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Sangre, sudor y Rock and roll

Organizar un concierto de rock es igual que llevar perfectamente sincronizadas las tres pistas del célebre circo de los hermanos Ringling: hay que estar hecho de una pasta especial, y no todos están capacitados para ello. Escribo esto a cuento de los diez años recién cumplidos por el Premio Nacional al Mérito Rockero, parido y organizado por La Abuela Rock. Se dice pronto: toda una década de rítmico movimiento.

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Durante todo este tiempo, el esfuerzo de un grupo de personas ha hecho realidad el sueño más rockero. Y en Montilla, nada menos, que tiene más merito, dado que esta localidad anda apartadilla de las rutas capitalinas por donde habitualmente pasan los artistas sonoros.

Aprendí una cosa de mi convivencia y trabajo con los americanos: sin una labor en equipo no vas a ninguna parte. Pero sin la chispa, el pellizco individual que arranca el motor de las ideas, tampoco te comes un churro.

La Abuela Rock y estos conciertos son un logro colectivo. Pero, al César lo que es del César: sin la figura de José Alfonso Bellido, los de La Abuela hubieran tenido harto complicado llegar a buen puerto en sus proyectos.

Hace siete años que la familia de La Abuela Rock me regala el privilegio de presentar los conciertos, además de ayudar en la promoción y de participar activamente en las conferencias que organizan.

Empecé con Luz Casal, en un año que para mí estaba resultando todo un calvario personal y profesional, con una nueva radio, muchas y variadas presiones, sumadas a la guinda de coger varios aviones por semana (desde entonces, odio los aeropuertos).

Llevaba mucho tiempo, demasiado, sin tener contacto con José Alfonso, y estaba bastante despegado de cualquier actividad musical o social montillana, así que es fácil imaginar que no solo no me importaba echarles un cable, cuando así me lo pidieron, si no que, encima, me encantaba volver con los amigos del terruño teniendo la bendita música como excusa.

En cada edición de los premios de La Abuela, he tenido la oportunidad de asistir en primera fila a todo lo bueno que allí se ha vivido y, también, al sufrimiento de lo malo, que casi siempre recaía en José Alfonso.

Por eso me daban ganas de decirle cuatro cosas a quienes criticaban por la vía fácil el enorme esfuerzo que costaba poner en marcha cualquiera de estos fregados. Y es que la ignorancia no solo resulta osada: es insultante.

Por suerte, no fue en todas las ediciones (la de Luz Casal fue muy especial), pero cuando no era un manager de lo más gilipollas, era el divo-artista de turno o un “pipa” (técnico en el argot conciertero), creyéndose el jefe de sonido de los Rolling Stones.

Y, a veces, hasta los propios compañeros de fatigas: que si se han acabado los bocadillos, que este dijo..., que el otro no hizo y el de más allá se olvidó tal cosa en no sé dónde... En más de un concierto he visto a José Alfonso hasta los mismísimos, deseando que el mal rato acabase lo antes posible, y peor aún, sin ganas de disfrutar de su adorada música.

Añade a eso la incertidumbre de no saber si se ha palmado pasta o si, al menos, se ha pillado lo comido por lo servido. No le deseo ese cúmulo de sensaciones ni a los que exigen sin ofrecer nada a cambio, que se acomodan en la crítica a degüello cuando las cosas vienen mal dadas y se apuntan a la ganancia cuando todo sale a pedir de boca.

El pasado viernes, nada más llegar de viaje, mostré mi pesimismo ante la aparente falta de interés del respetable por el concierto y las distintas actividades en torno a Los Secretos. Y en mi vida he estado más contento de haber errado el pronóostico.

El concierto fue un éxito artístico y casi crematístico (algo se perdió, aunque un dinero asumible). Pero, sin duda, una de las mejores cosas fue ver a José Alfonso Bellido bastante más relajado que otros años, disfrutando, y hasta emocionado por momentos.

José Alfonso ha dicho que lo deja: diez años bregando son muchos. Dice que pasa el testigo y, personalmente, creo que la decisión de parar o seguir, bien tomada estará por su parte.

El sábado pasado, entre unos pocos, le montamos un pequeño homenaje durante el concierto y le regalamos unos cuantos discos de vinilo usados (uno de ellos, firmado para él por Álvaro Urquijo). Era lo mínimo: no se podía ir de rositas...

Al terminar la memorable actuación de sus queridos Secretos, salvando su tremenda timidez, hasta trincó el micro y compartió con los allí presentes un momento de su emoción.

Nada más bajarse del escenario se parapetó con su chica en la trastienda de la barra, pues mucha gente quería hacerse fotos con él. Yo también andaba por allí y, alucinado, me dijo lo de las fotos: “¡Incluso gente que ni conozco!”. Y tras unos segundos de silencio, le dije en plan serio, aunque sin dejar el tono socarrón: "¿te haces una foto conmigo?". Empezó a descojonarse. Y tenía razones para reírse porque, la del sábado pasado no solo había sido la noche de Los Secretos: también había sido su noche, que ya le tocaba.

JOSÉ LUIS SALAS
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