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El probador de vinagres

El mundo de la comunicación anda metido en una metamorfosis de imprevisibles consecuencias. Empujados por el avance digital con su infinita red de información global a golpe de clic, en un puñado de años se ha resuelto entonar el gorigori a La galaxia Gutenberg, jubilar a McLuhan y sepultar a los teóricos de los mass media bajo el irrefutable peso de Facebook y Twitter. Todo a la vez y casi por el mismo precio. Lo que ha puesto de los nervios a los prebostes de la prensa, que buscan la manera más rentable de adaptarse a los nuevos modelos, y está obligando a reformular los ya desfasados axiomas de emisor y receptor.

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Se desangran los periódicos tradicionales con descensos de ventas que ya son más que una amenaza para la estabilidad económica de las empresas editoras. Hay una creciente fuga de lectores a otros ámbitos electrónicos, digamos que a Internet. Pero hay algo que, por ahora, no está sometido a cambios tan drásticos: la forma de presentar las noticias en los diarios digitales, que siguen dando una importancia capital al titular. A esa escueta pero expresiva línea que encabeza el texto como un relámpago. Que, de antemano, nos ilumina con un potente fogonazo verbal sobre lo que nos espera.

Un buen titular anticipa la calidad del artículo, la columna o el reportaje. Ejerce de seductor infalible. Anima a la cata de la lectura. E incita a sumergirnos en la profundidad de su contenido.

La acertada elección de este recurso informativo es decisiva para captar la atención. Y, conforme a la importancia que tiene este aspecto fundamental del periodismo, así se sigue enseñando a los alumnos de las facultades de Comunicación.

Lo sé porque mi hija Isabel anda empeñada en apuntarse al oficio de su padre (cursa Primero en un aula a la que llaman “el zulo”, porque está en un sótano del edificio por falta de un lugar mejor en una Facultad que se ha quedado pequeña).

Y ella, que no desconoce el poder de las palabras, me habla del hincapié que se hace en recalcar el valor de esta herramienta: la de un titular bien perfilado. Del énfasis que sus profesores de Géneros Periodísticos ponen en que los estudiantes aprendan a resumir, a condensar con una frase imaginativa. Porque no basta con escribir bien: deben tener ingenio y dominio del lenguaje para ponerle nombre a su trabajo informativo.

Conozco a excelentes compañeros de profesión que destacan por su pericia para titular. Como prestidigitadores del idioma, acostumbran a sacarse de la sesera (definitivamente eso del tintero es una antigualla) una oración corta que, con una deslumbrante precisión, sintetiza todo lo que se quiere decir.

A uno de los mejores en este menester lo traté como amigo y compañero durante los cinco años que trabajé en la emisora de Radiocadena Española en Cabra (anterior Radio Atalaya).

Se llamaba Juan Moreno Rosa, y tenía la rara capacidad de depositar unas gotas de sarcasmo (un grado superior a la ironía) en cada uno de sus comentarios y escritos, especialmente los que publicaba fuera de la emisora. Pero no todo lo reservaba para sus colaboraciones externas.

A veces los que hacía, al paso en la redacción de la radio, así como quien no quiere la cosa, alcanzaban tanta categoría o más que lo que aparecían con pie de imprenta en El Egabrense, el otro medio donde era colaborador habitual.

Muchos de ellos, por su tono incordiante, solían depararle algún que otro disgusto que él, veterano de otras batallas, sabía encajar sin mayores problemas. Recibía los reproches y las reacciones adversas con fina guasa pero nunca con resignación. En ese sentido, era verdaderamente un experto en réplicas. No le gustaba quedarse callado.

Juan solía ocuparse de la crónica municipal, porque conocía las interioridades del Ayuntamiento bastante mejor que muchos de sus funcionarios y ediles. Lo recuerdo cargado de periódicos, algo sentimental y herido por los vaivenes de la vida. Derrotado, tal vez, pero nunca abdicó del humor, ácido y corrosivo, con el que le gustaba tintar sus noticiarios.

Con su particular manera de ver las cosas, Juan Moreno Rosa no ignoraba que su vitriólica prosa hacía daño, y no se cortaba en presumir por ello. “Ya sabes lo que dicen por ahí. Son los sapos con que se desayunan los gobernantes. En Madrid y en las grandes ciudades es algo corriente y aceptado. ¿Por qué no lo vamos a hacer aquí también?”, se justificaba.

Pero lo de los sapos le parecía poco para explicar el desagrado que sus columnas causaban en la casa consistorial. Le resultaba como algo manido y muy recurrente. Así que no tardó en encontrar una expresión que la sustituyese.

Él, buen observador de la vida y costumbres de su pueblo y de sus habitantes, tenía una alternativa bastante más explícita. La encontró en uno de los personajes que, a diario, se cruzaba en la calle: “El probador de vinagres”. ¡Menudo hallazgo! No podía ser mejor. Así llamaba a un paisano que, por un defecto facial, no paraba de hacer muecas y mohines con su rostro. ¡El probador de vinagres!

Como si a cualquiera se le pone ante un recipiente de este condimento líquido de sabor agrio. Aquel hombre, con su cómico repertorio de gestos, representaba como nadie el desagrado que los políticos de turno podían llegar a sentir después de leer algo que le pareciera inconveniente.

Sin duda, una genial imagen literaria, y realmente superior, para describir el malestar de los políticos locales ante algunas de las opiniones de Moreno Rosa (porque Juan hacía periodismo de opinión -la suya-, eso que quede claro). Periodismo que, según se mire, podría mover al disgusto o la complacencia, pero con algo indiscutible: la certera forma de titular.
MANUEL BELLIDO MORA
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