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Budapest

Hay algunas cosas terriblemente dolorosas en esta vida. Apenas importa dónde estés ni cómo suceda. Una elección. El desalojo de una vida. Un abandono… Budapest supuso un adiós terrible y malherido en una cama ajena. No hubo despedida. Ambos lo sabíamos y, uno a uno, bajamos los muebles de aquel romance. Los que pudimos se dieron. Los que no, fueron destrozados con dolor y remordimiento. Después cayeron las baldosas, las puertas, los tabiques...

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Puente de las Cadenas y Castillo de Buda || © orádea 2011

Todo en aquella ciudad se convertiría en una elección. Yo ya había hecho la mía aunque no lo supiera. Budapest es como una gran metáfora. El Danubio parece obligarte a elegir entre sus dos orillas: Buda o Pest. ¿Cómo es posible que la unificación de tres ciudades en 1873, como era entonces, Buda, Óbuda y Pest, pueda influir en mis sensaciones casi siglo y medio más tarde?

¿O pudiera ser que queramos ver en los lugares a los que vamos igual que en las canciones que escuchamos, los poemas que leemos, los libros en los que nos sumergimos, el sencillo reflejo de lo que es nuestra vida, lo que somos o lo que no hemos llegado a ser?

Y es que la capital de Hungría es un pulso entre un pasado malherido y un futuro que trata de ser europeo. Budapest fue como un hombre con dos caras. Uno se afanaba en ser moderno, nocturno, diurno, turístico, cosmopolita de neones, pubs a la moda, anuncios y videoclips musicales de archiconocidos artistas del rock. El otro semblante era, aunque minúsculo, infinitamente más doliente: edificios heridos de bala, literalmente, con portales ebrios y protegidos del frío bajo algún cartón.

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Puente de las Cadenas y orilla de Pest || © orádea 2011

Sin embargo, aunque la ciudad parece tener que elegir entre una y otra orilla, aunque parece que se observen recelosas entre sí, el Puente de las Cadenas las mantiene unidas en una tensión metafórica formidable. Luego comprendí que esas dos orillas se cruzan las miradas porque sienten admiración la una por la otra. Y eso se ve.

El Parlamento, a pie del Danubio, levanta los ojos fascinado hacia el Castillo de Buda, allá en lo alto. El Castillo, atalayado y reconocido como Patrimonio de la Humanidad, observa con la seguridad de los años el resto de la ciudad y el Bastión de los Pescadores, tejido delicadamente sobre la colina que sobresale con su piel grisácea y vívida.

Sus estatuas y muros parecen observar la montaña de Géllert, desde donde se desdobla la vista más maravillosa de la ciudad: y es que un camino ineludible te lleva a lo alto para esperar que caiga la noche y que la ciudad quede perlada de luces.

Desde allí, mirando a lo lejos, en Pest, casi puedes tocar la silueta de la Basílica de San Esteban, perfectamente alineada con el Puente de las Cadenas. Y desde lo alto de la Basílica, dejando caer la mirada hacia el noreste, puedes intuir la Plaza de los Héroes como una hermosa puerta al Parque de la ciudad. Éste alberga uno de los tantos baños de la capital húngara así como el Castillo de Vajdahunyad, una peculiar copia del castillo de Transilvania en Rumania.

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El Bastión de los Pescadores || © orádea 2011

Cuando hube apreciado todo esto, cuando había sido raptado por Budapest y había perdido un trozo del alma allí, el camino ya solamente se dirigía hacia mí mismo. En aquél momento tuve que abrir la dolorosa brecha que va desde la pasión, el amor o la amistad, hasta lo que, aunque no lo sepa bien, ha de ser mi vida.

La noche caía mientras en la soledad de un abandono momentáneo, repartía pinceladas de noche y ratos de estrella subiendo y bajando a lo largo del Danubio. La soledad me consumió. Sin embargo, ya no me detuve.

Los días pasaron como un extraño romance veraniego hasta aquel octubre. El frío comenzaba a campar sobre el río y mi alma. No sé si hubo maletas por medio. Quizá un incierto autobús que se aleja hacia el aeropuerto. Quizá una habitación repentinamente vaciada. Quizá uno de los dos llegó y descubrió que el cepillo de dientes ya no estaba allí.

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Puente Santa Isabel || © orádea 2011

Ahora sé que Budapest ha significado una despedida. No diré que si hubiera sabido lo dolorosa que iba a ser no hubiera ido. No es cierto. No diré que la oscuridad de aquella habitación, como un explorador asustado, no hacía vibrar mi alma y mi corazón a latigazos. No diré que no amé a aquella mujer porque, diablos, no es cierto.

El atardecer anterior a mi partida me detuve en mitad del Puente de las Cadenas. La herida sonrosada del cielo sangraba en el Danubio y, a pesar de correr aguas abajo, permanecía frente a mí, inamovible como una ciudad.

Las rosas carmín del cielo brotaban y goteaban por mi piel y mi alma lacerada. La luz componía la silueta de los otros puentes, de la Isla Margarita, de la Montaña Géllert… Y, desprendido en mi mente, veía la figura de aquella mujer recortada en el zaguán de la habitación oscura.

Se quitaba la ropa y apagaba la luz. Entonces todo quedaba en tinieblas durante dos terribles segundos. Recuerdo que aquello fue, ha sido, un momento en que la oscuridad campaba a sus anchas por mi cabeza.

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Basílica de San Esteban || © orádea 2011

Quizá cuando más necesitaba un abrazo, una luz, una llama que alumbrara tenuemente mi vida y me diera algo de calor. Entonces, como un fanal en mitad de la insondable oscuridad de esos dos infinitos segundos, sentía cómo se adentraba en la cama, buscaba mi cuerpo, iluminaba mi rostro con el brillo de sus ojos y me besaba de nuevo. El dolor permanece, pero algo vuelve a brillar aquí dentro cuando lo recuerdo. ..

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DAVID CANTILLO
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