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La sirena y el ratón

Una vez esperándola, con la esperanza de que por fin me hiciera caso, desayuné con un tipo que decía ser un importante espía. Creía que el Gobierno norteamericano le perseguía por sus conocimientos sobre el once de septiembre. Querían matarlo. Yo no le mataría. Le llevaría por los platós de televisión y a vivir del cuento.

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Él, al menos, tiene una emocionante vida entre manos. Yo sólo tengo miedo, mucho miedo. Desde que tengo uso de razón, siempre tuve miedo. De los matones de mi calle, de los insectos, del futuro. Dejo para otros el papel de héroe. Yo me quedo en la sombra.

Recuerdo la primera vez que tuve miedo. Recuerdo la primera vez que invadió mi cuerpo. La calle sólo estaba iluminada por una farola. Apenas pasaban coches a pesar de que era temprano. El instituto situado enfrente del bloque de edificios marrón tenía un aire siniestro. No ayudaban a eliminar esa imagen aquellos árboles del patio moviéndose al ritmo del viento, ni las humedades que invadían el tejado y las ventanas.

Sólo oía el ruido de mis propias pisadas. Cuando llegué a mi portal pulsé el portero automático. Una voz metálica me contestó y abrió la puerta. Subí las escaleras corriendo hasta llegar a mi casa. Entré.

Encendí las luces. Busqué en cada habitación. No había nadie. No pude dormir aquella noche. Cada ruido, por muy pequeño que fuese, me desvelaba. Ese soy yo: un eterno ratón asustado. Pero basta de desvaríos... No nos olvidemos de ella, no la perdamos de vista. Sería el peor de los crímenes.

Aproximadamente diez minutos. Era lo que tardaba aquella belleza en coger el bolso y pisar la calle. El gran espejo situado enfrente de la puerta de entrada a su domicilio era el culpable de que tardase tanto en realizar una tarea tan cotidiana.

Se colocaba el pelo, comprobaba que el maquillaje estuviera perfecto, aunque no le hiciese falta; alisaba su ropa, daba un beso al aire y salía a comerse el mundo. Era la mejor parte del día. Ver el ritual de aquella sirena perdida en el mar de asfalto.

Demasiadas mentiras y te quieros vacíos. Se reconoce al instante a ese tipo de mujeres. No podía apartar la mirada de ella. Sentado en aquel sofá, mientras la televisión daba noticias que carecían de importancia. Podríamos decir que el día a día duraba veintitrés horas y cincuenta minutos. Ese era mi secreto. Nadie podía arrebatármelo.

Un buen día salió a la calle con prisa. No perdió ni un segundo. Adiós a la magia. Sabía que echaría de menos esos diez minutos. ¿En que los invertiría? Un café, un paseo, una copa quizás. A veces, tener tiempo libre es una putada.

Poco a poco, el ritual desapareció, ella dejó de hacerlo. Con el tiempo fue sustituido, pero no era lo mismo. Diez minutos. Ahora, simplemente espero a que vuelva. Unas veces, fumando un cigarro. Otras, escribiendo. Con suerte, algún día volverá la sirena a su pequeño océano de vidrio.
CARLOS SERRANO
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