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Manuel Bellido Mora | El vino de los toreros (I)

¿Adónde habrá ido a parar la fabulosa colección de carteles taurinos de Márquez Panadero? Corrió suerte dispar. Seis o siete de ellos salieron volando y quedaron inservibles cuando iban camino de Córdoba. José Luis Jiménez, que había comprado el inmueble de la bodega en 2001, los descolgó de las paredes, los guardó con cuidado y se los mandaba como regalo a su socio. Pero nunca llegaron a su destino, porque se soltaron en el trayecto y el viento los despedazó.


Asegura que eran los últimos que quedaban. Otros tantos fueron a parar a Cruz Conde, entonces en manos de Rafael Padillo. E, incluso, algunos de ellos sirvieron como regalo para clientes y amigos. El resto de la bodega estaba desalojada. Abatida, indefensa.

Él, por su parte, se llevó, como último vestigio, una gran viga del lavadero y un buen puñado de tejas. Poco más había allí, salvo una impenetrable desolación, una infinita soledad. Este infeliz episodio de los carteles deja entrever una cierta fatalidad. Y lo es, no solo en un sentido metafórico. Echar el cierre a una bodega aflige sin remedio, porque el vino de los duelos es amargo, inacabablemente triste.

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A la liquidación de esta firma (su última actividad registrada data de 1995), le siguió la inevitable dispersión de sus bienes. Barricas y maquinaria salieron a subasta y a compraventa, al igual que ocurrió con el resto de sus posesiones. En la explanada donde hubo soleras, estas fueron sustituidas por un conjunto de viviendas. Es el Residencial Paseo de Cervantes, un conjunto de 32 adosados con fachadas al exterior y también a un patio interior. Las impulsó Promociones y Construcciones JIMEPAL.

Lo único que quedó en pie de la antigua empresa, por un desacuerdo en el trato, es la casa señorial, según recuerda Jiménez: “Vimos que no interesaba, que no era factible para hacer rentable la inversión”. Es el último testimonio de una firma señera que tuvo su esplendor entre la década de los cuarenta y setenta del pasado siglo. Es lógico que se salvara, porque es algo que no tiene precio, por ahora.

Es paradójico. No queda rastro de las bodegas, pero las marcas —ahora en poder de otros gestores: Promeks Industrial, que además posee las de Cruz Conde y Víbora— se siguen comercializando. Es lo habitual en este mundo implacable y despiadado. Los sentimientos no sirven para administrar ganancias y pérdidas. En El Padrino, la magistral obra de Coppola, quedaba bien claro: "no es nada personal, solo son negocios". Hoy están en unas manos, mañana en otras.

Instalaciones de Márquez Panadero, al fondo de la imagen.
[FOTO: MANUEL GONZÁLEZ]

Para los hermanos Polonio, asistir al derrumbe de este negocio familiar que mimaba sus vinos, fue un mal trago. Es comprensible el insoportable dolor al tener que decir adiós a lo que había sido parte esencial de su propia vida, renunciar a algo tan querido.

A Pepe Cobos le pasaba igual. Sufrió mucho con la extinción de la bodega que había sido la razón y el motor de sus días. De este trance pesaroso, el de asistir al declive de tu propia obra, tampoco se libró Julián Ramírez. De todo aquello quedan las etiquetas como leve consuelo. Y un buen montón de recuerdos, fotografías y documentos con los que reconstruir el huidizo pasado.

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Márquez Panadero tuvo sus tardes de gloria. Era el rey de las tabernas de Córdoba, donde no tenía competencia. A sus mejores vinos los bautizó con nombres de figuras del toreo. Eran finos, por así decirlo, que hacían afición: el primero en el escalafón entre los fieles de la llamada fiesta nacional.

Hay, claro está, maestros de la tauromaquia en la intrahistoria de esta empresa, pero también, en sus anales, corre la leyenda vinculada a la Huerta de los Padres, el antiguo pago en el que los jesuitas bendecían las cosechas, fueran estas abundantes, o no. El cielo en la tierra parecía tal edén. Es comprensible que quien la disfrutara la eche de menos. Y padezca, cuando la recuerda, una irreparable nostalgia.

Calerito, segundo por la derecha, en Bodegas Márquez Panadero.
[ARCHIVO FOTOGRÁFICO: PEPE POLONIO]

En Márquez Panadero toros y vinos componían un cartel de éxito garantizado. Calerito y El Pireo hacían el paseíllo entre centenarios toneles, como si el albero de esta bodega fuera el de la Maestranza. Era su segunda casa, cuando no la primera. Eran dioses vestidos de luces en la penumbra donde dormitan los generosos. En la fragancia de la madera perfectamente ordenada se ahogaba el miedo de estos héroes.

Carmen Polonio Baena recalca la importancia de esta afinidad, de esta cercanía apasionada con ruedos y ganaderías: “Tenían mucha relación con el mundo del toro. Los tres hermanos varones eran muy aficionados. Calerito tenía amistad con todos ellos, con Luis, Miguel y José, especialmente. Era uno más de la familia. Para los festejos se preparaba en la bodega. Le reservaban una habitación cada vez que toreaba en Montilla o en los pueblos de alrededor. Y se le puso su nombre a un vino como señal de amistad y de apoyo a este torero”.

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Con el vino por montera


Aguardientes, anisados y vinos generosos tienen sellada una arraigada y policromada alianza de almanaque con los matadores de toros. Sus rostros están en calendarios donde no cabe la cobardía, aunque esta se agazape bajo las cicatrices de las cornadas.

Le brindaron destilados, licores y copeos insuperables. Amistad y admiración se conjugaban en una lidia que es (no existen probabilidades intermedias) a vida o muerte. Es el vino que, para estos bodegueros, merecían los príncipes del redondel. Para Pepe Polonio, el padre de Rosa Polonio Pedraza, no había nada mejor que ofrecerles: el jugo terrenal de la suerte suprema.

Etiquetas de vino y anís, en honor de Calerito.
[ARCHIVO FOTOGRÁFICO: PEPE POLONIO]

“Mi padre era aficionado a los toros desde pequeño, y esto fue algo que creció con el tiempo. De muchacho le gustaba ir a las corridas y novilladas con sus amigos, entre ellos Rafalito Pedraza. Se plantaban en Cabra para estar pendientes de los nuevos valores que iban surgiendo. Siempre le apasionó el mundo del toro”.

Manuel Calero Cantero, Calerito, era de Villaviciosa, pero al morir su padre se fue a trabajar a Valencia como tantos emigrantes andaluces. A buscarse la vida en un mostrador. Y consiguió empleo en un bar crucial para él. Un establecimiento donde el vino que se servía era el de Márquez Panadero. El vino como origen de un torero que se quedó a mitad del recorrido por una funesta dolencia. La casa de Pepe Polonio, con la puerta grande abierta de par en par, era también la de aquel diestro malogrado.

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“Y de ahí, de aquel bar de Valencia, parte la amistad de este torero con mi padre, que llegó a ser de mucha confianza mutua. Se hicieron muy amigos, inseparables. Prueba de ello es que él asistió con su hermana a la boda de mi tía Conchita Polonio. Venía habitualmente a la casa de mi tía Manolita Márquez en la bodega, donde se vestía de torero cuando tenía festejos en Montilla o en los pueblos de esta comarca. Venía de continuo y mi padre lo seguía siempre que podía”.

“Es significativo de su amistad tan estrecha que cuando Calerito fue a torear a Lima, mi padre le pidió que le llevase una ofrenda de unas velas a san Francisco Solano. Eran una velas que le hicieron las monjas de Santa Clara; esas velas tan bonitas que ellas solían hacer. Cumplió el encargo y las entregó en el convento donde están los restos de Solano”.

Stand de Bodegas Márquez Panadero, en honor de Calerito.
[ARCHIVO FOTOGRÁFICO: PEPE POLONIO]

“Tuvo mucho éxito en las plazas de allí. Y a la vuelta de Perú, mi padre le organizó una fiesta homenaje por este triunfo americano, y por haberle llevado la ofrenda a san Francisco Solano, que le había ayudado mucho. La pena es que Calerito murió prematuramente”.

“Falleció joven, con 33 años, a causa de un cáncer de hígado. Mi padre lo visitó a menudo durante la enfermedad. La hermana de Calerito le decía: “«ay, por Dios, Pepe, no entres, que el pobre está cada día más deteriorado y eres de las pocas personas que vienen a verlo»”.

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Esta cruel enfermedad impidió una mayor gloria a este torero. Tenía una planta formidable, agradable presencia y unos ojos claros que aún se recuerdan. Para el montillano Rafael Contreras Zamora, que ha sido secretario de la Peña Taurina Manolete, en Córdoba, estamos ante una figura relevante, cuya ascendente carrera se vio truncada por un tumor letal.

“Calerito —cataloga rotundo—- ha sido uno de los toreros contemporáneos más importantes de Córdoba. Triunfó en cosos de España e Iberoamérica y, además, fue uno de los espadas que inauguró la plaza de toros de Tánger. Fue un hombre de condición modesta, pero supo labrarse una posición sólida para él y para los suyos”.

“Tuvo nobleza, pundonor y valentía. Resultó memorable la miurada de la feria de abril en 1952 cuando hizo la faena de su vida, cortando las dos orejas. Fue su consagración como matador de toros. Su última corrida la toreó en Córdoba el 27 de mayo de 1957. Falleció tres años después por una enfermedad maligna de estómago”.

MANUEL BELLIDO MORA
ILUSTRACIÓN: ISABEL AGUILAR

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