Hablar de Felipe González Márquez es hacerlo de un contemporáneo que despierta adhesiones y rechazos prácticamente a partes iguales. Su figura, como secretario general del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y presidente del Gobierno, exhibe abundantes motivos para una y otra reacción, la mayoría de ellas nacidas de prejuicios que impiden el juicio crítico y objetivo.
Si, para colmo, procede de una tierra dada a la envidia y la ingratitud, que desdeña el triunfo de cualquiera que ose sobresalir, se comprenderá mejor por qué a este primer político de Andalucía que asumió los destinos de España en una época cuajada de dificultades, pero que supo imprimir una transformación hacia la modernización social y económica nunca antes realizada, no se le haya rendido el reconocimiento que debiera con anterioridad.
En su Sevilla natal, que dedica calles a cualquier folclórica, torero o virgen que en nada han destacado por ayudar a los ciudadanos, no se ponían de acuerdo para nombrar a este abogado laboralista –destacado en la política nacional para el advenimiento pacífico de la democracia a este país después de una dictadura autoritaria y sangrienta-, que demostró tener talla de verdadero hombre de Estado.
Será este año cuando, por fin, la ciudad le conceda el título de Hijo Predilecto en una extraña carambola circunstancial que ha permitido ponerse de acuerdo a las distintas formaciones políticas que conforman el Ayuntamiento sevillano.
La unanimidad exigida por Felipe González para aceptar dicho nombramiento hizo imposible el acuerdo cuando la ciudad estuvo gobernada por sus correligionarios socialistas, debido a la oposición primero del Partido Popular y del Partido Andaluz y, luego, de Izquierda Unida (comunistas), a pesar de que esta última mantenía coalición de gobierno con el PSOE de Alfredo Sánchez Monteseirín.
Han tenido que confluir determinadas circunstancias para que los grupos municipales alcanzasen el acuerdo unánime que permite el reconocimiento al hijo de la tierra que más altas responsabilidades ha desempeñado en el ejercicio de la política en España.
Pero como buena ciudad ingrata, Sevilla no acaba de mostrar una gratitud sincera, sino pacata, porque no reconoce como Hijo Predilecto a Felipe González por haber sido el primer andaluz que consigue llegar a la Presidencia del Gobierno en democracia, sino por haber promovido, ahora que se cumplen veinte años de su clausura, la Exposición Universal en Sevilla del año 1992.
Le honra al actual alcalde de la ciudad, Juan Ignacio Zoido, del Partido Popular, haber conseguido finalmente ese nombramiento a tan ilustre vecino y haber logrado el consenso del resto de fuerzas políticas que lo posibilita.
Es posible que ello se viera facilitado por encontrarse los socialistas en la oposición municipal e Izquierda Unida en el Gobierno de la Junta de Andalucía, en coalición con el PSOE.
Sea como fuere, resulta cuando menos extraño que la concesión del título se deba por una de las decisiones de Felipe González en vez de por la condición que le permitía tomar tales iniciativas, la de ser el presidente de Gobierno de España que, además de la Expo'92, extendió los derechos y la democracia durante sus reiterados mandatos. Y aunque es cierto que también existen errores y sombras en su gestión, el conjunto de su obra es objetivamente meritoria y positiva.
En países con más tradición democrática que el nuestro, a personajes que ocuparán un lugar destacado en el relato de su historia no aguardan a la desaparición física de la persona para rendirles el tributo debido, sin recelos ni reservas. Entre otras cosas, porque una democracia es precisamente el sistema que concilia la pluralidad de voluntades y opiniones, aunque sean diferentes, y donde la verdad no es patrimonio de nadie, sino de todos, surgida del apoyo y la adhesión mayoritaria, pero con respeto a los discrepantes y las minorías.
De ahí que, negarle a Felipe González el mérito de ser el presidente de Gobierno que Sevilla ha dado a España no solo es de malos demócratas, sino de miserables. Si además, gracias a la Expo'92, impulsó la modernización de una región subdesarrollada, es como mínimo para poner su nombre a una avenida y levantarle una estatua. Como al Papa o a la Duquesa de Alba, que ya tienen todos los reconocimientos que la ciudad otorga, sin ser sevillanos.
Si, para colmo, procede de una tierra dada a la envidia y la ingratitud, que desdeña el triunfo de cualquiera que ose sobresalir, se comprenderá mejor por qué a este primer político de Andalucía que asumió los destinos de España en una época cuajada de dificultades, pero que supo imprimir una transformación hacia la modernización social y económica nunca antes realizada, no se le haya rendido el reconocimiento que debiera con anterioridad.
En su Sevilla natal, que dedica calles a cualquier folclórica, torero o virgen que en nada han destacado por ayudar a los ciudadanos, no se ponían de acuerdo para nombrar a este abogado laboralista –destacado en la política nacional para el advenimiento pacífico de la democracia a este país después de una dictadura autoritaria y sangrienta-, que demostró tener talla de verdadero hombre de Estado.
Será este año cuando, por fin, la ciudad le conceda el título de Hijo Predilecto en una extraña carambola circunstancial que ha permitido ponerse de acuerdo a las distintas formaciones políticas que conforman el Ayuntamiento sevillano.
La unanimidad exigida por Felipe González para aceptar dicho nombramiento hizo imposible el acuerdo cuando la ciudad estuvo gobernada por sus correligionarios socialistas, debido a la oposición primero del Partido Popular y del Partido Andaluz y, luego, de Izquierda Unida (comunistas), a pesar de que esta última mantenía coalición de gobierno con el PSOE de Alfredo Sánchez Monteseirín.
Han tenido que confluir determinadas circunstancias para que los grupos municipales alcanzasen el acuerdo unánime que permite el reconocimiento al hijo de la tierra que más altas responsabilidades ha desempeñado en el ejercicio de la política en España.
Pero como buena ciudad ingrata, Sevilla no acaba de mostrar una gratitud sincera, sino pacata, porque no reconoce como Hijo Predilecto a Felipe González por haber sido el primer andaluz que consigue llegar a la Presidencia del Gobierno en democracia, sino por haber promovido, ahora que se cumplen veinte años de su clausura, la Exposición Universal en Sevilla del año 1992.
Le honra al actual alcalde de la ciudad, Juan Ignacio Zoido, del Partido Popular, haber conseguido finalmente ese nombramiento a tan ilustre vecino y haber logrado el consenso del resto de fuerzas políticas que lo posibilita.
Es posible que ello se viera facilitado por encontrarse los socialistas en la oposición municipal e Izquierda Unida en el Gobierno de la Junta de Andalucía, en coalición con el PSOE.
Sea como fuere, resulta cuando menos extraño que la concesión del título se deba por una de las decisiones de Felipe González en vez de por la condición que le permitía tomar tales iniciativas, la de ser el presidente de Gobierno de España que, además de la Expo'92, extendió los derechos y la democracia durante sus reiterados mandatos. Y aunque es cierto que también existen errores y sombras en su gestión, el conjunto de su obra es objetivamente meritoria y positiva.
En países con más tradición democrática que el nuestro, a personajes que ocuparán un lugar destacado en el relato de su historia no aguardan a la desaparición física de la persona para rendirles el tributo debido, sin recelos ni reservas. Entre otras cosas, porque una democracia es precisamente el sistema que concilia la pluralidad de voluntades y opiniones, aunque sean diferentes, y donde la verdad no es patrimonio de nadie, sino de todos, surgida del apoyo y la adhesión mayoritaria, pero con respeto a los discrepantes y las minorías.
De ahí que, negarle a Felipe González el mérito de ser el presidente de Gobierno que Sevilla ha dado a España no solo es de malos demócratas, sino de miserables. Si además, gracias a la Expo'92, impulsó la modernización de una región subdesarrollada, es como mínimo para poner su nombre a una avenida y levantarle una estatua. Como al Papa o a la Duquesa de Alba, que ya tienen todos los reconocimientos que la ciudad otorga, sin ser sevillanos.
DANIEL GUERRERO