Después de una noche azteca de tragos y petazetas en los ojos, de arroz frío para los muertos, te despiertas como una gallina tierna de su cuento de papel maché y de la carta en francés del restaurante de ayer. Encañonado por el gris acero del cielo y ese aire de sótano reptando por las gateras de tu casa, te incorporas al toro salvaje de la mañana montado en una luz blanca de carnicería y accidentes mortales.
No estás entero, eres un aminal con decimales y deberías estar bordando con las monjitas en vez de estrellarte una y otra vez contra los cristales como un moscón estúpido. Buaff. Ha sido una noche de epilepsias y cruce de disparos. Tu pito huele a sofrito y a pescado vietnamita. Desembarcas de la cama vestido de langosta y con el balanceo del inciensario dominando el desorden santísimo.
Oteas la calle desde tu caballo de troya, desde tu propio monstruo casero: la vida, nuestra vida, nuestra película de sombreados, versa sobre el pringao que se dedica a clavar puntillas y sacarlas. De clavar puntillas y sacarlas. De eso va la peli.
No busques tu propio fin en la trampa para osos de Atapuerca. Los políticos no son una invasión alienígena sobrevenida como un pedo. Son y eres tú. Son juguetes del pasado. Busca tu propio principio aunque sea a base de afilar lágrimas. Busca tu propia harina fuera de la parálisis.
No obstante, te invade una gran lasitud –al igual que a Salvador Allende cuando se probaba la máscara antigás mientras el cocodrilo masticaba La Moneda-, al descubrir que un día más se nos acaba la carretera y acabamos atropellados como esos perros a los que nadie ve y terminan su bon marchè en el asfalto.
Racimos de parados y cárceles abarrotadas. Esa es nuestra democracia: dos listos catando el caldo y veinte tontos sosteniendo una tarta de cumpleaños. Unos, chupando la punta del espárrago y otros, con los huevos escocidos.
Pero todos son –lo asumes como el campesino al que el perro le joden los surcos que ha hecho el buey-, las damas de la reina, los que descostillan a la buena gente. Los que preparan el pollo indio, que antes de ahorcarlo le dan de comer durante medio día y luego le hacen correr mucho.
Sabes que mucha gente, que muchos pollos, se pegarían en estos momentos un tiro en la boca. Y que otros tantos acabarán por guardar la escopeta en la talega del pan. Nadie les puede culpar.
—¿Monarchy or Republic, maestro?
—El Prado, muchacho, el Museo del Prado- reza una película valiente.
O acaso, entre clímax y clímax, entre el cloquear de la Historia, ¿no todos van a por el oro? ¿No todos buscan meterlo en camiones y en cierta forma se matan por aburrimiento? ¿A quién pertenece el manojo de llaves, españoles?
Algunos hombres arropan dinosaurios durante su vida. Yo prefiero ponerle patucos a la pata del jamón. Piensen en las injusticias, piensen en esas ideas que se aborrajan antes de tiempo. Piensen, aunque les lleguen tarde los grillos al cerebro: ¿Quién enchica las cosas? ¿Quién fabrica el escupidero y se inventa el cascajo? ¿Quiénes somos los que nos asomamos con timidez al ventanuco de mugre de la vida como fantasmas sin universidad?
Angélica González era una chica bellísima, centelleante, habitante de un mundo de estalactitas. Leía con avidez la novela de Truman Capote A sangre fría cuando un tren encallejonado en despojos reventó como un espectro de grafito. Nos dijeron que a Alá le gustaba el helado, que al Corán le chifla la tarta musulmana y el pasapurés.
Alguien arrojó la dinamita o pegó la pompa del chicle en los vagones. Alguien abandonó sus deberes de Matemáticas en unas mochilas. Alguien se estuvo riendo en algún camarote mientras bebía bisutería. ¿Quién?
No puedes contestar a eso, pero sí puedes asumir que escuchas a Dios con interferencias. Se habrá olvidado de la “rúa” donde su hijo echó la sangre. Tal vez se esté ocupando de la cagada yanki de Pearl Harbour o aún esté con esa cruzada contra los ángeles que se enamoran de las mujeres.
La pregunta es: ¿quién acaba con el tiro en las carnes? ¿A quién le ponen el poncho de los cementerios? En Irak, en el World Trade Center, en Madrid, en Sudán, en Bilbao. ¿Quién se toma el Cornetto a lametones frente a las comisarías? ¿A quién pertenece el tinto cardíaco que los mozos de traílla se beben? Vencen los cabrones, los hijoputas, los desalmados. Siempre.
Te entran ganas de despanzurrarte ante las metralletas del viento y alertar a todo hijo de vecino de que regale a su hijo recién nacido una señal de “peligro por desprendimiento”. Piensas en esto, en el Síndrome de Diógenes español, siempre acumulando mierda y basura, llorando cuando se muere el canario.
Te gustaría hacer como Maradona cuando jugaba en Sevilla: que Simeone corriese por tí. Te quedas con la conversación del Pelusilla con Fidel Castro, que hablaban de pelotas diferentes y no se entendían. Te despiertas, eso sí, con la bimba decorando de propaganda atroz tus partes más rústicas y maliciosas. "Déjate de trinchar el aire como si éste fuera un pavo trufado", razonas.
En tu cama pulula parte del puré de castañas de anoche, que sabes que andaba por el plato con exhuberancia tropical y que ahora es un bello lactobacilus con olor a vampiro y peluca inglesa. Es ella, sí, customizada, con los muslos esquinados con nitrato de Chile y flamenquito de voz baja.
Consumida tu munición de besuqueos orfebres levantas la sábana como un forense que acaba de hacer una redada y se topa con Frankenstein vestido de bando militar. Aciertas a duras penas a mear luciérnagas y algún ratón de campo que te zampaste ayer. Te miras las piernas y te palpas los Kinder Delice y no entiendes cómo los peces pudieron inventarse las patas para irse de tapas con lo bien que se estaría siendo flor de patata.
Estás hecho un desastre, sin demasiada tintura; crujes como cacahuete al que le chulean y los sabores duros del torrefacto te salvan de salir a la calle vestido únicamente con los tirantes que le gustaban a Hitler, que son más ponibles y poéticos. Saimaza te salva del “chitón” tocándote una malagueña a guitarrra.
Te viene a la mente, a esa mente caótica y empotrada, la primera reflexión circulante del día: el mar es el lugar donde más personas se quitan la vida. Y donde más se suicida el café de Brasil.
"Nos vemos en la próxima borrasca", musitas a tu compañera de alcoba, que ronronea con todo su séquito duro y en esplendor. Te has bebido todo su malteado pero aún deseas limpiarle los mocos. "Hay que recuperar la esencia del pajar, chaval", te contesta enseñando el suflé sonriente y el lacado de sus nalgas.
Bajas a la calle a comprar la prensa y lo primero que encuentras es una hilera de viejos maquis, ceniceros de pie de esta nuestra democracia, a quienes les llamean los ojos –mientras navegan a bolina por las aceras- al contemplar a esas novillonas longilíneas, mitad crema, mitad nata; a esas perchas gloriosas de la juventud bañándose en las olas de la musicalidad. Los dejas jugando al ping-pong, preparando su holocausto caníbal de pantorrillas y pechugas.
“Ná es menos que nada”, grajea Rafael, un Paul Newman montillano que viste la carótida de Millán Astray con gabardina y al que Jorge Javier le ha robado a La Luisi. "A La Merkel hay que recordarle que las criadas se buscan a partir de mayo", vocifera La Loli con contundencia.
—Con la que está cayendo, habrá que pintar el campanario.
—Los chinos se están comiendo los nidos de golondrina. Y hasta las selvas.
Te dejas de periódicos y abonas un ejemplar de Cosmopolitan. Viento fresco, colores bandoleros y sonrisas de Silk Epil. “¿Es tímida tu vagina?”. Pinta bien el reportaje aunque la pregunta te deja incómodo, revuelto, tan tembloroso como si te la hiciese un fiscal. No sigues más, te marchas a la conclusión de la periodista: “Tu vagina es maravillosa. No lo olvides”.
Y te vuelves para casa, no sin antes recordar, mientras abordas el ascensor, a aquel presidente catalán de la Primera República española dirigiéndose al Consejo de Ministros: "Señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros". Estanislao Figueras. Y lo dijo en catalá achilipú. Casi ná.
No estás entero, eres un aminal con decimales y deberías estar bordando con las monjitas en vez de estrellarte una y otra vez contra los cristales como un moscón estúpido. Buaff. Ha sido una noche de epilepsias y cruce de disparos. Tu pito huele a sofrito y a pescado vietnamita. Desembarcas de la cama vestido de langosta y con el balanceo del inciensario dominando el desorden santísimo.
Oteas la calle desde tu caballo de troya, desde tu propio monstruo casero: la vida, nuestra vida, nuestra película de sombreados, versa sobre el pringao que se dedica a clavar puntillas y sacarlas. De clavar puntillas y sacarlas. De eso va la peli.
No busques tu propio fin en la trampa para osos de Atapuerca. Los políticos no son una invasión alienígena sobrevenida como un pedo. Son y eres tú. Son juguetes del pasado. Busca tu propio principio aunque sea a base de afilar lágrimas. Busca tu propia harina fuera de la parálisis.
No obstante, te invade una gran lasitud –al igual que a Salvador Allende cuando se probaba la máscara antigás mientras el cocodrilo masticaba La Moneda-, al descubrir que un día más se nos acaba la carretera y acabamos atropellados como esos perros a los que nadie ve y terminan su bon marchè en el asfalto.
Racimos de parados y cárceles abarrotadas. Esa es nuestra democracia: dos listos catando el caldo y veinte tontos sosteniendo una tarta de cumpleaños. Unos, chupando la punta del espárrago y otros, con los huevos escocidos.
Pero todos son –lo asumes como el campesino al que el perro le joden los surcos que ha hecho el buey-, las damas de la reina, los que descostillan a la buena gente. Los que preparan el pollo indio, que antes de ahorcarlo le dan de comer durante medio día y luego le hacen correr mucho.
Sabes que mucha gente, que muchos pollos, se pegarían en estos momentos un tiro en la boca. Y que otros tantos acabarán por guardar la escopeta en la talega del pan. Nadie les puede culpar.
—¿Monarchy or Republic, maestro?
—El Prado, muchacho, el Museo del Prado- reza una película valiente.
O acaso, entre clímax y clímax, entre el cloquear de la Historia, ¿no todos van a por el oro? ¿No todos buscan meterlo en camiones y en cierta forma se matan por aburrimiento? ¿A quién pertenece el manojo de llaves, españoles?
Algunos hombres arropan dinosaurios durante su vida. Yo prefiero ponerle patucos a la pata del jamón. Piensen en las injusticias, piensen en esas ideas que se aborrajan antes de tiempo. Piensen, aunque les lleguen tarde los grillos al cerebro: ¿Quién enchica las cosas? ¿Quién fabrica el escupidero y se inventa el cascajo? ¿Quiénes somos los que nos asomamos con timidez al ventanuco de mugre de la vida como fantasmas sin universidad?
Angélica González era una chica bellísima, centelleante, habitante de un mundo de estalactitas. Leía con avidez la novela de Truman Capote A sangre fría cuando un tren encallejonado en despojos reventó como un espectro de grafito. Nos dijeron que a Alá le gustaba el helado, que al Corán le chifla la tarta musulmana y el pasapurés.
Alguien arrojó la dinamita o pegó la pompa del chicle en los vagones. Alguien abandonó sus deberes de Matemáticas en unas mochilas. Alguien se estuvo riendo en algún camarote mientras bebía bisutería. ¿Quién?
No puedes contestar a eso, pero sí puedes asumir que escuchas a Dios con interferencias. Se habrá olvidado de la “rúa” donde su hijo echó la sangre. Tal vez se esté ocupando de la cagada yanki de Pearl Harbour o aún esté con esa cruzada contra los ángeles que se enamoran de las mujeres.
La pregunta es: ¿quién acaba con el tiro en las carnes? ¿A quién le ponen el poncho de los cementerios? En Irak, en el World Trade Center, en Madrid, en Sudán, en Bilbao. ¿Quién se toma el Cornetto a lametones frente a las comisarías? ¿A quién pertenece el tinto cardíaco que los mozos de traílla se beben? Vencen los cabrones, los hijoputas, los desalmados. Siempre.
Te entran ganas de despanzurrarte ante las metralletas del viento y alertar a todo hijo de vecino de que regale a su hijo recién nacido una señal de “peligro por desprendimiento”. Piensas en esto, en el Síndrome de Diógenes español, siempre acumulando mierda y basura, llorando cuando se muere el canario.
Te gustaría hacer como Maradona cuando jugaba en Sevilla: que Simeone corriese por tí. Te quedas con la conversación del Pelusilla con Fidel Castro, que hablaban de pelotas diferentes y no se entendían. Te despiertas, eso sí, con la bimba decorando de propaganda atroz tus partes más rústicas y maliciosas. "Déjate de trinchar el aire como si éste fuera un pavo trufado", razonas.
En tu cama pulula parte del puré de castañas de anoche, que sabes que andaba por el plato con exhuberancia tropical y que ahora es un bello lactobacilus con olor a vampiro y peluca inglesa. Es ella, sí, customizada, con los muslos esquinados con nitrato de Chile y flamenquito de voz baja.
Consumida tu munición de besuqueos orfebres levantas la sábana como un forense que acaba de hacer una redada y se topa con Frankenstein vestido de bando militar. Aciertas a duras penas a mear luciérnagas y algún ratón de campo que te zampaste ayer. Te miras las piernas y te palpas los Kinder Delice y no entiendes cómo los peces pudieron inventarse las patas para irse de tapas con lo bien que se estaría siendo flor de patata.
Estás hecho un desastre, sin demasiada tintura; crujes como cacahuete al que le chulean y los sabores duros del torrefacto te salvan de salir a la calle vestido únicamente con los tirantes que le gustaban a Hitler, que son más ponibles y poéticos. Saimaza te salva del “chitón” tocándote una malagueña a guitarrra.
Te viene a la mente, a esa mente caótica y empotrada, la primera reflexión circulante del día: el mar es el lugar donde más personas se quitan la vida. Y donde más se suicida el café de Brasil.
"Nos vemos en la próxima borrasca", musitas a tu compañera de alcoba, que ronronea con todo su séquito duro y en esplendor. Te has bebido todo su malteado pero aún deseas limpiarle los mocos. "Hay que recuperar la esencia del pajar, chaval", te contesta enseñando el suflé sonriente y el lacado de sus nalgas.
Bajas a la calle a comprar la prensa y lo primero que encuentras es una hilera de viejos maquis, ceniceros de pie de esta nuestra democracia, a quienes les llamean los ojos –mientras navegan a bolina por las aceras- al contemplar a esas novillonas longilíneas, mitad crema, mitad nata; a esas perchas gloriosas de la juventud bañándose en las olas de la musicalidad. Los dejas jugando al ping-pong, preparando su holocausto caníbal de pantorrillas y pechugas.
“Ná es menos que nada”, grajea Rafael, un Paul Newman montillano que viste la carótida de Millán Astray con gabardina y al que Jorge Javier le ha robado a La Luisi. "A La Merkel hay que recordarle que las criadas se buscan a partir de mayo", vocifera La Loli con contundencia.
—Con la que está cayendo, habrá que pintar el campanario.
—Los chinos se están comiendo los nidos de golondrina. Y hasta las selvas.
Te dejas de periódicos y abonas un ejemplar de Cosmopolitan. Viento fresco, colores bandoleros y sonrisas de Silk Epil. “¿Es tímida tu vagina?”. Pinta bien el reportaje aunque la pregunta te deja incómodo, revuelto, tan tembloroso como si te la hiciese un fiscal. No sigues más, te marchas a la conclusión de la periodista: “Tu vagina es maravillosa. No lo olvides”.
Y te vuelves para casa, no sin antes recordar, mientras abordas el ascensor, a aquel presidente catalán de la Primera República española dirigiéndose al Consejo de Ministros: "Señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros". Estanislao Figueras. Y lo dijo en catalá achilipú. Casi ná.
J. DELGADO-CHUMILLA