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Orfandad política y simulacro de democracia

La política española está actualmente huérfana de políticos de talla que entusiasmen con su liderazgo a los ciudadanos. Carece de personajes cuya visión de futuro despierte la adhesión de la gente y genere esa ilusión colectiva por participar en las transformaciones que moldean la convivencia en sociedad. Pocos son los que dudan de la necesidad de la política, pero son renuentes de los políticos.

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De alguna manera, la situación se asemeja al comportamiento de algunos visitantes de ciertas capitales emblemáticas que no soportan a sus habitantes: “¡Qué bonita Sevilla sin los sevillanos!”, suelen exclamar para exteriorizar ese sentimiento que repele el chauvinismo más ramplón.

Existen, empero, motivaciones que explican esa alergia a la política, aparte del rechazo que despiertan los que la ejercen sin altura de miras. Y es que la política ha descendido a niveles próximos al barrizal en que se dirime la lid partidista, más preocupada de sus miserias internas y la conservación de cuotas de poder que del interés general de los españoles.

Ahí entroncan los escándalos que sacuden a la opinión pública sobre los innumerables casos de corrupción, corruptelas e irregulares de todo tipo que los partidos con oportunidad de gobierno, a cualquier escala de la Administración, no tardan en acumular.

Los instrumentos de participación ciudadana acaban convirtiéndose en organizaciones que se afanan en perseguir el interés particular antes que el bienestar general y no dudan, si fuera necesario, en desacreditar las instituciones sobre las que se asienta la democracia con tal de afianzar posiciones de dominio e influencia sectaria. Se muestran imposibilitadas al menor sacrificio, aunque de ello dependiese el futuro de todos, si les resta poder, capacidad y fortaleza.

Por esta razón es inconcebible en España una política que reconozca los méritos del adversario o que esté dispuesta con sinceridad al consenso y la colaboración leal. Hasta los asuntos más delicados y complejos, que deberían constituir cuestiones de Estado libres de la confrontación política –como el terrorismo, la defensa o las negociaciones con el exterior- son a menudo utilizados para debilitar al contrincante nacional y menoscabar su labor. No es extraño, por tanto, que como consecuencia de esta falta de apoyo se pierda peso en las instancias continentales o internacionales donde España debiera estar representada con mayor nivel y responsabilidad.

La polaridad en que se resume la política nacional deja patente esa pobreza de ideas y de canales para la expresión pública. Aún contando con la espontánea proliferación de movimientos sociales que desahogan el inconformismo, no existen instrumentos apropiados, sin rigideces orgánicas, que generen la confianza de los ciudadanos para el debate político.

De hecho, es triste comprobar que la derecha española está sobrada de soberbia y tics autoritarios, cuando no de herencias dictatoriales, pero le falta ser homologable a sus homónimas continentales y norteamericanas, mucho más transparentes y democráticas, en las que sería inconcebible fenómenos tan bochornosos y grotescos como el caciquismo adaptado a los nuevos tiempos (Baltar, Fabra y compañía), actitudes revanchistas en la gestión gubernamental (revisión de políticas educativas, sanitarias, sociales, etc.) y, por supuesto, la tolerancia en sus estructuras de verdaderos mafiosos que se lucran como sanguijuelas de la Administración pública.

Pero es que la izquierda adolece también de debilidades que la alejan de ser alternativa real de Gobierno, más por la esquizofrenia que refleja su comportamiento que por el supuesto extremismo de su programa. La socialdemocracia nunca ha dejado de actuar como una derecha moderada que prefiere abandonar sus políticas sociales a hacer peligrar la integridad del sistema capitalista del que no reniega.

Y la proveniente del comunismo se fracciona en dogmatismos irredentos que sólo son abrazados por minorías enfrentadas, incluida la ahora en alza Izquierda Unida, un subsistema en sí mismo capaz de formar coalición o sostener ejecutivos conservadores (Extremadura) o progresistas (Andalucía) en función del territorio y el interés partidista de acariciar poder.

Y si así es la política a grandes rasgos, peor es la imagen de sus representantes. El convencimiento de que, en el interior de esas formaciones, la política española está trufada de políticos mediocres que han accedido a ella no por convicciones ideológicas sino por mejora de empleo, es algo extendido en los comentarios de barra de cualquier bar. Y que esas personalidades de poco brillo han contagiado a sus formaciones de la estrechez de sus planteamientos y su limitada capacidad para señalar horizontes infinitos en los que refulja la ilusión, también es un lamento compartido.

No es que el carisma sea premisa para el liderazgo y la buena gobernanza, pero sin rostros que transmitan proyectos y promesas y conduzcan a los convencidos e interesados, poca utilidad adquieren unas estructuras caducas que se visualizan como cuevas opacas para el trapicheo antes que foros de participación y discusión política.

En estos tiempos tan “livianos” ya no existen degaulles ni kennedys, pero sus estaturas se agigantan frente a los aznar y zapateros que, afortunadamente, no han tenido que enfrentarse a los gravísimos problemas que resolvieron aquellos: hubieran sido barridos por las circunstancias y ninguneados por los auténticos actores de la realidad, como de hecho experimentaron estos últimos frente a Bush y Merkel, respectivamente, mandatarios carentes de ningún rasgo sobresaliente pero con un enorme poder, y sin guerras mundiales ni pánicos atómicos de por medio.

Hoy proliferan grises funcionarios que administran entidades sufragadas con dinero público, que cooptan a sus dirigentes en función de afinidades y fidelidades personales, lo que les posibilita una permanencia “profesional” en lo que debería ser una dedicación vocacional y puntual en la política.

Así es como los rostros de Rajoy y Rubalcaba aparecen en todas las fotografías que ilustran el periodo democrático de España, sin que puedan aportar ninguna novedad a una juventud a la que aburren y espantan. Y si, por causas desconocidas, una voz nueva se deja oír, como la de Cantó, lo que expresa es una ignorancia que ofende y humilla a quien la escucha, sobre todo a las mujeres que sufren maltrato y pagan con su vida una violencia machista asesina.

Es posible que los ciudadanos estemos incapacitados para entusiasmarnos con utopías a estas alturas de la postmodernidad, y los grandes problemas nos resulten extraños e incomprensibles. Acostumbrados a las comodidades, sólo nos atraen las últimas novedades tecnológicas de la industria del entretenimiento que apenas satisfacen necesidad básica alguna, pero garantizan nuestra pertenencia al mundo actual, tan sofisticado.

Pero si nadie nos abre los ojos ni despierta nuestra conciencia, difícilmente podremos sentir interés por una política que está en manos de dinosaurios prehistóricos que se afanan en satisfacer sus propios intereses. Nuestra indolencia es cómplice de la mendacidad que caracteriza el ejercicio de la política y a unos políticos que ya no representan a los ciudadanos, sino a sí mismos y al tejemaneje que gestionan en su provecho.

Pretenden hurtarnos el control de la res pública para manipularla a su antojo. Y lo están consiguiendo, provocando esa desafección de la política que registran los sondeos sociológicos. Nos instalan en un simulacro de democracia en el que votamos cada cuatro años sin ninguna convicción de cambiar nada. Sin embargo, en nuestras manos está construir el futuro. ¿Nos daremos cuenta alguna vez?

DANIEL GUERRERO
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