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¡Feliz Navidad!

Esta noche es Nochebuena y uno, que como ya saben es creyente –que no es lo mismo que crédulo- está acostumbrado a sentir un número cercano a infinito de sensaciones y sentimientos tan intensos como contradictorios. Los recuerdos de la Navidad vivida en la infancia, en la adolescencia y en la juventud -y la más reciente de mi presunta madurez cronológica y personal- se agolpan en mi razón y en mi corazón acentuando eso que los médicos llaman "bloqueo auriculoventricular".

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Como, además de creyente, servidor de ustedes siempre ha sido también un sentimental, quiero confesarles que para mí no tiene sentido la Navidad corteinglés que se estila últimamente. Me repugna la fiebre consumista, el sempiterno anuncio de Coca-cola hablándome de paz y amor –por un módico precio por botella- el intragable gordo vestido de rojo haciendo el canelo con la campanita.

A mis hijos no les visita Papá Noel -qué triste comprobar que hasta a éste se le llama cada vez más Santa Claus; luego nos quejaremos de imperialismo yanqui-, porque me priva mucho más la tradición de los Reyes Magos. Me resulta patética esa absurda contradicción de negar los Magos de Oriente por ser una cosa netamente española, y hacer uso de la tradición americana del susodicho gordinflón del ho, ho, hooooo. Pero es verdad –como dijo el maestro- que hay gente pa tó.

A mí, hay dos imágenes navideñas que son las que definitivamente me enamoran y por las que éstas son las fiestas que más me gustan del calendario. Una, la tradicional sopa de gato de mi madre con su cordero asado como segundo plato. Qué quieren que les diga, si Ferrán Adriá conociera a mi madre, les aseguro que se metía a monje cisterciense. La otra imagen es la que recoge a un bebé recién nacido, acompañado por su padre y su madre, dos animalitos, un ángel y varios pastores en un pueblo perdido en mitad de una paupérrima provincia romana.

Yo no estuve allí, claro, pero de lo que estoy seguro es de que no nevaba. Y parece ser que tampoco fue un 25 de diciembre –fun, fun, fun-, sino a mediados del mes de agosto de unos cinco o seis años atrás. Sólo cierta descoordinación entre los que hablaron de ello después hizo que se fijara esa fecha de hace 2.010 años como nacimiento del personaje más importante de la Historia de la Humanidad. La Santa Madre Iglesia, más tarde, hizo coincidir la Natividad con la Fiesta del Solsticio de invierno, me imagino que para no confundir demasiado al pueblo.

Muchas personas argumentan estas cuestiones para afirmar que, al fin y al cabo, es todo otro montaje para dominar al pueblo y someterlo. Menudo montaje bien montado –valga la redundancia- que dura ya más de dos mil años y que cuenta como presuntos seguidores a más de la tercera parte de la población mundial. Y digo yo... ¿Qué más da?

Me quedo con Jesús, llorando como cualquier bebé en su primera noche fuera del útero materno. Me quedo con Jesús, sin ser consciente de la importancia de su existencia, de ese momento único e irrepetible, del futuro tan terrible y a la vez tan grandioso. Me quedo con Jesús llorando porque tiene frío y hambre y con Jesús, calentito y alimentado, durmiendo en el regazo de María.

Me quedo con María, viajera embarazada y rechazada por la solidaridad no existente de los judíos de la época. Me quedo con María pariendo entre pajas, en el suelo sucio de un establo, como esos otros millones de marías que en el mundo han tenido que alumbrar de formas parecidas o incluso peores.

Me quedo con José, ese trabajador incansable que cuidó del niño sin saber si era suyo o no era suyo o qué demonios había pasado allí. Me quedo también con los pastores, fiel imagen del pueblo, siempre necesitados de salvadores y de mesías, aunque éstos –eso sí- tuvieron la suerte de conocer al Único realmente importante de la Historia, y no fueron engañados si creyeron de verdad.

También me quedo con el Ángel, porque es el embajador de Aquél que realmente nos garantiza que este paso por la vida es tan sólo eso, una etapa que debemos aprovechar para continuar nuestro camino hacia la Eternidad. Cómo no, me quedo con los Sabios de Oriente, que hicieron la peregrinación de sus vidas para postrarse ante un indefenso bebé.

Hoy no es día para criticar, ni para insultar –como dicen algunos que hago en mis escritos-. Ni siquiera del cuñado o cuñada que nos harán la puñeta durante la cena. Ni siquiera de los que, diciéndose amigos –o compañeros- aprovechan la menor ocasión para clavarte en la cruz del desprecio o del desprestigio.

Hoy sólo es día para vivir intensamente esos recuerdos a los que hacía referencia, procurando que se vuelvan a suceder este año, y el que viene, y todos los que permanezcamos en esta tierra.

Y para desearles a todos, amigos, enemigos y medias tintas; a aduladores y detractores; a sensatos e insensatos; a derechas e izquierdas, liberales y marxistas, feos y guapos, amantes de Bach y amantes de Camela -aunque cueste trabajo, a éstos también-: ¡Feliz Navidad!
MARIO J. HURTADO
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