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Rafael Soto | La caída del sol

Estoy en el paseo marítimo de un pueblo costero cualquiera, sin más compañía que una cerveza y un cuenco de frutos secos bañados en demasiada sal y pimienta. Cerveza Indian Pale Ale, IPA. Mierda de la buena. Estoy sentado de espaldas al local y de cara a la playa, frente a un sol rojizo que cae como los mentirosos: lento y sin freno. Y como suele ocurrir con ellos, lo veo desplomarse con sumo placer. Solo quedan unos minutos.


Mientras espero, veo pasar a la gente por delante de mí. Gentes de todo tipo y pelaje: familias ejemplares, chulos de playa, putas de las que cobran y de las que no, niños inocentes, adolescentes enamorados, sacerdotes liberados y, en ocasiones, mujeres que parecen ángeles –aunque bien sepa que hace tiempo que cayeron–.

Miro al cielo. No más de un minuto para perder de vista al astro rey. Parece tan grande y tan rojo... Las aguas se disfrazan de un color rojizo, casi rosáceo aunque como todo acto estético, sé que no es más que una ilusión. No hay verdad en la estética, aunque en ocasiones nos ayude a encontrarla. Quizá, por eso sea tan del gusto de los mentirosos, los narcisistas, los artistas y los políticos: la estética es una promesa de verdad que rara vez se cumple.

Tomo un trago y disfruto ese golpe duro, afrutado, que baila en mi paladar y que burbujea mientras explora los secretos de mi garganta. El sol está a punto de tocar las aguas. Me fijo en una adorable señora mayor que, según parece, está dedicando su tarde a pasear al perro. Cánido y dueña que, dicho sea de paso, no parecen tener mucho respeto por el bien público. Mientras que el animalillo deja su bomba en la acera a dos metros de mi persona, me esfuerzo en ignorar este hecho y en disfrutar del espectáculo del cielo.

En menos de un minuto, mientras que el perro deja un oloroso regalo, me esfuerzo en observar cómo desaparece el sol para dar paso a la noche. La dueña se larga sin recoger el paquete y yo pago la cuenta en la barra para irme cuanto antes y no aguantar tan oloroso regalo.

Salgo a caminar por el paseo marítimo y veo jugar a los niños y a los adolescentes en la playa todavía, en un intento de aprovechar los últimos restos de luz que ha dejado el día. La vía pública huele a mar y buñuelos mientras que pienso en la señora y en mi esfuerzo para disfrutar la puesta de sol. En cierto sentido, quizá la vida pueda resumirse en eso, o tal vez en parte: intentar disfrutar del momento a pesar del por culo que te den los demás.

Haereticus dixit

RAFAEL SOTO
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