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Una de romanos

La foto de un grupo de chicuelos, ataviados como soldados romanos, me provocó una sonrisa llena de nostalgia. Cromo en blanco y negro, por los detalles creo que captado durante la década de los sesenta, en el siglo pasado (cada vez sonamos a más viejos). Miguel Bellido Mora había cruzado la foto por medio del facebook a Jesús Varo Baena (2 semanasanteros 2, de pasión y tronío) y, gracias a ellos, pude disfrutarla.

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Pongo las cartas sobre la mesa y confieso que soy un tipo que ha perdido toda fe. Pero envidio profundamente a quienes la tienen. Los años me han hecho muy duro, todo un cabronazo para con los supuestos representantes de un dios en la tierra.

Es más: sostengo que el ser humano no necesita de intermediarios para hablar con Dios. “Si existe, Jesús ya me conoce”, cantaba Phil Collins en una copla que es toda una bofetada para quienes usan la fe ajena en “beneficios” propios. Y esto va por cualquier credo.

Y con todo, confieso que me sigue gustando la Semana Santa. ¿Incoherencia supina? Es muy posible. Pero, en mi caso, la tradición, la fuerza de la memoria y las emociones casi todo lo pueden.

Aprovechando una noche agosteña de cena y sobremesa larga con el gran Barbeito (Don Antonio García), le pedí que me contara algunos detalles no publicados del monumental, sincero y atípico pregón que unos meses antes había ofrecido como pórtico de la Semana Santa sevillana.

De la misma forma que no puedo airearlos (son asuntos privados), sí que puedo indicar que las jornadas previas a la solemne lectura pública de tan singular texto bien pueden servir para un curioso guión de Hollywood.

Menciono a Barbeito porque su fe anda llena de dudas y así lo reflejó en su escrito, obra capaz de transmitir una emoción supina. Por cierto, que Antonio recuerda con mucho cariño su paso por la Semana Santa montillana.

Me sentí muy identificado con numerosos pasajes de dicho pregón. Tanto que, por momentos, me veía retratado en él. Para mí, la Semana Santa de Montilla sigue estando en las magdalenas y en los pestiños; en la saeta del Miércoles Santo de las escaleras de los Juzgados. En mis amigos del alma saliendo el Miércoles, luego el Jueves y, por supuesto, el Viernes Santo.

Procesiones en la calle y visitas a las casas de tita Puri o Aurori. Aromas de incienso mezclado con el azahar de una madrugada de primeros escarceos amorosos. Coloraillos en La Chiva, las penitentes del Nazareno.

Mi tio Antonio Fernández alumbrando la mañana del Viernes Santo. Mi hermano Miguel, mi primo Antonio Pérez y un buen puñado de amigos más, portando al Rescatao. La ensaladilla y, por supuesto, los romanos de Montilla, querencia heredada de mi padre.

Por todas estas pequeñas grandes cosas (y otras que me guardo), es normal que me guste la Semana Santa, aunque no termine de ver lo de Dios en la ecuación de esta locura a la que llamamos "vida".

Podría despacharme a gusto contra la hipocresía de muchos “golpeadores de pecho”; del gasto en oropeles (¡y con la que está cayendo!) de algunas hermandades... Pero no me apetece: el cuerpo me pide cerrar esta boqueronada con un pellizco gaditano sobre la fe, que a veces utilizo como guiño cuando busco un refugio espiritual que no encuentro, y que trata sobre ese veterano de puertos y noches intensas, que atento escuchó todos los argumentos de un testigo de Jehová para convertirle y que, cuando vio que ya tenía suficiente, sentenció con sorna: “Pero ¿cómo voy a creer en tu dios, si no creo en el de la Iglesia Apostólica y Romana, que es la verdadera?”.

JOSÉ LUIS SALAS
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