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Cambio de vida

Molesto por el incordioso ruido del segundero del reloj decidí desabrocharme la hebilla tranquilamente, asomarme a la ventana y verlo caer los cinco pisos que separaban mi balcón del suelo. Apenas oí eco del impacto de vuelta y eso fue algo que me reconfortó. Luego me acerqué a la estufa de cáscara que tenía en el salón y arrojé mi DNI viendo cómo se derretían las esquinas de plástico abiertas por el uso. Eso me permitió mandar al carajo a unos cuantos familiares.



Comencé a utilizar mi verdadero léxico en las reuniones sociales sin importarme la imagen que pudiera ofrecer a los demás. Puse de moda algunas palabras en desuso, como “clavicordio”. Me resultaba increíble la cantidad de personas que desconocían esa bella palabra, así que a la primera ocasión que se me presentaba intentaba incluirla en la conversación.

Dado que no era tarea fácil, para ayudarme en la empresa organicé algunos conciertos que tuvieron escasa afluencia de público, así que opté por inventar vocablos mejor que rescatarlos, como “pamerlanda”. Siempre que usaba alguna palabra extraña mi interlocutor fruncía el ceño a la vez que inclinaba su cabeza levemente unos diez grados.

Yo le respondía con idéntica inclinación y una leve sonrisa, lo que provocaba una subversión de la inclinación hacia el lado opuesto a la que yo respondía imitando el movimiento con suavidad. La conversación solía terminar una vez que la cabeza del otro recuperaba la verticalidad, no sin desfruncir el gesto, y casi siempre sin palabras de despedida.

La barriga me desapareció como por arte de magia. No me refiero a que adelgazara de repente, sino a que desapareció por completo y, en su lugar, quedó un espacio vacío, una nada que disimulaba con polos o camisas un par de tallas más grandes de las que solía utilizar. El endocrino me confesó que las barrigas eran, en realidad, estados de ánimo, y me recomendó la visita a un psicoanalista porque nunca había visto ni oído hablar de ningún caso de barriga ausente. Las digestiones eran formidablemente ligeras.

Poco a poco comenzaron a salirme pelos negros en las canas y mi ritmo circadiano estalló en mil pedazos. Mi mujer y yo dejamos de hacer el amor y comenzamos a follar con el corazón. Luego vendrían los labios, y las manos y, al final, el resto del cuerpo. Dejé de tomar antibióticos y suplementos vitamínicos y fabriqué una píldora placebo hecha a base de jamón ibérico y pan de Tobos que fue un éxito de ventas.

Con el dinero que obtuve dejé la enseñanza, porque me di cuenta de que aún tenía mucho que aprender, y me dediqué a escribir relatos que no me gustaban en absoluto pero que, por alguna extraña razón, a la gente, sí. Escribía a todas horas y, cuando no daba más de mí, bebía absenta y me dedicaba a transcribir lo que un duende verde me dictaba.

A veces las mejores ideas me venían en la ducha, entonces salía desnudo y mojado corriendo hacia el teclado, pero cuando llegaba había olvidado lo que iba a escribir, así que volvía al baño y comenzaba a secarme, sin recordar si había terminado de ducharme o no. Con el tiempo hice que instalaran una ducha en el cuarto del ordenador, que era como llamábamos al cuarto del abuelo, imagino que porque tanto ser querido perdido termina doliendo demasiado, y el ordenador era más impersonal y sustituible.

Me desperté aturdido por el sueño y molesto por el incordioso ruido del segundero del reloj que había dejado en la mesita de noche, así que me desabroché la hebilla tranquilamente, me asomé a la ventana y lo vi caer los cinco pisos que separaban mi balcón del suelo.

PABLO POÓ

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