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El rock militarizado

Desde que somos modernos hemos perdido por el camino la capacidad de sorpresa. Parece que ya nada conserva la virtud de resultarnos extraño pero a poco que nos detengamos un momento veremos que, aunque camuflados en el vertiginoso ritmo de lo cotidiano, no dejan de producirse cambios significativos en modos y costumbres que suelen pasar por inamovibles, en ritos y ceremonias que se toman por abonados al inmovilismo más recalcitrante.

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No es solo porque lo vaticinara el profeta Guerra (Alfonso), es que de un día para otro se operan tantas transformaciones que no hay manera de reconocernos a nosotros mismos. ¿Quién lo iba a decir? Ayer tan flacuchos y desnutridos, hoy víctimas de la obesidad mórbida.

En poco tiempo hemos pasado de la hambruna feroz, odioso tormento de barrigas vacías, a la cocina deconstruida. De la olla y el perol colectivo del patio de vecinos a los platos elaborados con nitrógeno en los restaurantes con estrellas Michelin. Y lo cierto es que de los avances no se libran ni las más férreas y enquistadas tradiciones.

La música militar, por ejemplo, ya no es lo que era. En la España acuartelada de mi infancia era cosa muy socorrida. Lo mismo valía para tonificar el espíritu patriótico que para amenizar los recreos del colegio. Y verán que no exagero.

En los Salesianos, allá por mediados de los años 60 del pasado siglo, un sacerdote soldado, debía ser, gustaba de poner sinfonías marciales de fondo al descanso de los párvulos. Lo hacía invariablemente con una colección de himnos que sonaba a todo trapo por los altavoces mientras los chiquillos correteaban a lo suyo: más pendientes de la pelota que del diario y cansino repertorio de marchas del ejército. Balompié a la orden. Fútbol al toque de corneta.

Digo yo que sería cosa de la previsión, para que, a la chita sonando, cuando llegara el momento de la mili estuviéramos suficientemente familiarizados con los ritmos favoritos de la tropa. Ellos, que estaban en todo, pensaban por nosotros. Eso llevábamos ganado: ardor guerrero desde pequeños. Y en ese afán nada se descuidaba ni resultaba trivial. Muchas de aquellas composiciones también se solían incorporar en los desfiles procesionales e incluso servían de sintonía en programas radiofónicos, especialmente en los de información deportiva.

Total, que entre una cosa y otra, casi sin darnos cuenta, el que más y el que menos era experto en música para paradas militares. Qué pena que ese soniquete que nos parecía inofensivo en nuestros días de niñez, fuera el que mandara poner Milans del Bosch en plan toque de queda en todas las emisoras la tarde y noche del 23-F. Qué casualidad espantosa que fuera la música del golpe de estado.

Lo que ocurre es que parece llegada la hora de renovar la tradición. No la de los pronunciamientos militares sino la de los sones de la milicia. Los alemanes, que no tienen bastante con ir por delante en la recuperación económica, también han llegado antes en esto.

No nos gustan que nos den lecciones, pero ellos se han sacado de la bocamanga de la guerrera de oficiales dos por el precio de una. Resulta que al ministro de Defensa, Karl–Theodor zu Guttemberg lo han puesto de patitas en la calle por copiar, por birlarle a otro parte de su tesis doctoral.

Las autoridades germanas consideran que es una inadmisible artimaña. Y ya se sabe que no se quedan cortos en el escarmiento. Es su reacción ante una práctica que vulnera el intachable comportamiento y moralidad plena que debe prevalecer en quienes ostentan cargos públicos.

Dicho de otra forma: lo han despedido por algo tan común aquí, en España, como es el copiar y pegar. ¡Menudo pringao! cuando podía haber contratado a un negro para que le hiciera el trabajo entero en lugar de haberse expuesto al reproche, al repudio, a desbaratar su brillante futuro político por plagiar unas cuantas líneas. Lo han largado pero, por lo menos, le han dado la oportunidad de despedirse a gusto.

Y va el tío, que goza de la privilegiada posición de ser el integrante más popular del gabinete de Angela Merkel, y se inventa un ceremonial a su medida, es decir también poco ejemplar, según sus detractores, que a punto ha estado de causar otro escándalo.

Pues no se le ocurre otra cosa que mandar -qué atrevimiento contra la disciplina y la tradición- que la banda de música del Batallón de la Guardia del Ministerio Federal de Defensa interpretara el Smoke on the water. A bombo y platillo. Y con unos poderosos arreglos de metal que para sí lo quisiera Blood Sweet and Tears.

El Smoke on the water, de Deep Purple. Sí. Ese mismo. ¿Es o no es una innovación bárbara? El riff más conocido de la historia del rock convertido en metralla fina.

Quién le iba a decir a Ritchie Blackmore, el autor de este monumento al rock clásico, que esta joya del hard rock acabaría envuelta en la más pura estética militar. El gran guitarrista se inspiró para componerla en el incendio del Casino de Montreux en Suiza, que fue devorado por las llamas durante una actuación de Frank Zappa, a consecuencia de una bengala lanzada por un encendido espectador.

Ahora, sin perder por completo su primigenia intención, ha servido para quemar algo más: el canon militar en lo tocante a música.

Desconozco si Carme Chacón, nuestra titular de Defensa, tiene entre sus planes de modernización del ejército español la adaptación de algunas de sus canciones favoritas para poner al día el fondo de catálogos de las bandas militares a sus ordenes.

Se sabe que siente devoción por algunos cantautores, lo que da pie a pensar lo bien que sonaría, por ejemplo, Para la libertad, de Joan Manuel Serrat con versos de Miguel Hernández en las galas y solemnidades castrenses. En el próximo Día del Ejercito, sin ir más lejos, que dentro de unas semanas se celebra en Málaga.

Como sigamos así el rock y el pop van a terminar militarizados. Ya estoy viendo a algunos, contagiados por un excesivo entusiasmo, apuntarse a la última revolución, bueno no exageremos, a la nueva moda. Ya veo a los más lanzados tratando de enmendar la letra a La Mala Reputación, aquella proclama inconformista de Georges Brassens que decía “cuando la fiesta nacional, yo me quedo en la cama igual, que la música militar nunca me supo levantar”.

Aunque conociendo al libertario chansonier francés no creo que diera su visto bueno a este aggiornamiento, pues, distinto y librepensante como era, ya lo expresa con fina ironía en la misma canción:

En el mundo pues no hay peor pecado
que el de no seguir al abanderado
”.
MANUEL BELLIDO MORA
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