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Un día entre semana

Siempre dejaba su ventana abierta. Las obras enfrente de su calle provocaban que un polvo gris escombro le despertara entre ataques de tos a las siete de la mañana. La mayoria pondría el grito en el cielo. A él le gustaba.

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Decía siempre que era la manera que tenía la ciudad de despertarlo. Anoche volvió a verla. Fue testigo de cómo varios intrépidos intentaron tomar aquel bastión de curvas, olor dulce y maquillaje, a base de frases mil veces dichas y sonrisas de perfecto galán ensayadas ante el espejo.

Disfrutaba de las cosas sencillas. Una copa siempre llena y una buena conversación con cualquier desconocido. Era de esas personas capaces de ir a por el periódico y pasarse horas hablando con el quiosquero o con el panadero, depende del recado.

Aquella mañana la resaca dolía más que de costumbre. Obviamente, debido a que bebió más que de costumbre. Era un excelente bebedor, pero a veces perdía el control. Es la mejor terapia contra la vida en la jungla de alfalto. Con sus indígenas llenos de dióxido de carbono y manías; su creerse cuerdos cuando la locura es propia de las mejores personas. Ellos huyen de ella.

No tenía ganas de volver a la oficina. Era su prisión, todos tenemos una. Dijeran lo que dijeran su familia y amigos, odiaba aquel edificio. Todos iban vestidos igual. Hablaban igual. Les hacían pensar igual. Pero, eso sí, necesitaba el dinero.

La humanidad sería más feliz si no dependiera del magnate dólar. Incluso de él dependía el seguir respirando. Llegó tarde. Tras el rapapolvo del jefe, que se esforzaba cada día más en demostrar su total incompetencia para ocupar ese puesto, era el turno del mágico primer cigarillo de la mañana.

Algún día mandaría todo aquelllo a la más lejana de las mierdas que hubiera en el mundo. Ese plan le hacía sonreir sin darse cuenta. Por el momento, tenía que seguir tragando. Sólo quedaban once horas para la primera copa y ver de nuevo aquellos ojos marrones, la sonrisa perfecta resistiendo el asedio de cada noche.
CARLOS SERRANO
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