos detendremos a descansar –respondió al fin, sin dejar de caminar y sin siquiera mirarla. La tarde alargaba sus propias sombras pero apenas mitigaba el calor. Cuando hablaba, una vaharada de fuego salía de su boca y le secaba el aliento. Pero no callaba.

—Podíamos ser como los cuervos, aguantan el calor y no sudan. ¿Tú le has visto la lengua a un cuervo? Nunca se les ve con la lengua fuera…

—Juan, o te paras o sigues sin mí –protestó ella, vencida y pálida, instantes antes de detenerse. El pantalón ceñía sus piernas y la blusa, de un tejido florido, parecía haber sido rescatada de entre los escombros. Ningún reloj, ni anillos, ni pulseras o pendientes adornaban una figura que había perdido su esbeltez y vitalidad en los últimos meses. Hasta la mirada rezumaba cansancio. Se apoyó con ambas manos sobre unas rodillas ligeramente doblegadas. Miró su vientre moverse al ritmo de una respiración que le obligaba a abrir la boca. Aguardaba conmiseración de quien continuaba dando pisadas en la gravilla.

—Venga, no te pares ahora, nos van a coger –dijo él al darse cuenta de que ella no lo seguía-. Un poco más y estaremos seguros. Allá podremos descansar. Haz un esfuerzo, mujer, y… –pensó decirle que beberían, pero decidió mejor no mentar el tormento que llevaban padeciendo desde hacía horas. Sus siluetas eran las únicas atalayas que sobresalían en aquel yermo infame que ni el aire se dignaba barrer.

—No puedo, Juan, no puedo más, me muero de sed, estoy agotada… –dijo con un hilo de voz entrecortada-. Sigue tú.

Se quedó de pié, mirándola derrotada, humillada frente a él, de rodillas en una tierra que no tolera a los débiles y donde hasta la vegetación había claudicado de toda conquista. La observaba hundida, doblada sobre sí misma cual reo que ofrece su nuca en una rendición al frío acero del verdugo. Se agachó y le separó los cabellos del rostro, buscándole los ojos.

—Levántate, Luisa. No puedes estar cansada, ni tener sed, nada puede pasarte salvo en tu imaginación –dijo para consolarla-. Somos como los personajes de un cuento de Pablo que seguro ahora se apiada de nosotros y no te hace sufrir.

—Juan…

Pero no era ficción. En su delirio, Juan no pudo percibir el último reflejo de vida que se extinguía en los ojos de Luisa al acabar de pronunciar su nombre. Cayó sobre él como dormida. Él continuó soñando mientras la abrazaba:

—¿Sabes que ahora no me acuerdo si eran cuervos o mirlos…?

DANIEL GUERRERO
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