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La sonrisa del calcetín

Mi abuelo descansa en la suite número 102, esa pilita eterna donde el león escucha el mar, donde se marchó con las fotos de muchos besos y millones de latidos, con el bambú y sus banderas que eran espuma, llevando en los bolsillos el Arca de Noé de las razas, de los pobres, de los obreros de pastel y roca, de los signos, de las verdades de todos. Descansa en la librería de las bonitas batallas, aquellas que se guardan en el celofÁn de las madres para que se mantengan frescas y audaces.

Mi abuelo se derrama por su propio secreto de hombre bueno, abriéndose un nuevo camino con la ópera italiana de sus montañas al frente, las montañas y sierras por donde caminaba como en barra americana, con la sopa de los bosques y la siesta de los perrillos sin sombra acompañándole.

Sigue aquí, andando, andando, como el dragón que conmueve a la dama. Lo veo sacando polvo de cueva, mostrándome al hombre prehistórico, rejoneando los tesoros antiguos del Hombre. Para mí no ha muerto: descansa en el halcón que dibuja esmaltes, en las risas más sinceras que se hacen con las perlas.

Ha vuelto a nacer y se ha tornado cohete, ropa blanca y tambor, corona de los olivos, fuego amigo sobre la música. El hombre que nació del ombligo en las playas remolcadas, de las chispas de la vida; que nació y marchó con las plumas cayendo en los alambres; que nació y viajó hasta las piedras duras.

Fue hijo, por narices, de la guerra civil; fue hijo de muchas picotas y muchas plazas silenciadas pero siempre quiso pisar aplausos, igualar las mangas, reconciliar las espadas. Para un hombre como él, previsto para la Justicia, dolorosamente entregado al hielo, la respuesta se rociaba con altura, con dignidad, con la libertad más alla de las bengalas.

Fue un hijo de la guerra civil, pero a buen seguro estoy que, de haber podido, habría confrontado a falangistas, anarquistas, comunistas y socialistas en una guerra de merengue para que se dejaran los misiles en un baúl.

Era un hidalgo rojo, legítimo, caballero simétrico, recurso y brasa de los menos pudientes. Sus perros queridos y lunáticos formaron un Kremlim legendario con las rastas de las metralletas y las historias asombrosas que me narraba.

Le deseo buenas noches al final de cada jornada, aunque como buen cazador de sueños él aparece muy de temprano, quitando la lona de las estrellas. Buenos días, debería anunciarle, así él deja caer una sonrisa como un puñado de monedas y se viste de televisor cantante poniendo ese azul profundo de los huracanes.

Lo contemplo en estos momentos escondido tras los pianos que le daban el rancho, en los biseles y no en las lunas, hecho de barro ancho en su propio parque de atracciones; en las páginas que los vientos arrastran, en la sepultura que lo convierte en el rey de todos los caribes hermosos.

Fernando es un hombre sin corteza, el arroz a chorros, es el tiro que enamora, el estribillo pobre de la ciencia de dos carriles, la carrocería de los vigilantes. De siempre ha sido de los que arrasan cielos persiguiendo las gachas del mundo; de los que buscan sus huecos fuera de las dos aceras; de los que suben las escaleras con los gallos y muerden las telarañas de los campos.

Es una autoridad de hormigón, un rasguño marcando las campanas. Fernando es música de guerra, el mapa de las frutas, el guerrillero anónimo que te conquista con un jornal de ideas y te cura las anginas apretando tu muñeca.

Fernando ha empuñado la vida sellando las junturas de todos sus palos. Le ha tocado lidiar con el pan más quemado, se ha calzado las estacas más amargas. Sin embargo, nunca pierde su sentido del humor, no deja de cabalgar las murallas.

Él no tiene horario, ni trampas ni escalones. Sencillamente, es una fragata poderosa con el idioma de los testarudos. Un muchacho que no pierde el churrete ingenuo ni el volante de sus creencias.

No le escuche jamás pronunciar la palabra "cáncer" ni temblarle la voz como al que escucha un bombardero silbando en su tocador personal. Pasaba la fregona rápidamente y se montaba en su lancha particular para escapar de aquel desafortunado invasor.

Él era consciente de que en su cuerpo yacía un mortífero trapo negro. Y tan consciente era de ello que sabía certeramente que ambos se marcharían juntos de esta vida. Ninguno ganaría esa guerra.

Cuatro días antes de partir fui a visitarlo para despedirme. No encontré a mi abuelo: me topé con un hermoso unicornio que brillaba por otras imágenes del pasado. Era un recién nacido, encogidito, vulnerable. Lo llamé varias veces y no despertaba; parecía repasar esa alquimia de los recuerdos que nos turba y nos fortalece.

Acaricié su pelo, como hice cuando vi por primera vez a mi hijo. Lo besé en la frente, como hice con mi hijo. Abrió los ojos tímidamente y se le escapó el talonario azul de sus ojos. Fue la última vez que contemplé el mar que me protegía de pequeño, ese timbre que resuena para darte tranquilidad.

Ya no era mi abuelo. Era mi hijo. Era mi padre. Cuando nació por primera vez, el arquitecto de las estrellas le confió su secreto para cambiar el mundo: darle la vuelta como a un calcetín. Créanme que lo intento. Y lo logro.

A mi abuelo Fernando Chumilla Luque: Te quiero, abuelo.

A todas aquellas personas que padecen terribles enfermedades: apoyaos en los que más os quieren y nunca deis la batalla por perdida.

A todos los lectores de esta página: vivid la vida a tope. No seais tontos con disputas sin importancia.

J. DELGADO-CHUMILLA
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