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La amenaza de la islamofobia en Europa

En los años treinta, en plena crisis provocada por el crack de 1929, los chivos expiatorios de los europeos fueron los judíos. La incertidumbre política, social y económica que asoló Europa sirvió como antesala para lo que pasaría solo unos pocos años después. El antisemitismo gozaba de la misma popularidad de la que hoy disfruta la islamofobia.

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Los fascismos europeos ascendieron al poder gracias a su verborrea populista y de lucha contra los poderosos. Los trabajadores y las clases sociales más humildes consideraron que la expulsión del vecino pobre era la solución a todos sus males económicos e incertidumbres vitales. Tanto Hitler como Mussolini se presentaron ante sus conciudadanos como enemigos de los poderes económicos y aliados de los trabajadores.

Setenta años después de la Segunda Guerra Mundial, donde el antisemitismo arruinó la economía, la convivencia y la conciencia europeas, la fobia al diferente reaparece en la versión posmoderna de los fascismos. Los líderes de la ultraderecha ya no odian a los judíos: sus enemigos a batir son los europeos de origen árabe-musulmán.

La escenografía de la islamofobia tampoco se parece en nada al decorado antisemita. Los partidos políticos fóbicos no están militarizados ni pronuncian sus arengas en las grandes avenidas de las principales capitales de Europa. Los representantes del odio ocupan escaños en los parlamentos nacionales y forman parte de gobiernos de coalición.

Peor aún: muchos partidos políticos democrata-cristianos han absorbido el discurso radical de la extrema derecha, en un intento de arrebatar votos a su derecha más reaccionaria. El mejor ejemplo de esta técnica de copia y pega la representa Sarkozy, presidente de Francia y candidato en apuros para volver a ganar las elecciones presidenciales dentro de unas semanas.

El dirigente galo juega al antieuropeísmo e islamofobia con el objetivo de arañar votos a la candidata ultraderechista del Frente Nacional, Marine Le Pen (hija del fundador del FN, Jean Marie Le Pen), que, según apuntan todas las encuestas, amenaza la victoria de Sarkozy en la primera vuelta de las presidenciales galas.

El discurso de Marine Le Pen es la adaptación perfecta de la xenofobia al escenario sociológico actual. La candidata del FN es una Juana de Arco elegante, rubia, atractiva, que presume de integrar en sus filas a homosexuales y de proteger a los franceses más castigados por la crisis.

La hija de Jean Marie Le Pen ha modernizado a su padre y ha conseguido ser vista como una mujer institucional que podría optar a la Presidencia de la República en una segunda vuelta, eliminando por el camino a Sarkozy, tal y como pronostican algunos sondeos electorales.

Desgraciadamente, no es solo en Francia donde la ultraderecha ha conseguido salir de la marginalidad y ocupar espacios institucionales. Ni tampoco el caso de Sarkozy es el único ejemplo de cómo la democracia cristiana europea ha copiado el discurso islamófobo de la ultraderecha.

España puede presumir de no tener partidos de ultraderecha relevantes, aunque las ideas de miedo al diferente se hayan introducido en la derecha democrática. El alcalde de Badalona, tercera ciudad más poblada de Cataluña, es el paradigma de político ultraderechista que milita en una formación que se define de centro-derecha.

Xavier García Albiol, regidor de Badalona, anticipa que “los rezos –de musulmanes- en la calle se van a terminar” y “anima” a los musulmanes a construir mezquitas fuera de Badalona. “Podéis rezar a quien queráis pero no en mi ciudad”, parece querer decir este alcalde paradigmático de la islamofobia en España.

El Partido Popular de Cataluña ha sido el adelantado de la islamofobia española. De hecho, durante la campaña electoral de las elecciones catalanas, la candidata popular a presidir la Generalitat, Alicia Sánchez-Camacho, publicó un videojuego en el que ganaba quien disparara contra más inmigrantes. Las críticas de las organizaciones de Derechos Humanos consiguieron que la ultraderecha catalana, enmascarada en el PP, retirase el reclamo electoral que fomentaba el odio racial.

El anterior Ejecutivo danés, una coalición de centro-derecha y ultraderecha, cerró el Espacio Schengen tras las presiones de los populistas de extremaderecha. Los motivos, los de siempre: "¡que nos invaden!".

Hungría también es un paraíso de la islamofobia, que incluso ha quedado reflejada en la reforma constitucional aprobada por el primer ministro Viktor Orbán. La Carta Magna magiar designa al Dios católico, apostólico y romano como el único credo posible de los húngaros.

Es más, el movimiento paramilitar Limpiar Hungría, brazo armado de la ultraderechista formación política Jobbik –Movimiento por una Hungría mejor, tercera fuerza política húngara-, se encarga de borrar de las calles a los musulmanes, gitanos u homosexuales. Y en Holanda, la ultraderecha obtuvo el 15 por ciento de los votos y también existe un Ejecutivo de coalición entre democrata-cristianos y ultraderechistas.

El Parlamento Europeo acaba de amonestar al primer ministro holandés, Mark Rutte, a que inste al partido político xenófobo, que sostiene al Gobierno que preside, a que cierre una página web que pregunta a los holandeses si le causan "molestias" los ciudadanos de Europa del Este o Central.

Mientras la islamofobia gana espacios de institucionalización y legitimidad social, la UE solo sanciona a los Estados que incumplen el déficit o la libre competencia y, por su parte, la derecha democrática europea parece haber olvidado sobre qué cenizas se reconstruyó Europa tras las Segunda Guerra Mundial.

De la responsabilidad de los partidos políticos europeos depende que los musulmanes sean los nuevos chivos expiatorios de esta crisis económica, como los judíos lo fueron tras el crack de 1929, y de que el odio racial sea visto como la solución a los problemas que acucian a la población europea. Antes, los culpables de la crisis fueron los judíos; ahora, son los musulmanes. Mañana, podemos ser nosotros mismos.

RAÚL SOLÍS
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