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Cuentos de la mano tonta

Una de las tareas más engorrosas que conlleva la realización de un examen por parte del profesor, junto con planificarlo, repartirlo, explicarlo y esperar el tiempo necesario para su realización intentando que ningún alumno copie es, sin duda, corregirlo. Para hacerlo siempre he necesitado mucha concentración, por lo que siempre procuraba hacerlo en algún lugar tranquilo, como la poco frecuentada biblioteca de mi instituto.



Sentado en una mesa apartada estaba sacando los exámenes de mi maletín cuando me percaté de que no llevaba bolígrafo. Esto era realmente un engorro: había olvidado el instrumento fundamental de mi trabajo.

Siempre procuraba llevar en el maletín varios bolígrafos de repuesto: los había sobre todo de publicidad: bolígrafos de hoteles, de bares, de medicamentos… pero todos se quedaban sin tinta enseguida.

También guardaba otros que me iba encontrando por ahí. Fueron muchos los que dejé olvidados por el mundo, así que encontrarme alguno lo interpretaba como una especie de compensación del karma por todos aquellos que había donado involuntariamente a la causa. Pero en aquel maletín no había ni rastro de nada que fuese un bolígrafo o se le pareciese.

Pensé en acercarme a conserjería, pero el hecho de atar un bolígrafo a una cadena te insinúa un par de cosas: que les han robado muchos y que no te lo van a prestar. Así que no tuve más remedio que ponerme a mirar por las mesas y por el suelo en busca de alguno extraviado.

Dos mesas delante de mí, en una especie de cajonera que formaba una segunda tabla colocada en paralelo debajo del tablero, encontré uno. La sola idea de tener que volver a casa me había hecho extremar los criterios de búsqueda y terminé mirando en casi cualquier parte.

El encontrado era un magnífico ejemplar: todavía conservaba el capuchón y su cuerpo era redondo y suave al tacto, de esos que no se quedan marcados en los dedos después de varias horas escribiendo.

Era de color rojo opaco, por lo que no se veía la tinta que aún tenía. Intenté encontrar la manera de sacar el recambio, pero era imposible al modo de los BIC, única manera factible ya que no tenía ninguna tapa o elemento de rosca para quitar. De todas maneras, como escribía, lo demás me daba igual, sería uno de esos bolígrafos de usar y tirar y cuando se acabase la tinta se acabaría nuestra relación.

Muy contento con mi nueva adquisición volví a mi mesa y me puse a trabajar, pero pronto me di cuenta de que el bolígrafo no escribía. Después de dejar bien marcada en el folio en blanco que usaba como carpetilla la E de “examen” continué probando con todo tipo de firmas y garabatos y formas geométricas, pero nada, la cabeza permanecía seca como el ojo de una plañidera en paro.

En esa misma posición de escritura me quedé absorto pensando si merecía la pena ir a casa a por un bolígrafo y volver para seguir trabajando o ya quedarme allí cuando me di cuenta de que el bolígrafo estaba escribiendo solo, arrastrando de mi mano, en aquella hoja surcada por cauces secos de garabatos.

Conforme escribía, fui leyendo la historia de dos hermanos pertenecientes a una familia muy humilde que simulaban ataques epilépticos en lugares concurridos para aprovechar el revuelo que se formaba y robar algo de dinero de las carteras de los curiosos con el que pagar las facturas, el alquiler, la comida y la Universidad.

El bolígrafo era un genio: en apenas un par de párrafos creó el ambiente perfecto para introducir al lector en el relato despertando su interés, pero sin destripar la historia. La descripción de los personajes era sublime, por no hablar de la caracterización psicológica de que los dotó, creando una empatía que te hacía comprender sin el menor remordimiento el modo de proceder de los dos hermanos: robaban, sí, pero solo sustraían la mitad de efectivo y lo hacían para sobrevivir.

El bolígrafo se las ingenió para presentar aquella narración como la consecuencia inevitable a la que se vieron arrastrados dos hermanos honrados por culpa del contexto de crisis generalizado que estábamos pasando. Además de escribir solo, tenía ideología propia.

Con el tiempo fui reuniendo una colección de relatos que publiqué bajo el título Cuentos de la mano tonta. El éxito alcanzado fue rápido. En pocas semanas, gracias en parte a una política de precios agresiva por debajo de los estándares del mercado, nos situamos entre los más vendidos en formato físico y entre los más descargados en Ebook.

Esto, al principio, me dejó un sabor agridulce, porque nunca fui partidario de la literatura de best seller. Cuando alguien me pedía consejo sobre qué libro leer solía decirle: “Cualquiera que no se encuentre en la estantería de los diez más vendidos”.

El agente editorial pronto me dejó caer lo beneficioso que sería para ambos sacar alguna novela al gusto actual: corta y fácil de leer. Le dije que lo intentaría guardando para mí el secreto de que no era yo realmente quien escribía, sino un bolígrafo con ideología propia que me encontré en la biblioteca de mi instituto, así que todas las tardes, cuando llegaba a casa, me sentaba frente a un paquete de folios en blanco con el bolígrafo en la mano.

Pero los escritores, ya sean humanos o utensilios de escritura, son esclavos de la inspiración y esta no viene siempre cuando uno quiere. Fueron muchas las tardes en blanco sosteniendo el bolígrafo mientras intentaba continuar con mi vida normal: aprendí a mecanografiar solo con la izquierda, a cocinar, a cambiar de canal en cualquiera de los tres mandos a distancia que tenía y a hacer otras cosas tan solo con la mano izquierda que no vienen al caso.

Finalmente, un buen día, el bolígrafo comenzó de nuevo a escribir una novela corta y fácil de leer, ya saben, al gusto actual. En apenas un mes terminó el proceso de escritura y comencé a corregirla, pero nunca había nada que reprocharle a aquella especie de bolígrafo cervantino.

El nuevo éxito de ventas hizo que nos llovieran las ofertas editoriales. En una entrevista para una revista literaria confesé que realmente no era yo quien escribía, lo que me granjeó la fama de escritor excéntrico, aumentando aún más mi popularidad.

Cuatro libros, dos adaptaciones al cine y una nueva colección de relatos después el bolígrafo dejó de escribir para siempre. Le compré una bonita caja con tapa de cristal que más bien parecía el ataúd de una capilla ardiente.

Agobiado por la continua sensación de ver a mi amigo amortajado tras el vidrio de una urna, terminé por incinerarlo y arrojar sus cenizas en la playa de Costa Rica donde me había comprado una preciosa cabaña para pasar los inviernos europeos. No sabía mucho de últimas voluntades de bolígrafos escritores, pero imaginé que podría ser de su agrado. La verdad es que nunca cruzamos una sola palabra.

PABLO POÓ
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