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Carmen Lirola | Cardiopatía severa

Mi madre padecía el peor de los insomnios: estaba preocupada. Desde que su niña la convirtió en asidua lectora de sus cuentos, Carmela no volvió a dormir. Cuando se iba a la cama, en medio de aquel duermevela previo al sueño, aparecían de debajo de la cama los personajes de aquellas historias para no dormir.


Lo que a ella le aterraba no eran las escenas que su niña, con minuciosos detalles, describía en los escritos, sino por qué tenía esa necesidad de recrearse en bares, matanzas o polvos sin amor. Según mi madre, me había convertido en una pseudo Sabina abstemia.

La noche del 18 de diciembre me llevaron a Urgencias. No quisieron esperar más. No tras haber leído una historia que hablaba de borracheras y encuentros ociosos con fulanas de tal. Esperaron cuatro horas en la clínica, al lado del paseo, hasta que el médico de guardia los atendió.

- ¿Qué le ocurre a su hija, señora? –preguntó el doctor extrañado.

- Pero bueno, ¡dígamelo usted!, ¿qué le pasa? –respondió irónica.

Aquel señor con bata blanca no estaba para que le tocaran las narices. Se acercó y me palpó el abdomen, los hombros y, por último, la frente. Con el semblante serio se aproximó a decir:

- Es bastante grave, quizás crítico si no se coge a tiempo. Esto es cosa de cardiología. Tenemos que operar el corazón…

Miré al médico atónita, preguntándome por qué un señor con bata y diez años de estudio se reía de mi madre y de mí a las tres y pico de la mañana. Pero permaneció callado mientras la situación se iba tornando morbosa.

Me llevaron hasta la consulta del cardiólogo, que sujetaba un historial médico inmaculado, y que había preparado aquella habitación blanca con los utensilios necesarios. Me apartó la camiseta y sentí el helado fonendo atravesándome el pecho. Entonces se acercó a escuchar.

- Vaya chica, tienes el corazón hecho trizas. Los latidos son arrítmicos y apenas se escuchan con claridad. En lugar de “sístole, silencio, diástole”, los movimientos suenan algo parecido a “mup, pum, upm” y luego silencio. Demasiado silencio. Mi diagnóstico quizás sea demasiado conciso: sufres de desamor.

- ¡Si es que ya lo sabía yo! –clamó mi madre– tanto folleteo insustancial y tanta barra de bar no es normal. ¿Qué se puede hacer?

- Hay que ir a directos al interior, desinfectar el alma. Creo que lo mejor será que nos cuentes la historia…

Hasta la fecha, había optado por omitirla, borrar todo tipo de recuerdos a base de irrealidades y mundos inverosímiles, evadirme en ellos. A pesar de todo, quizás ya era hora. Me acomodé en la camilla y suspiré. Con mirada fija en el foco superior comencé a balbucear:

- “Se llamaba…”

Continuará...
CARMEN LIROLA
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