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Corazones rotos

Sus miradas se cruzaron en la distancia del largo pasillo con las pupilas agrandándose como el sol de la mañana. El trayecto entre ambos parecía una inmensidad, pero deseaban encontrarse. Los latidos de sus corazones auguraban la alegría de un nuevo reencuentro y el brillo de sus ojos se asemejaba al titilar de las gotas de rocío en una hoja que se curva, grácil como el despertar de una mañana de domingo.

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Con cierto nerviosismo pueril enderezaron su rumbo, acercándose al ritmo de sus corazones. Los cabellos arremolinados que poblaban su nuca se erizaron alzando en miles de pequeños pellizcos su piel, repentinamente. Era la emoción furtiva que lo embargaba en aquellas ocasiones. Las demás personas que se encontraban en el pasillo querrían haber sentido esa turbación clandestina que los abrumaba y que solo unos chiquillos podrían demostrar.

Hacía tantos años que se habían conocido que resultaba increíble que sus almas se alterasen de aquella manera cuando se encontraban. Fue un frio invierno de esos en los que la bruma y la fina lluvia hacen despertar las sensaciones, cuando los sentidos adquieren la habilidad casi olvidada de abrirse al mundo y a los otros. En esos momentos en el que el corazón se exhala en el cálido vaho, aquella mañana, supieron que el futuro podría unirlos o separarlos, pero que nunca serían indiferentes.

El resonar de sus pisadas se acompasaba como el melódico bamboleo de las olas de un mar en calma. Suaves arrumacos que inundaban de una música con sordina todo su alrededor, arremolinándose en sus pisadas. El movimiento de sus piernas al acercarse regaba de donosura los sutiles torbellinos del aire que apartaban con una indescriptible y tímida decisión.

Sus miradas sostenidas, frente a frente. Ambos con leves sonrisas que cantaban su regocijo. Con un frágil movimiento llevó su mano al corazón, extendida cual gaviota movida por las etéreas corrientes, dirigiendo su rumbo al único lugar que la sostuviera amorosamente. La calidez que su chaqueta de lana mantenía no era nada comparada con el calor de su cuerpo, humana combustión de ilusiones, lamentos, anhelos…

—Aquí tienes –le susurró en voz queda mientras no podía dejar de mirar sus ojos castaños, llenos de vida, los cuales nunca cesaban de moverse como pequeños animalillos que salen de su madriguera.

—Gracias –balbuceó con la boca seca, con el nerviosismo mitigado de las personas que han vivido mucho.

—No has de darlas. Tú lo mereces, Mariano.

—Hasta pronto, Luis. Siempre es un placer verte.

Y así se despidieron, sin volver la vista, aunque nunca más se volvieron a ver.

ENRIQUE F. GRANADOS
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